Pedro
Nueve días.
Llevo nueve días sin hablar con Pau. Creía que me sería imposible vivir uno
solo sin hablar con ella y ya llevo nueve. Aunque me han parecido mil, y cada
hora que pasa es peor que la anterior.
Cuando se fue del apartamento esa noche la estuve esperando. Esperé y
esperé a volver a oírla entrar por la puerta, esperé que volviera y me cosiera
a gritos. Pero no volvió. Me senté en el suelo a esperar. Esperé y esperé. Y no
volvió.
Me bebí toda la cerveza que tenía en la nevera y luego arrojé las botellas
contra la pared. Cuando me desperté a la mañana siguiente todavía no había
vuelto. Hice la maleta y decidí coger el primer avión que saliera de
Washington. Si Pau tenía intención de volver, lo habría hecho esa misma noche.
Necesitaba largarme y respirar un poco. Con el aliento apestando a alcohol y la
camiseta blanca llena de manchas, me fui al aeropuerto. No telefoneé a mi madre
antes de llegar. Total, siempre está en casa.
«Si Pau me llama antes de que me suba al avión, volveré. Y, si no, ella se
lo pierde», me decía a mí mismo. Le he dado la oportunidad de volver conmigo.
Es lo que hace siempre, da igual lo que yo le haga. ¿Por qué iba a ser
diferente esta vez? Si encima no he hecho nada; le mentí, pero era una
mentirijilla de nada y ella es una exagerada.
El que debería estar enfadado soy yo. Trajo a Zed a mi puta casa. Y,
encima, el puto Landon se presenta como si fuera el increíble Hulk y me empotra
contra la pared. Pero ¿qué coño?, de verdad.
Esta situación es una mierda de las gordas y no es culpa mía. Bueno, puede
que sí, pero tendrá que volver a mí arrastrándose y no a la inversa. La quiero,
pero no estoy dispuesto a dar el primer paso.
El primer día lo dediqué a dormir la mona en el avión. Las auxiliares de
vuelo y los capullos trajeados me miraban mal, pero me importaba un pimiento.
No significan nada para mí. Cogí un taxi a casa de mi madre y casi estrangulo
al conductor. ¿Cómo se atreve a sablearme así por una carrera de quince
kilómetros?
Mi madre se quedó de piedra pero se alegró de verme. Lloró un par de
minutos pero dejó de hacerlo en cuanto apareció Mike. Por lo visto, han
empezado a llevar las cosas de mi madre a su casa y ella tiene pensado vender
la suya. No me supone ningún problema porque detesto la casa. Está llena de
recuerdos del borracho inconsciente de mi padre.
Es agradable poder pensar esas cosas sin la influencia de Pau. Si ella
estuviera aquí, me sentiría un poco culpable por ser maleducado con mi madre y
su novio.
Por suerte, no está aquí.
El segundo día fue agotador. Me pasé la tarde oyendo a mi madre hablar
sobre sus planes para el verano y evitando responderle cuando me preguntaba por
qué había vuelto a casa. Le repetí que, si quisiera hablarlo, ya lo habría
hecho. He venido a estar tranquilo, y lo único que he conseguido es que no
paren de molestarme. A las ocho me aposenté en el pub que hay al final de la
calle. Una morena buenísima con los ojos del mismo color que los de Pau me
sonrió y me invitó a una copa. La rechacé casi con educación; creo que fui tan
amable por el color de sus ojos. Cuanto más los miraba, más distintos me
parecían de los de Pau. Los de esta chica estaban apagados y carentes de vida.
Los ojos de Pau son del gris más fascinante del mundo. Si uno no se fija bien,
parecen azules. Tiene unos ojos muy bonitos. «¿Qué coño hago en un pub pensando
en globos oculares? —me dije de pronto—. Mierda...»
Vi la cara de decepción de mi madre cuando entré tambaleándome por la
puerta a las dos de la madrugada pero hice lo posible por ignorarla y musité
una disculpa de mierda antes de obligarme a subir la escalera.
Empezó el tercer día. Pau me venía a la cabeza cuando menos lo esperaba.
