Divina

Divina

domingo, 29 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 22


Pau

—¡Wisconsin! —dice Karen en voz alta dando palmas y señalando una camioneta que nos adelanta.

No puedo evitar echarme a reír al ver la expresión horrorizada de Pedro.

—¡Hostia! —resopla echando la cabeza hacia atrás.

—¿Quieres parar? Se está divirtiendo —lo regaño.

—¡Texas! —exclama Landon.

—Abre la puerta, que quiero saltar —añade Pedro.

—Qué exagerado —me burlo y lo miro—. ¿Qué tiene de malo que le guste jugar a divisar matrículas? Deberías entenderlo, a ti y a tus amigos os encantan los juegos tontos, como Verdad o desafío.

Antes de que Pedro me suelte una de sus perlas, Karen exclama:

—¡Nos hace mucha ilusión enseñaros el barco y la cabaña!

La miro.

—¿La cabaña?

—Sí, tenemos una pequeña cabaña junto al agua. Creo que te gustará, Pau —dice ella.

Qué alivio no tener que dormir en el barco, que era lo que me temía.

—Espero que haga bueno. Hace un tiempo fantástico para ser febrero. En verano es aún mejor. Tal vez podamos volver a ir todos juntos... —señala Ken mirando por el retrovisor.

Pedro pone los ojos en blanco. Por lo visto, va a comportarse como un niño maleducado durante todo el trayecto.

—¿Todo listo para Seattle, Pau? —pregunta Ken—. Ayer hablé con Christian, está deseando que llegues a las nuevas oficinas.

Sé que Pedro me está mirando, pero eso no va a detenerme.

—Mi plan es hacer las maletas a nuestro regreso, pero ya me he matriculado en mi nueva universidad —le contesto.

—Esa universidad no es nada comparada con la mía —se burla Ken, y Karen se ríe—. No, ahora en serio, es una buena universidad. Avísame si tienes cualquier problema.
Sonrío, contenta por contar con su apoyo.

—Gracias. Lo haré.

—Ahora que lo pienso —continúa—. La semana que viene se incorpora un nuevo profesor de Seattle. Va a sustituir a uno de nuestros profesores de religión.

—¿A cuál? —pregunta Landon mirándome con una ceja enarcada.

—A Soto, el profesor joven. —Ken vuelve a mirar por el retrovisor—. Os da clase, ¿no es así?

—Sí —contesta Landon.

—No recuerdo adónde se iba, pero ha pedido el traslado —dice Ken.

—Mejor —comenta Landon por lo bajo, pero lo oigo y le sonrío.

Ni a él ni a mí nos gustan el estilo y la falta de rigor académico del profesor Soto, aunque estaba disfrutando con el diario que nos hacía escribir.
La voz de Karen es muy dulce y se desliza entre mis pensamientos cuando dice:

—¿Ya habéis encontrado apartamento?

—No. Había encontrado uno, o eso creía, pero parece que la mujer ha desaparecido de la faz de la tierra. Era perfecto: entraba en mi presupuesto y estaba cerca de la oficina —le digo.

Pedro se tensa un poco a mi lado y quiero añadir que no va a mudarse conmigo a Seattle, pero espero que este viaje sirva para hacerle cambiar de opinión, así que no digo nada.

—Pau, tengo algunos amigos en Seattle. Puedo preguntar y ver si te encuentro un apartamento de aquí al lunes, si quieres —se ofrece Ken.

—No —contesta Pedro al instante.

Lo miro.

—Eso sería fantástico —digo yo, y observo a Ken a través del retrovisor—. De lo contrario, tendré que gastarme una fortuna en hoteles hasta que encuentre apartamento.
Pedro hace un gesto con la mano para rechazar la oferta de su padre.

—No será necesario. Estoy seguro de que Sandra te llamará.

«Qué raro», pienso, y me quedo mirándolo.

—¿Cómo es que sabes su nombre? —le pregunto.

—¿Qué? —Parpadea un par de veces—. Porque sólo me lo has repetido unas mil veces.

—Ah —digo, y me da un apretón en el muslo con la mano.

—Bueno, si quieres que haga algunas llamadas, sólo tienes que decírmelo —Ken reitera su oferta.

Tras otros veinte minutos, más o menos, Karen se vuelve hacia nosotros con expresión radiante.

—¿Y si jugamos a Veo, veo?

Landon sonríe de oreja a oreja.

