Pau
Nueve días.
Llevo nueve días sin saber nada de Pedro. Creía que me sería imposible
vivir un solo día sin hablar con él y ya llevo nueve. Aunque me han parecido
cien, para ser sincera, cada hora que pasa duele un poquito menos que la
anterior. No ha sido en absoluto fácil. Ken llamó al señor Vance para que me
diera el resto de la semana libre; total, sólo iba a perder un día.
Sé que me marché yo, pero me está matando que ni siquiera haya intentado
llamarme. Siempre he aportado yo más a la relación, y ésta era su oportunidad
para demostrarme lo que de verdad siente. Imagino que eso es justo lo que está
haciendo, lo que pasa es que lo que siente es precisamente lo contrario de lo
que yo deseaba con desesperación. De lo que yo necesitaba con desesperación.
Sé que Pedro me quiere, lo sé. No obstante, también sé que, si me quisiera
tanto como yo creía, a estas alturas ya me lo habría demostrado. Dijo que no
iba a dejarlo estar, pero lo ha hecho. Lo ha dejado estar y me ha dejado
marchar. Lo que más me asusta es que la primera semana parecía un fantasma.
Estaba perdida sin Pedro. Perdida sin sus ingeniosos comentarios. Perdida sin
su forma de dibujar círculos en mi mano, sin los besos que me daba porque sí,
sin su modo de sonreírme cuando creía que no lo estaba mirando. No quiero estar
perdida sin él, quiero ser fuerte. Empiezo a sospechar que siempre estaré sola,
por exagerado que parezca. Con Noah no era feliz, pero entre Pedro y yo tampoco
ha funcionado la cosa. A lo mejor soy como mi madre y me va mejor cuando estoy
sola.
No quería que acabáramos así, cortando por lo sano. Quería que lo
hablásemos todo, quería que me contestara a las llamadas y que pudiéramos
llegar a un acuerdo. Sólo necesitaba tiempo para pensar, un tiempo sin él para
que aprendiera que no soy un felpudo. El tiro me ha salido por la culata porque
es evidente que no le importo tanto como suponía. Puede que éste fuera su plan
desde el principio: hacer que yo rompiera con él. Conozco a un par de chicas
que pasaron por lo mismo con sus novios.
El primer día esperaba que me llamara, que me escribiera o, siendo Pedro,
que echara la puerta abajo gritando a pleno pulmón y montara una escena
mientras su familia y yo estábamos sentados en silencio en el comedor, sin
saber qué decirme. Pero no pasó y yo me vine abajo. No me eché a llorar en un
rincón ni me hundí en la autocompasión. Quiero decir que me vine abajo, que me
perdí a mí misma. Vivía cada segundo esperando que Pedro volviera con el rabo
entre las piernas para pedirme perdón. Ese día casi tiro la toalla. Estuve a
punto de volver al apartamento. Estaba dispuesta a mandar al diablo el
matrimonio y a decirle que no me importa que me mienta a diario, ni que me
falte al respeto, con tal de que no me deje nunca. Menos mal que se me pasó y
logré salvar un poco del respeto que me debo a mí misma.
El tercer día fue el peor. Fue cuando lo comprendí todo. Fue cuando empecé
a hablar después de haberme pasado tres días sin abrir la boca, a excepción de
algún sí o no a Landon o a Karen cuando los pobres intentaban darme
conversación. Lo único que hacía era llorar y balbucear que mi vida habría sido
mejor y mucho más sencilla si no lo hubiera conocido. No me lo creo ni yo. El
tercer día fue cuando por fin me miré al espejo con la cara sucia y amoratada,
con los ojos tan hinchados que apenas si podía abrirlos. Fue cuando me tiré al
suelo y le recé a Dios para que hiciera desaparecer el dolor. Le dije que nadie
podía soportar un dolor semejante, ni siquiera yo. El tercer día fue cuando no
puede evitar llamarlo. Me dije que si me cogía el teléfono lo solucionaríamos,
llegaríamos a un acuerdo, nos pediríamos perdón y nos prometeríamos que no
íbamos a romper nunca más. Pero saltó el buzón de voz a los dos segundos,
prueba de que rechazó mi llamada.
