Divina

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viernes, 20 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 79


Pau

Nueve días.

Llevo nueve días sin saber nada de Pedro. Creía que me sería imposible vivir un solo día sin hablar con él y ya llevo nueve. Aunque me han parecido cien, para ser sincera, cada hora que pasa duele un poquito menos que la anterior. No ha sido en absoluto fácil. Ken llamó al señor Vance para que me diera el resto de la semana libre; total, sólo iba a perder un día.

Sé que me marché yo, pero me está matando que ni siquiera haya intentado llamarme. Siempre he aportado yo más a la relación, y ésta era su oportunidad para demostrarme lo que de verdad siente. Imagino que eso es justo lo que está haciendo, lo que pasa es que lo que siente es precisamente lo contrario de lo que yo deseaba con desesperación. De lo que yo necesitaba con desesperación.

Sé que Pedro me quiere, lo sé. No obstante, también sé que, si me quisiera tanto como yo creía, a estas alturas ya me lo habría demostrado. Dijo que no iba a dejarlo estar, pero lo ha hecho. Lo ha dejado estar y me ha dejado marchar. Lo que más me asusta es que la primera semana parecía un fantasma. Estaba perdida sin Pedro. Perdida sin sus ingeniosos comentarios. Perdida sin su forma de dibujar círculos en mi mano, sin los besos que me daba porque sí, sin su modo de sonreírme cuando creía que no lo estaba mirando. No quiero estar perdida sin él, quiero ser fuerte. Empiezo a sospechar que siempre estaré sola, por exagerado que parezca. Con Noah no era feliz, pero entre Pedro y yo tampoco ha funcionado la cosa. A lo mejor soy como mi madre y me va mejor cuando estoy sola.

No quería que acabáramos así, cortando por lo sano. Quería que lo hablásemos todo, quería que me contestara a las llamadas y que pudiéramos llegar a un acuerdo. Sólo necesitaba tiempo para pensar, un tiempo sin él para que aprendiera que no soy un felpudo. El tiro me ha salido por la culata porque es evidente que no le importo tanto como suponía. Puede que éste fuera su plan desde el principio: hacer que yo rompiera con él. Conozco a un par de chicas que pasaron por lo mismo con sus novios.

El primer día esperaba que me llamara, que me escribiera o, siendo Pedro, que echara la puerta abajo gritando a pleno pulmón y montara una escena mientras su familia y yo estábamos sentados en silencio en el comedor, sin saber qué decirme. Pero no pasó y yo me vine abajo. No me eché a llorar en un rincón ni me hundí en la autocompasión. Quiero decir que me vine abajo, que me perdí a mí misma. Vivía cada segundo esperando que Pedro volviera con el rabo entre las piernas para pedirme perdón. Ese día casi tiro la toalla. Estuve a punto de volver al apartamento. Estaba dispuesta a mandar al diablo el matrimonio y a decirle que no me importa que me mienta a diario, ni que me falte al respeto, con tal de que no me deje nunca. Menos mal que se me pasó y logré salvar un poco del respeto que me debo a mí misma.

El tercer día fue el peor. Fue cuando lo comprendí todo. Fue cuando empecé a hablar después de haberme pasado tres días sin abrir la boca, a excepción de algún sí o no a Landon o a Karen cuando los pobres intentaban darme conversación. Lo único que hacía era llorar y balbucear que mi vida habría sido mejor y mucho más sencilla si no lo hubiera conocido. No me lo creo ni yo. El tercer día fue cuando por fin me miré al espejo con la cara sucia y amoratada, con los ojos tan hinchados que apenas si podía abrirlos. Fue cuando me tiré al suelo y le recé a Dios para que hiciera desaparecer el dolor. Le dije que nadie podía soportar un dolor semejante, ni siquiera yo. El tercer día fue cuando no puede evitar llamarlo. Me dije que si me cogía el teléfono lo solucionaríamos, llegaríamos a un acuerdo, nos pediríamos perdón y nos prometeríamos que no íbamos a romper nunca más. Pero saltó el buzón de voz a los dos segundos, prueba de que rechazó mi llamada.

El cuarto día volví a descarriarme y lo llamé otra vez. Esta vez tuvo el detalle de dejar que sonara hasta que saltó el buzón de voz, en vez de pulsar el botón «Ignorar». Fue cuando me di cuenta de que lo quiero mucho más que él a mí. El cuarto día no salí de la cama y estuve recordando las pocas veces que me había dicho lo que sentía por mí. Comencé a darme cuenta de que casi toda nuestra relación y lo que yo creía que sentía por mí no eran más que... imaginaciones mías. Comencé a darme cuenta de que, mientras yo me dedicaba a pensar que podíamos conseguirlo, que podíamos hacer que funcionara para siempre, él no pensaba en mí en absoluto.

Ése fue el día en que decidí unirme a las filas de los jóvenes normales y le pedí a Landon que me enseñara a descargarme música en el móvil. Fue empezar y no poder parar. Me pasé veinticuatro horas sin quitarme los auriculares y escuchando más de cien canciones. La música ayuda mucho. El escuchar las penas de otros me recuerda que no soy la única que lo pasa mal en la vida. No soy la única que ha querido a alguien que no la quería lo suficiente para luchar por ella.