Mientras veía a mi madre fregar los platos me acordaba de Pau, que siempre está
cargando el lavavajillas porque no soporta ver un solo plato en el fregadero.
—Nos vamos a la feria, ¿te apetece venir? —me preguntó mi madre.
—No.
— Pedro, por favor, has venido de visita y apenas me has dicho dos palabras o
has pasado cinco minutos conmigo —replicó ella.
—No, mamá.
—Sé por qué has venido —repuso con ternura.
Dejé la taza encima de la mesa de golpe y me fui de la cocina.
Sabía que adivinaría que estaba huyendo de algo, escondiéndome de la
realidad. No sé qué clase de realidad me espera sin Pau, pero no me siento
preparado para lidiar con la mierda, ¿por qué tiene que darme la lata? Si Pau
no quiere estar conmigo, que le den. No la necesito. Estoy mejor solo, que es
lo que siempre había querido.
Al cabo de pocos segundos sonó mi móvil pero ignoré la llamada en cuanto vi
el nombre de Pau en la pantalla. «¿Para qué me llama? —me dije—. Para decirme
que me odia o que quite su nombre del contrato de alquiler, seguro.»
«Mierda, Pedro, ¿por qué lo has hecho?», me lamenté después una y otra vez.
No tenía una buena respuesta.
El cuarto día empezó de la peor forma posible.
—¡ Pedro, sube a tu cuarto! —me ruega.
No, no, no. Otra vez no. Uno de los hombres le cruza la cara de un bofetón
y ella mira la escalera. Sus ojos encuentran los míos y grito. Pau.
—¡ Pedro! ¡ Pedro, despierta! ¡Despierta, por favor! —oí que gritaba mi madre entonces
mientras me agarraba por los hombros hasta que abrí los ojos.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Pau? —balbuceé bañado en sudor.
—No está aquí, Pedro.
—Pero la estaban...
Tardé un momento en despertarme del todo y en darme cuenta de que sólo era
una pesadilla. La misma pesadilla de toda la vida, sólo que esta vez era mucho
peor. En vez de a mi madre, veía a Pau.
—Ya, ya está... Ya ha pasado todo. Sólo ha sido un mal sueño. —Mi madre
lloraba e intentaba abrazarme, pero la aparté con suavidad.
—No, estoy bien —le aseguré, y le dije que me dejara en paz.
Me pasé la noche en vela intentando borrar la imagen de mi cabeza pero me
resultó imposible.
El cuarto día continuó igual de mal que había empezado. Mi madre me ignoró
durante la mayor parte del tiempo. Creía que eso era lo que quería, pero
resultó que entonces me sentí... solo. Comencé a echar de menos a Pau. No
dejaba de volverme para hablar con ella, de esperar a que dijera algo que me
hiciera sonreír. Quería llamarla y estuve a punto de pulsar el botón verde un
millón de veces, pero no lo hice. No puedo darle lo que quiere, y eso para ella
es inaceptable. Esto es lo mejor. Me pasé la tarde mirando cuánto me costaría
traer mis cosas de vuelta a Inglaterra. Acabaré viviendo aquí, así que no
pierdo nada por adelantarlo.
No habría funcionado. Siempre supe que lo nuestro no iba a durar. Era
imposible. No hay manera de que pudiéramos estar juntos para siempre. Ella es
demasiado buena para mí y lo sé. Todo el mundo lo sabe. Veo cómo la gente se
vuelve para mirarnos cuando salimos, y sé que se preguntan qué hace una chica
tan guapa con alguien como yo.
Permanecí durante horas mirando la pantalla del móvil mientras me trincaba
media botella de whisky antes de apagar las luces y quedarme dormido. Me
pareció que el teléfono vibraba sobre la mesilla de noche, pero estaba demasiado
borracho para incorporarme y contestar. La pesadilla se repitió. Esta vez era
el camisón de Pau el que estaba empapado de sangre y ella me gritaba que me
fuera, que la dejara en ese sofá.
El quinto día me despertó la luz roja del móvil, que indicaba que había
vuelto a perder una de sus llamadas, sólo que esta vez no lo había hecho a
propósito. El quinto día fue cuando vi su nombre en la pantalla y luego una
foto suya tras otra. ¿Cuándo se las hice? No me había dado cuenta de la
cantidad de fotos que le he hecho sin que se diera cuenta.
