Pau
Lo siento en el mismo momento en que Karen se va a llevar a Landon al
aeropuerto. Siento la soledad que me acecha, pero tengo que ignorarla. He de hacerlo.
Sola estoy bien. Bajo a la cocina porque mi estómago se niega a dejar de rugir
y me recuerda que estoy hambrienta.
Ken está rasgando el papel de aluminio de una madalena con cobertura azul.
—Hola, Pau. —Sonríe y le da un mordisco—. ¿Quieres una?
Mi abuela solía decir que las madalenas eran alimento para el alma, y eso
es justamente lo que necesito.
—Gracias. —Sonrío antes de pegarle un lametón a la cobertura.
—Dáselas a Karen.
—Lo haré.
Esta madalena está para morirse. Puede que sea porque llevo nueve días casi
sin comer, o puede que sea porque realmente las madalenas son buenas para el
alma.
Cuando el brillo del dulce se apaga, siento que el dolor sigue ahí,
constante como el latir de mi corazón. Sin embargo, ya no me supera, ya no me
hunde.
Ken me sorprende al decir:
—Se hará más fácil con el tiempo y encontrarás a alguien capaz de querer a
otra persona y no sólo a sí mismo.
Se me revuelve el estómago con el repentino cambio de tema. No quiero mirar
atrás, quiero seguir adelante.
—Yo traté fatal a la madre de Pedro y lo sé —prosigue—. A veces desaparecía
durante días, le mentía, bebía hasta que no me tenía en pie. Si no hubiera sido
por Christian, no sé si Trish y mi hijo habrían sobrevivido...
Al oír eso, me acuerdo de lo mucho que me enfadé con Ken cuando me enteré
del origen de las pesadillas de Pedro. Recuerdo que quería abofetearlo por
permitir que le hicieran eso a su hijo. Sus palabras remueven la rabia que le
tenía guardada y aprieto los puños.
—Nunca podré hacer retroceder el tiempo ni compensarla por lo ocurrido por
más que quiera y por más que lo intente —añade—. No era bueno para ella y lo
sabía. Ella era demasiado buena para mí, era consciente, todo el mundo lo era.
Ahora tiene a Mike, que sé que la tratará como se merece. También hay un Mike
para ti en alguna parte, estoy convencido de ello —dice mirándome como un
padre—. Mi hijo tendrá suerte si consigue encontrar a su Karen más adelante,
cuando madure y deje de luchar contra todo y contra todos.
Cuando dice lo de Pedro y «su Karen», trago saliva y miro a otra parte. No
quiero imaginarme a Pedro con nadie más. Es demasiado pronto. Le deseo lo
mejor, de verdad; no quiero que se pase la vida solo. Espero que encuentre a
alguien a quien quiera tanto como Ken quiere a Karen para que tenga una segunda
oportunidad y pueda amar a alguien más de lo que me quiso a mí.
—Eso espero —digo al fin.
—Lamento que no se haya puesto en contacto contigo —repone Ken en voz baja.
—No pasa nada... Dejé de esperar hace días.
—En fin —dice con un suspiro—. Será mejor que me vaya a mi despacho. Tengo
unas cuantas llamadas pendientes.
Me alegro de que se vaya a trabajar. No quiero seguir hablando de Pedro.
Aparco delante del edificio donde vive Zed y veo que me está esperando
fuera con un cigarrillo detrás de la oreja.
—¿Fumas? —le pregunto arrugando la nariz.
Parece perplejo cuando sube a mi diminuto coche.
—Sí. Bueno, a veces. Llevaba un tiempo sin hacerlo, pero he encontrado a
este pequeñín en mi habitación.
—No sólo estás pensando en fumar, sino que estás pensando en fumarte un
cigarrillo antiguo.
—Eso es. ¿No te gusta el tabaco?
—Nada en absoluto. Pero, eh, si quieres fumar, adelante. Aunque no puedes
hacerlo en mi coche.
Presiona uno de los pequeños botones de la puerta. Con la ventanilla bajada,
se saca el cigarrillo de detrás de la oreja y lo tira a la calle.
—Entonces paso de fumar. —Sonríe y sube la ventanilla.
Por mucho que deteste el tabaco, he de admitir que el cigarrillo le quedaba
muy bien con el pelo casi de punta, las gafas de sol y la chaqueta de cuero.
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