Pedro
—¿Quieres dejar de refunfuñar? Te estás comportando peor de lo que se va a portar él, y sólo tiene cinco años —me regaña Pau.
Pongo los ojos en blanco.
—Sólo digo que esto es cosa tuya. Y más le vale que no toque mis cosas. Tú has accedido a hacer de canguro, así que es problema tuyo, no mío —le recuerdo justo cuando un golpe en la puerta anuncia su llegada.
Me siento en el sofá y dejo que sea Pau quien abra. Me fulmina con la mirada, pero no hace que los invitados, sus invitados, esperen mucho antes de colocarse su mejor sonrisa y abrir la puerta del apartamento de par en par.
Al instante, Kimberly empieza a parlotear, prácticamente chillando.
—¡Muchísimas gracias! Me salváis la vida con esto, en serio, no tenía ni idea de qué habría hecho si me hubieseis dicho que no podíais cuidar de Smith. Christian está fatal, no para de vomitar, y...
—No te preocupes, mujer —la interrumpe Pau, y doy por hecho que lo hace porque no quiere saber los detalles escabrosos de los vómitos de Christian.
—Sí, bueno, me está esperando en el coche, así que me tengo que ir ya. Smith es bastante independiente, se entretiene él solito, y si necesita algo os lo hará saber.
Se hace a un lado y un niño pequeño de cabello rubio oscuro aparece detrás de ella.
—¡Hola, Smith! ¿Cómo estás? —dice Pau en un tono rarísimo que no le había oído antes. Debe de ser su intento de adoptar un lenguaje infantil, aunque el niño ya tiene cinco años.
En fin, cosas de Pau.
El crío no dice nada, sólo le sonríe tímidamente y pasa hacia el salón.
—Sí, no es muy hablador —le dice Kimberly a Pau al ver su expresión apenada.
Por mucha gracia que me haga que no le haya contestado, no quiero que se entristezca, así que más le vale al niñato este cambiar de actitud y ser amable con ella.
—Bueno, ¡ahora sí que me voy! —Kim sonríe y cierra la puerta después de despedirse de Smith con la mano por última vez.
Entonces Pau se agacha y le pregunta al niño:
—¿Tienes hambre?
Él niega con la cabeza.
—¿Y sed?
La misma respuesta, sólo que esta vez se sienta en el sillón, enfrente de mí.
—¿Quieres que juguemos a un juego?
—Pau, creo que sólo quiere sentarse ahí tranquilamente —le digo cuando veo que se pone colorada.
Comienzo a zapear buscando algo interesante que ver en la televisión para mantenerme ocupado mientras ella cuida del niño.
—Perdona, Smith —se disculpa—. Sólo quiero asegurarme de que estás bien.
El crío asiente como un robot, y entonces me doy cuenta de que se parece muchísimo a su padre. Tiene el pelo del mismo color, y los ojos del mismo tono verde azulado, y sospecho que, si sonriera, tendría los mismos hoyuelos que Christian.
Pasamos unos minutos en incómodo silencio durante los cuales Pau se limita a estar de pie junto al sofá, y veo cómo su mente no para de planificar. La pobre había dado por hecho que el niño llegaría aquí lleno de energía y dispuesto a jugar con ella, pero no ha abierto la boca ni se ha movido un milímetro del sillón. Va impecablemente vestido, tal y como había imaginado, con unas deportivas blancas que parecen nuevas. Cuando levanto la vista de su polo azul, veo que me está mirando.
—¿Qué? —le pregunto.
Él aparta la mirada.
—¡ Pedro! —me reprende Pau.
—¿Qué pasa? Sólo le he preguntado por qué me estaba mirando.
Me encojo de hombros y cambio el canal que había dejado sin querer. Lo último que me apetece ver es el reality de las Kardashian.
—Sé amable —dice fulminándome con la mirada.
—Lo soy —le contesto, y me encojo de hombros como si no tuviera importancia.
Pau pone los ojos en blanco.
—Bueno, voy a preparar la cena. Smith, ¿quieres venir conmigo o prefieres quedarte con Pedro?
Siento que el niño me observa, pero decido no mirarlo. Tiene que irse con ella. Ella es la niñera, no yo.
—Ve con ella —le digo.
—Puedes quedarte aquí si quieres, Smith. Pedro no te molestará —le asegura.
El niño no dice nada. Qué sorpresa. Pau desaparece por la cocina y yo subo el volumen del televisor para evitar cualquier posible conversación con el mocoso, aunque es bastante improbable que se dé el caso. Estoy tentado de ir a la cocina con ella y dejarlo solo en el salón.
Pasan unos minutos y cada vez estoy más incómodo con el crío ahí sentado. ¿Por qué no habla ni juega o lo que sea que hagan los niños de cinco años?
—Bueno, ¿qué te pasa? ¿Por qué no dices nada? —le pregunto al final.