—Eso, Pedro. ¿Y si jugamos a Veo, veo?

Pedro se acurruca a mi lado, apoya la cabeza en mi hombro y me abraza.

—Parece la monda lironda, pero es hora de la siesta —replica—. Seguro que a Landon y a Pau les apetece jugar.

A pesar de que se está burlando del juego, sus gestos de afecto en público me reconfortan y me hacen sonreír. Recuerdo cuando sólo me cogía de la mano por debajo de la mesa mientras cenábamos en casa de su padre. Ahora no le da ningún reparo abrazarme delante de su familia.

—¡Vale! ¡Yo primero! —dice Karen—. Veo, veo... una cosa... ¡azul! —chilla.

Pedro se ríe con la cara escondida en mi hombro.

—La camisa de Ken —susurra, y se acurruca un poco más.

—¿La pantalla del navegador? —pregunta Landon.

—No.

—¿La camisa de Ken? —me aventuro a decir.

—¡Sí! Te toca, Pau.

Pedro me pellizca el brazo pero yo sólo veo la sonrisa de Karen. Se lo está pasando excesivamente bien con estos juegos tan tontos, pero es demasiado dulce como para no darle el gusto.

—Vale. Veo, veo... una cosa... —miro a Pedro — negra.

—¡El alma de Pedro! —grita Landon, y me parto de risa.

Él abre un ojo y le hace un corte de mangas a su hermanastro.

—¡Has acertado! —exclamo muerta de risa.

No le hacemos ni caso y jugamos un poco más hasta que la respiración de Pedro se hace más profunda y empieza a roncar en mi cuello. Dice algo en sueños, se desliza hacia abajo y recuesta la cabeza en mi regazo sin soltarme la cintura. Landon sigue su ejemplo y se tumba en el asiento; no tarda en dormirse. Incluso Karen se toma un descanso y acaba dando cabezadas.

Disfruto del silencio mientras miro el paisaje por la ventanilla.

—Ya estamos llegando, sólo nos faltan unos pocos kilómetros —dice Ken hablando solo.

Asiento y paso los dedos por el pelo suave de Pedro. Mueve los párpados al recibir mis caricias pero no se despierta. Con los dedos, recorro su espalda muy despacio, disfrutando de poder verlo dormir en paz, abrazado a mí.

Giramos al llegar a una calle pequeña bordeada de grandes pinos. En silencio, miro por la ventanilla.
Doblamos una esquina y de repente estamos ante la costa. Es preciosa.
Las aguas azules y resplandecientes bañan la orilla y crean un contraste espectacular. 

Aunque la hierba está marrón y seca debido al frío invierno de Washington. No puedo ni imaginar lo bonito que debe de ser esto en verano.

—Ya hemos llegado —dice Ken aparcando en un largo camino de grava.

Miro por el parabrisas y veo una enorme cabaña de madera. Está claro que los Alfonso y yo tenemos una idea muy distinta de lo que es «una pequeña cabaña». La que estoy viendo tiene dos pisos, está construida con madera oscura de cerezo y un porche pintado de blanco rodea la planta baja.

—Despierta, Pedro. —Con el índice, le acaricio la mandíbula.

Parpadea, confuso por un instante. Luego se sienta y se frota los ojos con los nudillos.

—Cariño, ya estamos aquí —le dice Ken a su mujer, y ella levanta la cabeza, seguida de su hijo.

Pedro lleva nuestras maletas adentro, todavía un poco aturdido. Ken le enseña nuestra habitación.

Yo sigo a Karen a la cocina mientras Landon lleva sus cosas a su cuarto.
El techo al estilo de las catedrales de la sala de estar se repite, en pequeño, en la cocina. Tardo un momento en descubrir qué tiene de especial esta habitación, y entonces me doy cuenta de que es una versión en miniatura de la cocina de la casa de los Alfonso.

—Es preciosa —le digo a Karen—. Muchas gracias por habernos invitado.

—Gracias, cielo. Es muy agradable tener compañía. —Sonríe y abre la nevera—. Nos encanta que hayáis venido. Nunca pensé que Pedro se apuntaría a un viaje en familia. Sé que sólo son unos días, pero significa mucho para Ken —dice en voz baja para que sólo yo pueda oírla.

—Yo también me alegro de haber venido. Creo que me lo voy a pasar bien. —Lo digo con la esperanza de que, al pronunciarlo en voz alta, se haga realidad.
Karen se vuelve y me coge la mano con afecto.