El quinto día por fin me duché e intenté ir a clase. Fui a yoga, con los dedos cruzados para poder soportar los recuerdos. Me sentía rara caminando en un océano de universitarios felices. Gasté toda la energía que me quedaba en rezar para no tropezarme con Pedro en el campus. Ya no tenía ganas de llamarlo. Esa mañana conseguí beberme medio café y Landon me dijo que el color estaba volviendo a mis mejillas. Pasé completamente desapercibida, que era justo lo que quería. El profesor Soto nos mandó escribir nuestros mayores miedos en la vida y la relación que guardan con Dios y con la fe. «¿Os da miedo morir?», nos preguntó. «Pero si yo ya estoy muerta», respondí en silencio.

El sexto día fue un martes. Empecé a formar frases completas, un tanto fragmentadas, que no venían a cuento, pero nadie se atrevió a decírmelo. Me reincorporé a Vance. Kimberly se pasó la mañana sin poder mirarme a la cara pero al final se decidió a intentar entablar conversación conmigo, aunque no fui capaz de participar. Mencionó algo de una cena y recuerdo que le dije que me lo preguntara otra vez cuando pudiera pensar. Estuve todo el día mirando la primera página de un manuscrito que, por más que leyera y releyese, no retenía. Ese día volví a comer. Los días previos sólo había comido algún plátano o un poco de arroz hervido. Ese día Karen hizo un asado que me recordó al que había preparado un día muy lejano en el que Hardin y yo cenamos en su casa. Los recuerdos de aquella velada, con él acomodado a mi lado cogiéndome de la mano, me sentaron tan mal que me pasé la noche encerrada en el baño, vomitando lo poco que había comido.

El séptimo día se me hizo eterno y empecé a pensar en qué pasaría si de repente dejara de doler. ¿Desaparecería sin más? Era una idea aterradora, no porque me muriera, sino porque me asustó que mi mente fuera capaz de sumirse en las tinieblas. Eso me sacó de la barrena mental y me devolvió al mundo real, o a lo más parecido que mi mente podía gestionar. Me cambié la camiseta y juré no volver a pisar la habitación de Pedro. Empecé a buscar apartamentos que estuvieran dentro de mi presupuesto y cerca de Vance y cursos online en la WCU. Me gusta demasiado ir a clase como para estudiar a distancia, así que al final rechacé la idea, pero encontré un par de apartamentos interesantes.

El octavo día sonreí un instante pero todo el mundo lo vio. Fue el día en que volví a coger mi taza de café y mi donut de siempre al llegar a la editorial. Me sentaron bien y volví a por más. Vi a Trevor. Me dijo que estaba preciosa, a pesar de que llevaba la ropa arrugada y tenía la mirada perdida. Fue el día del cambio, el primer día que sólo dediqué la mitad de mi tiempo a desear que las cosas hubiesen sido de otra manera entre Pedro y yo. Oí a Ken y a Karen hablar de que el cumpleaños de Pedro estaba a la vuelta de la esquina y, para mi sorpresa, sólo sentí una pequeña punzada en el pecho al oír su nombre.

Y hoy se cumplen nueve días.

—¡Estoy abajo! —me dice Landon a través de la puerta de «mi» habitación.

Nadie ha dicho nada de que me vaya ni de adónde iré. Les estoy muy agradecida, pero sé que si me quedo aquí acabaré siendo una molestia. Landon me asegura que puedo quedarme todo el tiempo que necesite, y Karen me recuerda varias veces al día lo mucho que disfruta con mi compañía. Sin embargo, son la familia de Pedro. Quiero seguir adelante, decidir dónde voy a vivir. Ya no tengo miedo.

No puedo, me niego, a pasar un solo día más llorando por un mentiroso tatuado que ya ni siquiera me quiere.
Bajo y Landon está en la cocina comiéndose un bagel. Un poco de queso crema le cuelga de la comisura del labio y saca la lengua para recuperarlo.

—Buenos días. —Me sonríe masticando a dos carrillos.

—Buenos días —repito, y me sirvo un vaso de agua.

Se me queda mirando.

—¿Qué?

—Nada..., es que... estás estupenda —dice.

—Muchas gracias. He decidido ducharme y resucitar de entre los muertos —bromeo y me sonríe despacio, como si no estuviera muy convencido de mi condición mental—. Estoy bien, de verdad —le aseguro mientras él se termina el bagel de un bocado.

Decido poner uno a tostar para mí e intento no pensar que Landon me está mirando como si fuera un animal del zoo.

—Cuando quieras, nos vamos —le digo al terminar de desayunar.

—¡Hoy estás guapísima, Pau! —exclama Karen en cuanto entra en la cocina.

—Gracias. —Le sonrío.

Es el primer día en que me he molestado en arreglarme. Los últimos ocho, mi aspecto distaba mucho de mi pulcritud habitual. Hoy me siento yo misma. Mi nueva yo. Mi yo «después de Pedro ».

El noveno día es mi día.