Se encoge de hombros.
—Es de mala educación no contestar cuando alguien te habla —lo informo.
—Es de peor educación preguntarme por qué no hablo —me contesta.
Tiene un ligero acento británico, no tan marcado como el de su padre, pero está ahí.
—Bueno, al menos ahora sé que sabes hacerlo —digo. Su respuesta me ha cogido por sorpresa y no sé muy bien qué decirle a continuación.
—¿Por qué tienes tanto interés en que hable? —me pregunta, y parece mucho mayor de lo que es.
—Pues... no sé. ¿Por qué no te gusta hacerlo?
—No lo sé. —Se encoge de hombros.
—¿Va todo bien por ahí? —pregunta Pau desde la cocina.
Por un instante se me pasa por la cabeza decirle que no, que el niño se ha muerto o que está herido, pero deja de parecerme gracioso mientras lo pienso.
—Sí —le contesto.
Espero que termine pronto, porque no pienso seguir con esta conversación.
—¿Por qué llevas esas cosas en la cara? —me pregunta Smith señalándome el aro del labio.
—Porque quiero. Quizá la pregunta adecuada sea por qué no llevas tú ninguna —digo para centrar la atención en él, intentando no pensar que al fin y al cabo es un niño.
—¿Te dolió? —repone, evitando así mi pregunta.
—No.
—Tiene pinta de doler —dice con una media sonrisa.
Supongo que el crío no está tan mal, pero sigue sin gustarme la idea de tener que cuidar de él.
—¡Casi he terminado! —grita Pau.
—Vale, yo le estoy enseñando al niño a confeccionar una bomba casera con una botella de gaseosa —bromeo, y Pau asoma la cabeza por la puerta para echar un vistazo. —Está loca—le digo, y él se ríe mostrando sus hoyuelos.
—Es guapa —susurra colocándose las manos alrededor de la boca.
—Sí, lo es, ¿verdad?
Asiento y levanto la vista hacia Pau, que tiene el pelo recogido en una especie de nido en lo alto de la cabeza. Aún lleva puestos los pantalones de yoga y una camiseta sencilla, y asiento de nuevo. Es preciosa, y ni siquiera tiene que esforzarse por serlo.
Sé que todavía nos oye, y veo cómo sonríe mientras se vuelve para terminar su tarea en la cocina. No sé por qué sonríe de esa manera; ¿y qué si estoy hablando con este niño? Sigue siendo un incordio, como todos los demás humanos en miniatura.
—Sí, muy guapa —vuelve a decir.
—Vale, relájate, chaval, que es mía —bromeo.
Me mira con la boca muy abierta.
—¿Es tu mujer?
—No, joder, no —resoplo.
—¿Joder, no? —repite.
—¡Mierda, no digas eso! —Corro al sillón para taparle la boca.
—¿Que no diga «mierda»? —pregunta apartándome la mano.
—No, no digas ni «mierda» ni «joder».
Ésta es una de las razones por las que no debería estar en presencia de niños.
—Sé que son palabrotas —me dice, y yo asiento.
—Pues no las digas —le recuerdo.
—Entonces, si no es tu mujer, ¿quién es?
Joder, qué cotilla.
—Es mi novia.
No sé para qué me molesto en hacerle hablar.
Entonces el niño junta las manos y me mira como si fuese un sacerdote o algo así.
—¿Quieres casarte con ella?
—No, no quiero casarme con ella —digo de forma pausada pero clara para ver si lo pilla esta vez.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Y ¿tendréis un bebé?
—¡No! ¡Joder, no! ¿De dónde sacas esas cosas? —Me estoy agobiando sólo de oírlas en voz alta.
—¿Por qué...? —empieza a preguntar, pero lo interrumpo.
—Deja de hacer tantas preguntas —gruño, y él asiente, me quita el mando de la mano y cambia de canal.
Pau lleva varios minutos sin asomarse, de modo que decido acercarme a la cocina y ver si le falta mucho.
—Pau..., ¿te falta mucho? Porque el crío está hablando demasiado —protesto, y cojo un trozo de brócoli del plato que está preparando.
Sé que odia que coma antes de que esté lista la cena, pero hay un niño de cinco años en mi salón, así que puedo comerme el puto brócoli si quiero.
—No, sólo un par de minutos —contesta sin mirarme.
Su tono es extraño y parece molesta por algo.
—¿Estás bien? —le pregunto, y entonces se vuelve con los ojos vidriosos.
—Sí, estoy bien. Son las cebollas, que me hacen llorar. —Se encoge de hombros y abre el grifo para lavarse las manos.
—No te preocupes..., acabará hablando contigo también. Ahora ya está más relajado —le aseguro.
—Ya, ya lo sé. No es eso..., son sólo las cebollas —repite.
No hay comentarios:
Publicar un comentario