Mientras miraba las fotos me acordaba de su voz. Nunca me ha gustado el
acento americano, me aburre mortalmente y me parece molesto, pero la voz de Pau
es perfecta. Su acento es perfecto, y podría pasarme el día oyéndola hablar.
¿Volveré a oír su voz?
«Ésta es mi favorita», pensé por lo menos diez veces mientras miraba las
fotos. Al final me decidí por una en la que está tumbada boca abajo en la cama,
con las piernas cruzadas en el aire y el pelo suelto recogido hacia un lado.
Tiene la barbilla apoyada en una mano y la boca entreabierta mientras devora
las palabras que aparecen en la pantalla de su libro electrónico. Le hice la
foto el instante en que me pilló mirándola, en el momento justo en que esa
sonrisa, la sonrisa más maravillosa del mundo, apareció en su cara. Parecía muy
contenta de verme. ¿Siempre... siempre me ha mirado con esos ojos?
Ese día, el quinto día, fue cuando empecé a sentir la opresión en el pecho.
Un recordatorio constante de lo que había hecho y de lo que seguramente había
perdido. Debería haberla llamado ese día mientras miraba sus fotos. ¿Estará
ella mirando fotos mías? Que yo sepa, sólo tiene una, y de repente desearía
haber dejado que me hiciera más. El quinto día fue cuando arrojé el móvil contra
la pared con la esperanza de hacerlo estallar, pero sólo conseguí rajarle la
pantalla. El quinto día fue cuando empecé a desear desesperadamente que me
llamara porque entonces todo iría bien, todo iría bien. Los dos pediríamos
perdón y yo volvería a casa. Si me llamara ella, no me sentiría culpable por
volver a su vida. Me pregunté si Pau se estaría sintiendo igual que yo.
¿También se le hacía más duro cada día? ¿También le costaba más respirar cada
segundo que pasaba sin mí?
Ese día empecé a perder el apetito. No me apetecía comer. Echaba de menos
sus platos, incluso las comidas sencillas que preparaba para mí. Joder, echaba
de menos hasta verla comer. Echaba de menos cada maldito detalle de esa chica
desesperante de dulce mirada.
El quinto día fue cuando me desmoroné. Lloré como
un niño y ni siquiera me sentí mal por haberlo hecho. Lloré y lloré. No podía
parar. Lo intenté desesperadamente pero no me la quitaba de la cabeza. No me
dejaba en paz, se me aparecía una y otra vez, me decía que me quería y me
abrazaba y, cuando comprendía que sólo era fruto de mi imaginación, me echaba a
llorar otra vez.
El sexto día me desperté con los ojos rojos e hinchados. No me podía creer
la llorera de la noche anterior. La opresión en el pecho era mucho peor y
apenas podía abrir los ojos. ¿Por qué fui tan capullo? ¿Por qué seguí
tratándola como a una mierda? Es la primera persona que de verdad me ha visto,
que sabe cómo soy por dentro, cómo soy de verdad, y yo voy y la trato como a
una mierda. La culpé a ella de todo cuando en realidad todo era culpa mía.
Siempre ha sido mía, siempre, incluso cuando parecía que no estaba haciendo
nada malo.
Era grosero con ella cuando intentaba hablar conmigo. Le gritaba
cuando me pillaba haciendo una de las mías. Y le mentía sin parar. Me lo ha
perdonado siempre todo. Siempre podía contar con eso y tal vez por eso la
trataba así, porque sabía que podía. El sexto día aplasté el móvil bajo mis
pies. Me pasé medio día sin comer. Mi madre me preparó unas gachas de avena
pero, cuando intenté obligarme a comer, casi vomito. Llevaba sin ducharme desde
el tercer día y estaba hecho un asco. Traté de escuchar las cosas que mi madre
quería que le trajera de la tienda, pero no entendía nada. Sólo podía pensar en
Pau y en su necesidad de ir a Conner’s al menos cinco días a la semana.