—Te echaremos de menos cuando te vayas a Seattle. No he pasado mucho tiempo con Pedro, pero también lo echaré de menos a él.

—Vendré a visitaros. Seattle sólo está a un par de horas —le aseguro, e intento convencerme a mí misma.

Yo también voy a echarlos de menos a ella y a Ken. Y ni siquiera puedo pensar en el traslado de

Landon. Aunque yo me mudaré a Seattle antes de que él se vaya a vivir a Nueva York, no estoy lista para tenerlo tan lejos. Al menos, Seattle se encuentra en el mismo estado. Pero Nueva York está muy muy lejos.

—Eso espero. Ahora que Landon también se va, no sé qué será de mí. He sido madre durante casi veinte años... —Empieza a llorar—. Perdona, es que estoy muy orgullosa de él. —Se seca las lágrimas con los dedos y consigue no derramar más. Mira la cocina, a un lado y a otro, deseando encontrar una tarea con la que mantenerse ocupada y dejar de sentirse así—. ¿Y si vais los tres a la tienda que hay al final de la calle mientras Ken prepara el barco?

—Hecho —digo mientras los tres hombres entran en la cocina.

Pedro se coloca detrás de mí.

—Te he dejado las maletas en la cama para que las deshagas. Sé que yo lo haría mal.

—Gracias —le digo encantada de que ni siquiera lo haya intentado. Le gusta meter las cosas al tuntún en los cajones de la cómoda y me saca de quicio—. Le he dicho a Karen que iríamos a la tienda mientras tu padre prepara el barco.

—Vale. —Se encoge de hombros.

—Tú te vienes con nosotros —le digo a Landon, que asiente.

—Landon sabe dónde está. Es justo al final de la calle. Podéis ir andando o coger el coche, las llaves están colgadas junto a la puerta —nos dice Ken al salir.

Hace buen tiempo y, como brilla el sol, parece que hace más calor que de costumbre en esta época del año. El cielo está azul celeste. Puedo oír el sonido de las olas que rompen en la orilla y oler el salitre en el aire cada vez que inspiro. Decidimos ir a la pequeña tienda del final de la calle a pie. Voy cómoda con vaqueros y una camiseta de manga corta.

—Este sitio es increíble, es como si estuviéramos en nuestro propio mundo —les digo a Pedro y a Landon.

—Estamos en nuestro mundo. A nadie se le ocurre venir a la playa en febrero —comenta Pedro.

—A mí me encanta —digo pasando de su actitud.

Landon mira a Pedro, que va dando patadas a las piedras de la calle de grava.

—Dakota tiene una audición para una pequeña obra esta semana.

—¿En serio? —le digo—. ¡Es genial!

—Sí, está muy nerviosa. Espero que le den el papel.

—¿No acaba de empezar a estudiar? ¿Por qué iban a darle el papel a una aficionada? —dice Pedro tan tranquilo.

Pedro...

—Le darían el papel porque, aunque sea una aficionada, es una bailarina de primera y lleva toda la vida estudiando ballet —contraataca Landon.

Pedro levanta las manos.

—No te enfades, sólo preguntaba.

Pero Landon defiende a su novia:

—Pues ahórratelo. Tiene mucho talento y le van a dar el papel.

Pedro pone los ojos en blanco.

—Lo que tú digas... Joder...

—Es muy bonito que la apoyes al cien por cien. —Le sonrío a Landon, intentando poner fin a la tensión que se palpa entre Pedro y él.

—Siempre tendrá mi apoyo, haga lo que haga. Por eso me voy a vivir a Nueva York. —Mira a Pedro y él aprieta los dientes.

—¿Nos vamos a pasar así todo el viaje? ¿Os habéis confabulado para darme la brasa? Yo paso. Para empezar, ni siquiera me apetecía venir —espeta.

Dejamos de andar y Landon y yo lo miramos. Estoy pensando en cómo apaciguar a Pedro cuando, de repente, su hermanastro le dice:

—Pues no haber venido. Lo pasamos mucho mejor sin ti y tu actitud de amargado.

Abro unos ojos como platos al oírlo hablar así y siento la necesidad de defender a Pedro, pero me callo. Además, Landon tiene razón en casi todo. Pedro no debería tener como objetivo fastidiarnos el viaje con su malhumor simplemente porque sí.

