Pau
Landon nos ha estado explicando que, como el apartamento está muy cerca del campus, podrán ir a la facultad caminando. No será necesario coger el coche ni el metro todos los días.
—Me alegro de que no tengas que conducir en esa ciudad tan grande. ¡Menos mal! —dice Karen, apoyando una mano en el hombro de su hijo.
Él sacude la cabeza.
—Soy buen conductor, mamá, mejor que Pau —bromea.
—Oye, a mí no se me da mal. Mejor que a Pedro —señalo.
—Como si eso fuera difícil —dice él para picarme.
—No es tu manera de conducir lo que me preocupa. ¡Son esos malditos taxis! —explica Karen como una mamá gallina.
Cojo una galleta del plato que hay sobre la encimera de la cocina y miro hacia la puerta de nuevo. No he parado de observarla y de esperar a que Pedro regrese. Mi ira se ha transformado poco a poco en preocupación conforme han ido pasando los minutos.
—Bien, gracias por avisar. Nos vemos mañana —dice Ken por teléfono mientras se reúne con nosotros en la cocina.
—¿Quién era?
—Max. Pedro está en su cabaña con Lillian —dice, y se me cae el alma a los pies.
—¿Lillian? —pregunto sin poder evitarlo.
—Es la hija de Max; tiene más o menos tu edad.
¿Por qué iba a estar Pedro en la cabaña de los vecinos con su hija? ¿La conoce? ¿Ha salido con ella?
—Seguro que vuelve pronto.
Ken frunce el ceño y, cuando me mira, tengo la sensación de que no se había planteado mi reacción ante esa información antes de compartirla. El hecho de que parezca sentirse incómodo hace que yo me sienta más incómoda todavía.
—Ya —digo levantándome del taburete—. Creo que... me voy a ir a la cama —les anuncio, intentando mantener la compostura.
Siento cómo mi ira resurge, y necesito alejarme de ellos antes de que estalle.
—Te acompaño arriba —se ofrece Landon.
—No, estoy bien, de verdad. He madrugado mucho, todos lo hemos hecho, y se está haciendo tarde —le aseguro, y él asiente aunque sé que no ha colado.
Cuando llego a la escalera, oigo que dice:
—Es un idiota.
«Sí, Landon. Lo es.»
Cierro las puertas del balcón antes de acercarme al armario para ponerme el pijama. No paro de darle vueltas a la cabeza y no consigo centrarme en la ropa. Nada me parece un buen sustituto de la ropa usada de Pedro, y me niego a ponerme la camiseta blanca que descansa sobre el brazo de la silla. Tengo que ser capaz de dormir con mi propia ropa.
Después de rebuscar en los cajones, me doy por vencida, decido quedarme con los shorts y la sudadera que llevo puestos y me tumbo en la cama.
¿Quién es esa chica misteriosa con la que está Pedro? Curiosamente, estoy más cabreada por lo de mi apartamento en Seattle que por ella. Si quiere hacer peligrar nuestra relación poniéndome los cuernos, es cosa suya. Sí, acabaría destrozando lo poco que queda intacto en mí, y no creo que pudiera recuperarme jamás, pero no voy a centrarme en eso.
La verdad es que no me lo imagino. No me lo imagino engañándome. A pesar de todo lo
que ha hecho en el pasado, no lo veo. No después de leer su carta y de cuánto ha suplicado que lo perdonara. Sí, es controlador, demasiado controlador, y no sabe cuándo dejar de interferir en mi vida, pero en el fondo sus intenciones son mantenerme a su lado, no escapar de mí, como lo sería ponerme los cuernos.
Mi resentimiento hacia él no ha menguado. Ni siquiera después de pasarme una hora mirando al techo y contando las vigas de madera teñida que sostienen la inclinada superficie.
No sé si estoy preparada para hablar con él aún, pero sé que no podré dormirme hasta que lo oiga regresar. Cuanto más tiempo pasa fuera, más intensos se vuelven los celos en mi pecho. No puedo evitar pensar en su doble moral. Si fuese yo la que estuviera por ahí con un tío, Pedro se volvería loco y seguramente intentaría quemar el bosque que rodea este lugar. Quiero reírme ante la absurda idea, pero no me sale. En lugar de hacerlo, cierro los ojos y rezo para quedarme dormida.
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