Una vez Pau me dijo que yo la había destrozado. Ahora, sentado aquí,
mientras intento concentrarme, mientras trato de respirar, sé que se
equivocaba. Ella me ha destrozado a mí. Se me ha metido muy adentro y me ha
jodido la vida. He tardado años en levantar los muros, toda la vida, la verdad,
y va ella y los echa abajo y me deja rodeado de escombros.
— Pedro, ¿me has oído? Te he hecho una lista, por si acaso —dijo mi madre
poniéndome en la mano el papel de colores.
—Sí. —Mi voz era apenas un susurro.
—¿Seguro que puedes ir?
—Sí, seguro. —Me levanté y me metí la lista en los vaqueros sucios.
—Anoche te oí, Pedro. Si necesitas...
—Para, mamá. No insistas. —Casi me atraganto. Tenía la boca seca y me dolía
la garganta.
—Está bien. —Sus ojos estaban tristes.
Salí de casa y fui a la tienda que está al final de la calle.
La lista se componía de unos pocos artículos, pero no habría recordado uno
solo sin mirar el papel. Conseguí cogerlo todo: pan, mermelada, café en grano y
algo de fruta. Me rugía el estómago vacío al ver comida en los estantes. Cogí
una manzana y me obligué a comérmela. Sabía a carbón y notaba cómo los pequeños
pedazos caían en el fondo de mi estómago mientras le pagaba a la anciana de la
caja.
Salí de la tienda justo cuando empezaba a nevar. La nieve también me
recordó a Pau. Todo me recordaba a Pau. Me dolía la cabeza, un dolor que se
negaba a desaparecer. Me masajeé las sienes con la mano libre y crucé la calle.
—¿ Pedro? ¿ Pedro Alfonso? —oí entonces que me llamaba una voz desde el otro lado de la
calle. Imposible.
—¿Eres tú? —volvió a preguntar.
«Natalie.»
No podía estar pasando, pensaba mientras se acercaba a mí cargada con un
montón de bolsas de la compra.
—Eh... Hola —fue todo cuanto conseguí decir.
La cabeza me iba a cien y me sudaban las manos.
—Creía que te habías ido a vivir fuera.
Le brillaban los ojos, no eran los ojos sin vida que yo recordaba de cuando
me suplicaba llorando que la dejara quedarse en mi casa porque no tenía adónde
ir.
—Sí... He venido de visita —le dije, y ella dejó las bolsas en la acera.
—Qué bien —repuso con una sonrisa.
¿Cómo podía sonreírme después de lo que le había hecho?
—Sí... ¿Cómo estás? —me obligué a preguntarle a la chica a la que le
destrocé la vida.
—Bien, muy bien —dijo muy contenta mientras se pasaba las manos por la
barriga abultada.
«¿Y esa barriga? Ay, no. No, un momento...» Las fechas no cuadraban. Por un
instante, me llevé un buen susto.
—¿Estás embarazada? —le pregunté, esperando que así fuera porque, de lo
contrario, acababa de insultarla.
—De seis meses. ¡Y comprometida! —Volvió a sonreír y me mostró su pequeña
mano para que viera el anillo de oro.
—Anda.
—Sí, es curioso cómo son las cosas, ¿no te parece? —Se metió un mechón de
pelo detrás de la oreja y me miró a los ojos, rodeados de sendos anillos
violeta por la falta de sueño.
Su voz era tan dulce que me hacía sentir mil veces peor. No podía dejar de
recordar su cara cuando nos pilló a todos viéndola en la pequeña pantalla. Se
puso a gritar, a gritar a pleno pulmón, y se marchó. No fui detrás de ella,
claro está. Sólo me reí de ella, me reí de su dolor y de su humillación.
—Lo siento muchísimo —le dije.
Fue raro, extraño y necesario. Esperaba que me llamara de todo, que me
dijera que era un mierda, incluso que me pegara.
Lo que no me esperaba era que me abrazara y me dijera que me perdonaba.
—¿Cómo puedes perdonarme? Fui un cabrón y te arruiné la vida —le dije con
los ojos escocidos.
—No, no lo hiciste. Al principio, sí, pero al final todo salió bien
—repuso, y estuve a punto de vomitar en su jersey verde.
—¿Qué?