El cuarto día volví a descarriarme y lo llamé otra vez. Esta vez tuvo el
detalle de dejar que sonara hasta que saltó el buzón de voz, en vez de pulsar
el botón «Ignorar». Fue cuando me di cuenta de que lo quiero mucho más que él a
mí. El cuarto día no salí de la cama y estuve recordando las pocas veces que me
había dicho lo que sentía por mí. Comencé a darme cuenta de que casi toda
nuestra relación y lo que yo creía que sentía por mí no eran más que...
imaginaciones mías. Comencé a darme cuenta de que, mientras yo me dedicaba a
pensar que podíamos conseguirlo, que podíamos hacer que funcionara para
siempre, él no pensaba en mí en absoluto.
Ése fue el día en que decidí unirme a las filas de los jóvenes normales y
le pedí a Landon que me enseñara a descargarme música en el móvil. Fue empezar
y no poder parar. Me pasé veinticuatro horas sin quitarme los auriculares y
escuchando más de cien canciones. La música ayuda mucho. El escuchar las penas
de otros me recuerda que no soy la única que lo pasa mal en la vida. No soy la
única que ha querido a alguien que no la quería lo suficiente para luchar por
ella.
El quinto día por fin me duché e intenté ir a clase. Fui a yoga, con los
dedos cruzados para poder soportar los recuerdos. Me sentía rara caminando en
un océano de universitarios felices. Gasté toda la energía que me quedaba en
rezar para no tropezarme con Pedro en el campus. Ya no tenía ganas de llamarlo.
Esa mañana conseguí beberme medio café y Landon me dijo que el color estaba
volviendo a mis mejillas. Pasé completamente desapercibida, que era justo lo
que quería. El profesor Soto nos mandó escribir nuestros mayores miedos en la
vida y la relación que guardan con Dios y con la fe. «¿Os da miedo morir?», nos
preguntó. «Pero si yo ya estoy muerta», respondí en silencio.
El sexto día fue un martes. Empecé a formar frases completas, un tanto
fragmentadas, que no venían a cuento, pero nadie se atrevió a decírmelo. Me
reincorporé a Vance. Kimberly se pasó la mañana sin poder mirarme a la cara
pero al final se decidió a intentar entablar conversación conmigo, aunque no
fui capaz de participar. Mencionó algo de una cena y recuerdo que le dije que
me lo preguntara otra vez cuando pudiera pensar. Estuve todo el día mirando la
primera página de un manuscrito que, por más que leyera y releyese, no retenía.
Ese día volví a comer. Los días previos sólo había comido algún plátano o un
poco de arroz hervido. Ese día Karen hizo un asado que me recordó al que había
preparado un día muy lejano en el que Hardin y yo cenamos en su casa. Los
recuerdos de aquella velada, con él acomodado a mi lado cogiéndome de la mano,
me sentaron tan mal que me pasé la noche encerrada en el baño, vomitando lo
poco que había comido.
El séptimo día se me hizo eterno y empecé a pensar en qué pasaría si de
repente dejara de doler. ¿Desaparecería sin más? Era una idea aterradora, no porque
me muriera, sino porque me asustó que mi mente fuera capaz de sumirse en las
tinieblas. Eso me sacó de la barrena mental y me devolvió al mundo real, o a lo
más parecido que mi mente podía gestionar. Me cambié la camiseta y juré no
volver a pisar la habitación de Pedro. Empecé a buscar apartamentos que
estuvieran dentro de mi presupuesto y cerca de Vance y cursos online en la WCU.
Me gusta demasiado ir a clase como para estudiar a distancia, así que al final
rechacé la idea, pero encontré un par de apartamentos interesantes.
