Pedro
Escucho ese mensaje por quinta vez mientras camino por la acera del campus. Suena tan angustiada... Aunque parezca retorcido, en cierto modo me alegro de escucharlo y de percibir el dolor y la absoluta tristeza de su voz mientras llora en mi oído. Quería saber si se sentía tan desgraciada sin mí como yo sin ella, y aquí tengo la prueba de que sí. Sé que la he perdonado muy pronto por besarse con ese capullo, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
No puedo vivir sin ella, y ambos hemos cometido muchos errores, no sólo Pau.
Además, esto es culpa mía, él sabía lo vulnerable que sería cuando rompimos. Sé que lo sabía. Y la vio llorar y demás, y no se le ocurrió otra cosa que besarla una semana después de que me dejara.
¿Qué clase de cabrón asqueroso hace eso?
Se aprovechó de ella, de mi Pau, y no pienso dejarlo pasar. Se cree muy listo y piensa que va a irse de rositas, pero no pienso consentirlo.
—¿Dónde está Zed Evans? —le pregunto a una rubia bajita que está sentada junto a un árbol en la Facultad de Ciencias Medioambientales.
¿Por qué cojones hay árboles gigantes en el vestíbulo de este estúpido edificio?
—En la sala de plantas, la número 218 —me informa con voz temblorosa.
Por fin llego a la sala con la placa «218» y abro la puerta antes de pararme a pensar en la promesa que le he hecho a Pau. No pensaba dejarlo estar de ninguna de las maneras, pero después de oír lo angustiada que estaba la noche que estuvo con Zed, ha empeorado todavía más la situación para él.
La sala está llena de hileras de plantas. ¿Quién querría dedicarse a esta mierda todo el día?
—¿Qué haces aquí? —lo oigo decir antes de verlo.
Está de pie junto a una caja grande o algo parecido; cuando se asoma, avanzo hacia él.
—No te hagas el tonto, sabes perfectamente lo que hago aquí.
Sonríe.
—No, me temo que no tengo ni idea. El estudio de la botánica no requiere poderes psíquicos —se burla de mí con esas estúpidas gafas en la cabeza.
—¿Cómo puedes haber sido tan capullo?
—¿Respecto a qué?
—A Pau.
—Yo no soy el capullo. Eres tú el que la trata como una mierda, así que no te cabrees si viene corriendo a mí por tu culpa.
—¿Cómo se te ocurre ser tan idiota de meterte con algo que es mío?
Se aparta de la caja y recorre el pasillo que tengo al lado.
—Ella no es tuya. No es una posesión —me desafía.
Alargo los brazos por encima de las cajas de plantas, lo agarro del cuello y le estampo la cara contra la barrera de metal que nos separa. Oigo un fuerte crujido, así que ya sé lo que ha pasado. Pero cuando levanta la cabeza y grita: «¡Me has roto la nariz!» mientras forcejea para librarse de mí, he de admitir que la cantidad de sangre que empapa su rostro resulta un poco alarmante.
—Durante varios meses te advertí que te mantuvieras alejado de ella, y ¿qué haces tú? Besarla y meterla en tu puta cama.
Me dirijo al pasillo para ir a por él de nuevo. Se está cubriendo la nariz rota con la mano y la sangre roja inunda su rostro.
—Y yo te dije que me importaba una puta mierda lo que tú dijeras —ruge viniendo a mi encuentro —. ¡Me has roto la puta nariz! —grita otra vez.
Pau me va a matar.
Debería marcharme ya. Merece que le dé una buena paliza, otra vez, pero se va a poner furiosa cuando se entere.
—Tú me has hecho algo peor. ¡No paras de marear a mi novia! —le respondo.
—Pau no es tu novia, y eso no es nada comparado con todo lo que pienso marearla.
—¿Me estás amenazando?
—No lo sé, ¿tú qué crees?
Doy otro paso hacia él y me sorprende cargando contra mí. Su puño impacta contra mi mandíbula y me tambaleo hacia atrás hasta que tiro una caja de madera llena de plantas, que caen al suelo mientras me recupero. Ataca de nuevo con furia, pero esta vez bloqueo su golpe y me aparto a un lado.
—Pensabas que era un blandengue, ¿verdad? —Sonríe como un poseso y su boca ensangrentada avanza hacia mí—. Te creías muy duro, ¿no? —Se ríe y se detiene para escupir sangre sobre las baldosas blancas del suelo.
Lo agarro de la tela de su bata de laboratorio y lo empujo contra otra hilera de plantas, que caen al suelo al igual que nosotros. Me monto encima de él para asegurarme de que no tenga el control. Veo con el rabillo del ojo que levanta el brazo, pero para cuando me doy cuenta de lo que está pasando, me estampa una de las pequeñas macetas contra la sien.
Me quedo aturdido y parpadeo rápidamente para recuperar la visión. Soy más fuerte que él, pero por lo visto es mejor luchador de lo que me había dejado creer.
Sin embargo, por nada del mundo pienso permitirle que saque lo peor de mí.
—De todos modos, ya me la he follado —me suelta mientras lo agarro del pelo y le golpeo la cabeza contra el suelo. En estos momentos me importa una mierda si lo mato o no.
—¡No, no lo has hecho! —grito.
—Claro que sí. Qué cosa tan estrechita —me provoca con voz ahogada cuando tengo las manos todavía en su rostro.
Lo golpeo en la sien y él lanza un alarido. Por un breve momento considero agarrarlo de la nariz rota para causarle aún más dolor. Patalea frenéticamente debajo de mí para intentar levantar mi cuerpo del suyo. Imágenes de Zed tocando a Pau inundan mi mente y me llevan a un estado de furia que no había alcanzado jamás.
Se agarra a mis brazos intentando apartarme de nuevo de encima.
—No volverás a tocarla en la vida —digo, y lo cojo de la garganta—. Si crees que vas a arrebatármela, te equivocas.
Le aprieto el cuello con más fuerza. Su rostro ensangrentado se vuelve rojo. Intenta hablar, pero sólo oigo jadeos entrecortados en el aire.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —grita un hombre detrás de mí.
Cuando me vuelvo para mirar, Zed intenta agarrarme del cuello, pero eso no va a pasar. Un puñetazo en la mejilla basta para hacer que deje caer los brazos a los costados.
Una mano me agarra del brazo y me la quito de encima.
—¡Llamad a seguridad! —grita la voz, y yo me apresuro a quitarme de encima de Zed.
«Mierda.»
—No, no es necesario —digo, y me pongo de pie tambaleándome.
—¿Qué está pasando? ¡Sal de aquí! ¡Espera en la otra sala! —grita el hombre de mediana edad, pero yo no me muevo. Supongo que es un profesor.
«Mierda.»
—Ha entrado aquí y me ha atacado —dice Zed, y empieza a llorar. Empieza a llorar, literalmente.
Se cubre con la mano la nariz hinchada y torcida mientras se pone de pie. Tiene la cara ensangrentada y la bata blanca llena de manchas rojas. Su sonrisa de superioridad ha desaparecido.
—¡Ponte cara a la pared hasta que llegue la policía! ¡Lo digo en serio! ¡No te muevas ni un milímetro! —ordena con aire autoritario el hombre, señalándome.
Mierda, va a venir la policía del campus. Estoy jodido. ¿Por qué coño he tenido que venir aquí?
Prometí que me mantendría alejado de él si Pau también lo hacía.
Y ahora que he roto otra de mis promesas, ¿romperá ella la suya?
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