—Después de que..., ya sabes... No tenía adónde ir. Encontré una iglesia,
una iglesia nueva porque de la mía me expulsaron, y allí conocí a Elijah. —Se
le iluminó la cara sólo con decir su nombre—. Y aquí estamos pocos años
después, comprometidos y esperando un bebé. Todo sucede por una razón, supongo,
aunque suene un poco cursi... —añadió riendo.
Su risa me recordó que siempre fue una chica muy dulce. Sólo que a mí no me
importó una mierda y su bondad la convertía en una presa fácil.
—Un poco —repuse—, pero me alegro mucho de que hayas encontrado a alguien.
He pensado en ti últimamente..., ya sabes..., en lo que te hice, y me sentía
fatal. Sé que ahora eres feliz, pero eso no disculpa lo que te hice. Hasta que
conocí a Pau no... —Tuve que cerrar el pico. Una pequeña sonrisa se le dibujó
en los labios.
—¿Pau?
A punto estuve de desmayarme de dolor.
—Es... es... —tartamudeé.
—¿El qué? ¿Tu esposa? —Las palabras de Natalie metieron el dedo en la llaga
y buscó con la mirada un anillo en mis dedos.
—No, era... era mi novia.
—Anda, ¿ahora te van las relaciones? —dijo medio en broma. Notaba mi dolor,
seguro.
—No... Sólo con ella.
—Ya veo. Y ¿ya no es tu novia?
—No. —Me llevé los dedos al piercing del labio.
—Lamento mucho oírlo. Espero que al final todo te vaya igual de bien que me
ha ido a mí — repuso.
—Gracias. Enhorabuena por el compromiso y... por el bebé —le dije muy
incómodo.
—¡Gracias! Esperamos poder casarnos este verano.
—¿Tan pronto?
—Bueno, llevamos dos años prometidos —dijo entre risas.
—Vaya.
—Fue todo muy rápido —explicó.
Me sentí como un gilipollas mientras lo decía, pero aun así le pregunté:
—¿No sois un poco jóvenes?
Natalie sonrió.
—Tengo casi veintiún años, y esperar no tiene sentido. He tenido la suerte
de encontrar a la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida muy
joven. ¿Por qué perder el tiempo cuando sé qué es lo que quiero? Es un honor
que quiera hacerme su mujer, no existe mayor demostración de amor que ésa.
Mientras me lo explicaba, oía la voz de Pau en mi cabeza repitiendo esas
mismas palabras.
—Supongo que tienes razón —le dije, y ella sonrió.
—¡Mira, ahí está! He de irme. Estoy helada y embarazada, no es una buena
combinación.
Con una sonrisa, recogió las bolsas de la acera y saludó a un hombre
vestido con un suéter y unos caquis. La sonrisa de él al ver a su prometida
embarazada era tan deslumbrante que juraría que parecía como si el sol hubiera
salido en toda la gris y triste Inglaterra.
El séptimo día fue muy largo. Todos los días se me han hecho largos. No
dejaba de pensar en Natalie y en su perdón, que no podría haber llegado en
mejor momento. Sí, yo daba pena y ella lo sabía, pero estaba feliz y enamorada.
Y preñada. Después de todo, no le destrocé la vida como yo creía.
Gracias a Dios.
Me pasé el séptimo día en la cama. No podía ni subir las persianas. Mi
madre y Mike tenían planes y me quedé solo en casa, sumido en mi desgracia.
Cada día era peor que el anterior. Pensaba constantemente en qué estaría
haciendo Pau y con quién. ¿Estaría llorando? ¿Se sentiría sola? ¿Habría vuelto
a nuestro apartamento a buscarme? ¿Por qué no me había llamado?
Éste no es el dolor del que hablan las novelas. No es sólo un dolor mental,
es físico. Me duele el alma, es como si algo me estuviera descuartizando desde
dentro y no creo que pueda soportarlo. Nadie podría soportarlo.
Así es como Pau debe de sentirse cada vez que le hago daño. No me puedo
imaginar su frágil cuerpo soportando esta clase de dolor, pero por lo visto es
más fuerte de lo que parece. Ha de serlo para aguantarme. Su madre me dijo una
vez que si de verdad Pau me importaba, debía dejarla en paz, porque yo iba a
terminar por hacerle daño.