El octavo día sonreí un instante pero todo el mundo lo vio. Fue el día en
que volví a coger mi taza de café y mi donut de siempre al llegar a la
editorial. Me sentaron bien y volví a por más. Vi a Trevor. Me dijo que estaba
preciosa, a pesar de que llevaba la ropa arrugada y tenía la mirada perdida.
Fue el día del cambio, el primer día que sólo dediqué la mitad de mi tiempo a
desear que las cosas hubiesen sido de otra manera entre Pedro y yo. Oí a Ken y
a Karen hablar de que el cumpleaños de Pedro estaba a la vuelta de la esquina
y, para mi sorpresa, sólo sentí una pequeña punzada en el pecho al oír su
nombre.
Y hoy se cumplen nueve días.
—¡Estoy abajo! —me dice Landon a través de la puerta de «mi» habitación.
Nadie ha dicho nada de que me vaya ni de adónde iré. Les estoy muy
agradecida, pero sé que si me quedo aquí acabaré siendo una molestia. Landon me
asegura que puedo quedarme todo el tiempo que necesite, y Karen me recuerda
varias veces al día lo mucho que disfruta con mi compañía. Sin embargo, son la
familia de Pedro. Quiero seguir adelante, decidir dónde voy a vivir. Ya no
tengo miedo.
No puedo, me niego, a pasar un solo día más llorando por un mentiroso
tatuado que ya ni siquiera me quiere.
Bajo y Landon está en la cocina comiéndose un bagel. Un poco de queso crema
le cuelga de la comisura del labio y saca la lengua para recuperarlo.
—Buenos días. —Me sonríe masticando a dos carrillos.
—Buenos días —repito, y me sirvo un vaso de agua.
Se me queda mirando.
—¿Qué?
—Nada..., es que... estás estupenda —dice.
—Muchas gracias. He decidido ducharme y resucitar de entre los muertos
—bromeo y me sonríe despacio, como si no estuviera muy convencido de mi
condición mental—. Estoy bien, de verdad —le aseguro mientras él se termina el
bagel de un bocado.
Decido poner uno a tostar para mí e intento no pensar que Landon me está
mirando como si fuera un animal del zoo.
—Cuando quieras, nos vamos —le digo al terminar de desayunar.
—¡Hoy estás guapísima, Pau! —exclama Karen en cuanto entra en la cocina.
—Gracias. —Le sonrío.
Es el primer día en que me he molestado en arreglarme. Los últimos ocho, mi
aspecto distaba mucho de mi pulcritud habitual. Hoy me siento yo misma. Mi
nueva yo. Mi yo «después de Pedro ».
El noveno día es mi día.
—Ese vestido es muy favorecedor —dice Karen con admiración.
Es el amarillo que me regaló Trish por Navidad. Sienta muy bien y es muy
informal. No voy a cometer otra vez el error de intentar ir a clase con
tacones, hoy me pongo las Toms. Me he recogido la mitad del pelo con horquillas
y unos pocos rizos me caen sobre la frente. El maquillaje es sutil pero creo
que me queda bien. Me picaban un poco los ojos cuando me he puesto el
delineador marrón... El hecho de maquillarme no estaba en mi lista de
prioridades mientras me hundía en la miseria. —Muchas gracias. —Vuelvo a
sonreír.
—Que tengas un buen día —me desea Karen con una sonrisa. Se la ve contenta,
y sorprendida, de que haya vuelto al mundo.
Así es como debe de ser tener una madre cariñosa, alguien que te manda a
clase con una amable palabra de aliento. Todo lo contrario que la mía.
Mi madre... Llevo días ignorando sus llamadas. Es la última persona con la
que me apetece hablar, pero ahora que puedo respirar sin desear arrancarme el
corazón del pecho, creo que quiero llamarla.
—Pau, ¿vendrás con nosotros a la cena del domingo en casa de Christian? —me
pregunta Karen en el momento en que me dispongo a salir.