—¿Perdona? Eres tú quien se ha puesto chulo cuando te he dicho que tu novia era una aficionada.

—No, llevas insoportable desde que has subido al coche —replica Landon.

—Sí, porque tu madre no paraba de cantar todas las canciones de la radio y de chillar nombres de estados. — Pedro sube la voz todo lo que puede—. Cuando yo sólo quería disfrutar del paisaje.

Me interpongo entre ambos cuando veo que Pedro intenta abalanzarse sobre Landon. Landon respira hondo y lo mira fijamente, desafiante.

—¡Mi madre sólo estaba intentando que lo pasáramos bien!

—Pues entonces debería haber...

—¡Chicos, parad ya! No podéis pasaros todo el viaje como el perro y el gato. Esto es insoportable. Dejadlo estar, por favor —les suplico. No quiero tener que ponerme de parte de mi novio o de mi mejor amigo.

Se miran fijamente unos segundos más. Qué tensión. Casi me entra la risa al pensar que se comportan como hermanos, a pesar de que intentan no serlo con todas sus fuerzas.

—Está bien —dice Landon con un suspiro.

—Vale —bufa Pedro.

El resto del paseo transcurre en silencio. Lo único que se oye es la bota de Pedro al golpear las piedras y el suave tarareo de Landon. La calma después de la tormenta... O la de antes.
O puede que la de entre tormenta y tormenta.

—¿Qué vas a ponerte para subir al barco? —le pregunto a Landon cuando caminamos por el sendero que conduce a la cabaña.

—Unos pantalones cortos, creo. Ahora hace calor, pero puede que me ponga un chándal.

—Ah.

Ojalá hiciera más calor, así podría ponerme un bañador. Ni siquiera tengo uno, pero la idea de ir a comprarlo con Pedro me hace sonreír.

Ya me lo imagino, diciéndome guarradas. Seguro que acabaría metido conmigo en el probador.

Y no creo que yo se lo impidiera.

Tengo que dejar de pensar en esas cosas, sobre todo cuando Landon me está hablando del tiempo y, como mínimo, tendría que fingir interés.

—El barco es una pasada. Es enorme —dice.

—Vaya... —Tuerzo el gesto. Se acerca el paseo en barco y empiezo a ponerme nerviosa.
Landon y yo vamos a la cocina a guardar la compra y Pedro se mete en nuestra habitación sin decir ni una palabra.

Landon mira de reojo para ver si su hermanastro ha desaparecido.

—No le gusta nada hablar de Seattle. ¿Todavía no se ha decidido a irse contigo?

Miro a un lado y a otro para asegurarme de que no nos oye nadie.

—No, no exactamente —digo, y me muerdo el labio inferior avergonzada.

—No lo entiendo —añade él vaciando las bolsas—. ¿Qué tiene Seattle que sea tan horrible como para no irse contigo? ¿Forma parte de su oscuro pasado?

—No... Bueno, no que yo sepa... —empiezo a decir. Pero entonces me viene a la cabeza la carta de Pedro. No recuerdo que mencionara ninguna de las penalidades que pasó en Seattle. ¿Es posible que las omitiera?

No creo. Espero que no. No estoy preparada para más sorpresas.

—Debe de haber un motivo, porque ni siquiera es capaz de ir al cuarto de baño sin ti, así que no me cabe en la cabeza que vaya a dejar que te marches sola. Creía que haría cualquier cosa para retenerte, y quiero decir «cualquier cosa» —enfatiza Landon.

—Pues ya somos dos. —Suspiro; no entiendo por qué tiene que ser tan cabezota—. Y sí que es capaz de ir al baño sin mí. A veces —bromeo.

Landon se ríe conmigo.

—Casi nunca. Seguro que ha instalado una cámara oculta en tu camiseta para no perderte de vista.

—Las cámaras no son lo mío, me van más los dispositivos de rastreo.

Doy un brinco al oír la voz de Pedro y lo veo apoyado en el umbral de la puerta de la cocina.

—Gracias por darme la razón —dice Landon, pero él se echa a reír y menea la cabeza.
Afortunadamente, parece que está de mejor humor.

—¿Dónde está el barco? Me aburre oíros despotricar sobre mí.

—Era una broma —le digo, y me acerco a darle un abrazo.


—No pasa nada. Yo hago lo mismo a vuestras espaldas —replica en tono de burla, aunque detecto una pizca de seriedad tras sus palabras.

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