—Ese vestido es muy favorecedor —dice Karen con admiración.

Es el amarillo que me regaló Trish por Navidad. Sienta muy bien y es muy informal. No voy a cometer otra vez el error de intentar ir a clase con tacones, hoy me pongo las Toms. Me he recogido la mitad del pelo con horquillas y unos pocos rizos me caen sobre la frente. El maquillaje es sutil pero creo que me queda bien. Me picaban un poco los ojos cuando me he puesto el delineador marrón... El hecho de maquillarme no estaba en mi lista de prioridades mientras me hundía en la miseria. —Muchas gracias. —Vuelvo a sonreír.

—Que tengas un buen día —me desea Karen con una sonrisa. Se la ve contenta, y sorprendida, de que haya vuelto al mundo.

Así es como debe de ser tener una madre cariñosa, alguien que te manda a clase con una amable palabra de aliento. Todo lo contrario que la mía.

Mi madre... Llevo días ignorando sus llamadas. Es la última persona con la que me apetece hablar, pero ahora que puedo respirar sin desear arrancarme el corazón del pecho, creo que quiero llamarla.

—Pau, ¿vendrás con nosotros a la cena del domingo en casa de Christian? —me pregunta Karen en el momento en que me dispongo a salir.

—¿El domingo?

—La cena para celebrar que se mudan a Seattle. —Me lo dice como si tuviera que saber de qué me está hablando—. Kimberly me dijo que te lo había comentado. Aunque, si no te apetece ir, lo entenderán —me consuela.

—No, no. Quiero ir. Iré con vosotros. —Sonrío.

Estoy lista. Puedo salir, estar con gente sin desmoronarme. Mi subconsciente está mudo por primera vez en nueve días. Le doy las gracias antes de seguir a Landon al exterior.
El tiempo refleja mi estado de ánimo: soleado y cálido para estar en enero.

—¿Tú también vas a ir el domingo? —le pregunto cuando estamos en el coche.

—No, me voy esta noche, ¿no te acuerdas? —me contesta.

—¿Qué?

Me mira con la frente como un acordeón.

—Me voy a pasar el fin de semana a Nueva York. Dakota se va a mudar al nuevo apartamento. Te lo dije hace un par de días.

—Perdona, debería haberte prestado más atención en vez de pensar sólo en mí misma —repongo.

Es increíble lo egoísta que he sido, ni siquiera lo oí cuando me contó que Dakota se mudaba ya a Nueva York.

—No pasa nada. Sólo te lo mencioné de pasada. No quería restregártelo por la cara ahora que estás... Bueno, ya sabes...

—¿Hecha una zombi? —termino la frase por él.

—Sí, una zombi aterradora —bromea, y sonrío por quinta vez en nueve días. Es agradable.

—¿Cuándo vuelves? —le pregunto.

—El lunes de madrugada. Me perderé religión, pero iré a todas las demás clases.

—Qué emocionante. Nueva York debe de ser alucinante.

Me encantaría escapar, salir de aquí una temporada.

—Me preocupaba marcharme y dejarte aquí —me dice Landon entonces, y me siento muy culpable.

—¡No! Ya has hecho demasiado por mí. Es hora de que me ponga las pilas. No quiero que tengas que volver a plantearte dejar de hacer algo por mí. Perdona que te haya hecho sentir así —le digo. —Es culpa de Pedro, no tuya —me recuerda, y asiento.

Me pongo los auriculares y Landon sonríe.

En religión, el profesor Soto escoge el tema del dolor. Por un momento me da la impresión de que lo ha hecho a propósito, para torturarme, pero cuando empiezo a escribir sobre cómo el dolor puede hacer que la gente se refugie o reniegue de su fe y de Dios le agradezco la tortura. Lo que escribo en el diario habla de cómo puede cambiarte el dolor, cómo puede hacerte mucho más fuerte y que, al final, tampoco te hace falta tener tanta fe. 

Lo único que necesitas es a ti mismo. Tienes que ser fuerte y no permitir que el dolor te obligue a nada ni te impida hacer nada.

Vuelvo a la cafetería a reponer fuerzas antes de ir a yoga. De camino a clase, paso junto a la Facultad de Ciencias Medioambientales y pienso en Zed. Me pregunto si estará en clase. Imagino que sí, pero no sé qué horario tiene.

Entro sin pensarlo dos veces. Falta un rato para que empiece la clase de yoga y está a menos de cinco minutos de aquí.

El vestíbulo es enorme. Como imaginaba, unos árboles gigantescos ocupan casi todo el espacio. El techo es de paneles de cristal y es casi invisible.

—¿Pau?

Me vuelvo y ahí está Zed. Lleva puesta una bata blanca y se ha echado hacia atrás las gafas de laboratorio de tal modo que le aplastan el pelo.

—Hola... —lo saludo.

Sonríe.

—¿Qué haces aquí? ¿Has cambiado de especialidad?

Adoro cómo esconde la lengua detrás de los dientes cuando sonríe, siempre me ha gustado. —La verdad es que te estaba buscando.

—¿Ah, sí?


Lo he dejado patidifuso.

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