Tenía razón. Debería haberla dejado en paz cuando me lo dijo. Debería
haberla dejado en paz el primer día que entró en la habitación de la residencia.
Me prometí a mí mismo que antes muerto que volver a hacerle daño... Y aquí
estamos. Esto es la muerte; es peor que la muerte. Y mucho más doloroso. Debe
de serlo.
El octavo día me lo pasé empinando el codo. No podía parar. Después de cada
trago rezaba para que su cara desapareciera de mi mente, pero no había manera.
«No puedes seguir así, Pedro. No puedes. No puedes. De verdad que no puedes
seguir así.»
— Pedro... —La voz de Pau me da escalofríos—. Cariño... —dice.
Cuando la miro está sentada en el sofá de mi madre, con una sonrisa en los
labios y un libro en el regazo.
—Ven aquí, por favor —lloriquea cuando la puerta se abre y entra un grupo
de hombres.
«No.»
—Ahí está —dice el tipo bajito que me tortura en sueños todas las noches.
—¿ Pedro? —Pau se echa a llorar.
—¡Apartaos de ella! —les advierto a medida que la acorralan. No parece que
me oigan.
Le rasgan el camisón y la tiran al suelo. Unas manos sucias y arrugadas
suben y bajan por sus muslos y ella me llama entre sollozos.
—Por favor... Pedro, ayúdame. —Me mira pero estoy petrificado.
No puedo moverme y no puedo ayudarla. Me obligo a mirar mientras le pegan y
la violan hasta que está tumbada en el suelo, en silencio y cubierta de sangre.
Mi madre no me despertó. Nadie lo hizo. Tenía que verlo acabar, hasta el
final, y cuando desperté la realidad era mucho peor que cualquier pesadilla.
Hoy es el noveno día.
—¿Te has enterado de que Christian Vance se traslada a Seattle? —me
pregunta mi madre mientras aparto el cuenco de cereales que tengo delante.
—Sí.
—Qué emocionante, ¿verdad? Una nueva sucursal en Seattle.
—Supongo.
—Va a celebrarlo con una cena el domingo y cree que te gustaría asistir.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunto.
—Porque me lo dijo. Hablamos de vez en cuando. —Se sirve una segunda taza
de café.
—¿Por qué?
—Porque podemos. Acábate el desayuno —me regaña como si fuera un crío, pero
no tengo fuerzas para contestarle como se merece.
—No quiero ir —le digo, y me obligo a llevarme la cuchara a la boca.
—Es probable que no vuelvas a verlo en una temporada.
—¿Y? Tampoco es que ahora nos veamos a diario.
Me mira como si tuviera algo más que decir pero se reprime.
—¿Tienes una aspirina? —le pregunto.
Asiente y se va a buscarlas.
No quiero ir a una ridícula cena de despedida para celebrar que Christian y
Kimberly se mudan a Seattle. Estoy harto de que todo el mundo hable siempre de
Seattle, y sé que Pau irá a esa cena. El dolor que me produce la idea de verla
me aplasta y por poco me tira de la silla. Tengo que alejarme de ella, se lo
debo. Si puedo quedarme aquí unos cuantos días más, o unas semanas, ambos
podremos seguir con nuestras vidas. Ella encontrará a alguien como el prometido
de Natalie, alguien mucho mejor para ella que yo.
—Creo que deberías ir —repite mi madre mientras me trago la aspirina, aunque
sé que no va a servir de nada.
—No puedo ir, mamá..., aunque quisiera. Tendría que salir de aquí a primera
hora de la mañana y no estoy listo para marcharme.
—Quieres decir que no estás listo para enfrentarte a lo que dejaste
—repone.
No puedo soportarlo más. Hundo la cara entre las manos y dejo que el dolor
se adueñe de todo, que me ahogue. Le doy la bienvenida y espero que me mate.
— Pedro... —La voz de mi madre es dulce y reconfortante, y me abraza y
tiemblo contra su pecho.
se puso buenísima, pobre Pepe esta vez fue inocente
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