—¿El domingo?
—La cena para celebrar que se mudan a Seattle. —Me lo dice como si tuviera
que saber de qué me está hablando—. Kimberly me dijo que te lo había comentado.
Aunque, si no te apetece ir, lo entenderán —me consuela.
—No, no. Quiero ir. Iré con vosotros. —Sonrío.
Estoy lista. Puedo salir, estar con gente sin desmoronarme. Mi
subconsciente está mudo por primera vez en nueve días. Le doy las gracias antes
de seguir a Landon al exterior.
El tiempo refleja mi estado de ánimo: soleado y cálido para estar en enero.
—¿Tú también vas a ir el domingo? —le pregunto cuando estamos en el coche.
—No, me voy esta noche, ¿no te acuerdas? —me contesta.
—¿Qué?
Me mira con la frente como un acordeón.
—Me voy a pasar el fin de semana a Nueva York. Dakota se va a mudar al
nuevo apartamento. Te lo dije hace un par de días.
—Perdona, debería haberte prestado más atención en vez de pensar sólo en mí
misma —repongo.
Es increíble lo egoísta que he sido, ni siquiera lo oí cuando me contó que
Dakota se mudaba ya a Nueva York.
—No pasa nada. Sólo te lo mencioné de pasada. No quería restregártelo por
la cara ahora que estás... Bueno, ya sabes...
—¿Hecha una zombi? —termino la frase por él.
—Sí, una zombi aterradora —bromea, y sonrío por quinta vez en nueve días.
Es agradable.
—¿Cuándo vuelves? —le pregunto.
—El lunes de madrugada. Me perderé religión, pero iré a todas las demás
clases.
—Qué emocionante. Nueva York debe de ser alucinante.
Me encantaría escapar, salir de aquí una temporada.
—Me preocupaba marcharme y dejarte aquí —me dice Landon entonces, y me
siento muy culpable.
—¡No! Ya has hecho demasiado por mí. Es hora de que me ponga las pilas. No
quiero que tengas que volver a plantearte dejar de hacer algo por mí. Perdona
que te haya hecho sentir así —le digo. —Es culpa de Pedro, no tuya —me
recuerda, y asiento.
Me pongo los auriculares y Landon sonríe.
En religión, el profesor Soto escoge el tema del dolor. Por un momento me
da la impresión de que lo ha hecho a propósito, para torturarme, pero cuando
empiezo a escribir sobre cómo el dolor puede hacer que la gente se refugie o
reniegue de su fe y de Dios le agradezco la tortura. Lo que escribo en el
diario habla de cómo puede cambiarte el dolor, cómo puede hacerte mucho más
fuerte y que, al final, tampoco te hace falta tener tanta fe.
Lo único que
necesitas es a ti mismo. Tienes que ser fuerte y no permitir que el dolor te
obligue a nada ni te impida hacer nada.
Vuelvo a la cafetería a reponer fuerzas antes de ir a yoga. De camino a
clase, paso junto a la Facultad de Ciencias Medioambientales y pienso en Zed.
Me pregunto si estará en clase. Imagino que sí, pero no sé qué horario tiene.
Entro sin pensarlo dos veces. Falta un rato para que empiece la clase de
yoga y está a menos de cinco minutos de aquí.
El vestíbulo es enorme. Como imaginaba, unos árboles gigantescos ocupan
casi todo el espacio. El techo es de paneles de cristal y es casi invisible.
—¿Pau?
Me vuelvo y ahí está Zed. Lleva puesta una bata blanca y se ha echado hacia
atrás las gafas de laboratorio de tal modo que le aplastan el pelo.
—Hola... —lo saludo.
Sonríe.
—¿Qué haces aquí? ¿Has cambiado de especialidad?
Adoro cómo esconde la lengua detrás de los dientes cuando sonríe, siempre
me ha gustado. —La verdad es que te estaba buscando.
—¿Ah, sí?
Lo he dejado patidifuso.
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