Divina

Divina

domingo, 29 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 17


Pau

Pedro y mi padre están sentados junto a la mesa de la cocina cuando salgo del baño con el móvil en la mano.

—Me están saliendo canas, nena —dice Pedro al verme.

Mi padre me mira con ojos de cordero.

—Yo también tengo hambre... —empieza a decir, no muy seguro.

Pongo las manos en el respaldo de la silla de Pedro y echa la cabeza hacia atrás. Su pelo húmedo me roza los dedos.

—Pues te sugiero que te prepares algo de comer —digo, y dejo su móvil sobre la mesa.
Me mira con una expresión completamente neutra.

—Vale... —dice, se levanta y va a la nevera—. ¿Tienes hambre? —pregunta.

—Tengo las sobras de Applebee’s.

—¿Estás enfadada porque me lo he llevado a beber conmigo? —me pregunta mi padre.

Lo miro y suavizo mi tono de voz. Ya sabía cómo era mi padre cuando lo invité a venir.

—No estoy enfadada, pero no quiero que se convierta en una costumbre.

—Te prometo que no. Además, tú te vas a mudar —me recuerda, y miro al hombre al que sólo conozco de hace dos días.

No contesto, sino que me acerco a Pedro y a la nevera y abro el congelador.

—¿Qué te apetece comer? —le pregunto.

Me mira receloso, intentando descifrar mi estado de ánimo.

—Cualquier cosa... ¿Y si pedimos comida?

Suspiro.

—Pidamos comida.

No quiero ser borde, pero mi mente es un torbellino de posibilidades, venga a darle vueltas a qué era lo que había en ese teléfono que ha tenido que borrar con tanta urgencia.

Pedro y mi padre empiezan a discutir sobre si pedimos pizza o comida china. Pedro quiere pizza, y gana la discusión al recordarle a mi padre quién va a pagar la comida. Por su parte, a mi padre no parecen ofenderle las chorradas de Pedro. Se ríe o les da la vuelta.

Es extraño, de verdad, verlos a los dos juntos. Después de que mi padre se marchara, a menudo soñaba despierta con él al ver a los padres de mis amigos. Me había creado una imagen de alguien que se parecía al hombre con el que me crie, sólo que más mayor y, desde luego, no era un borracho sin techo. Siempre me lo imaginaba con un maletín lleno de documentos importantes, caminando hacia su coche por la mañana con un café en la mano. No me imaginaba que seguiría bebiendo, que la bebida lo desfiguraría y que no tendría dónde vivir. No me imagino a mi madre capaz de mantener una conversación con este hombre, y mucho menos pasar años casada con él.

—¿Cómo conociste a mi madre? —digo pensando en voz alta.

—En el instituto —contesta.

Pedro coge el móvil y sale de la cocina para llamar y pedir la pizza. O eso, o va a llamar a alguien para poder borrar después el número del registro de llamadas.
Me siento frente a mi padre.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis saliendo juntos antes de casaros?

—Sólo unos dos años. Nos casamos muy jóvenes.

Me resulta incómodo preguntarle estas cosas, pero sé que de mi madre no obtendría respuestas.

—¿Por qué?

—¿Tu madre y tú nunca habéis hablado de esto? —inquiere.

—No, nunca. Se lo he preguntado alguna vez, pero se limita a no contestarme —le digo, y su expresión pasa del interés a la vergüenza.

—Ah.

—Perdona —añado, aunque no sé por qué me estoy disculpando.

—No, si lo entiendo, y no la culpo. —Cierra los ojos un momento y los abre justo cuando Pedro entra en la cocina y se sienta a mi lado—. En respuesta a tu pregunta, nos casamos jóvenes porque se quedó embarazada de ti. Tus abuelos me odiaban e intentaron separarla de mí, así que nos casamos. — Sonríe disfrutando del recuerdo.

—¿Os casasteis para fastidiar a mis abuelos? —pregunto sonriendo a mi vez.

Mis abuelos, que en paz descansen, eran un poco... pesados. Muy pesados, de hecho. Mis recuerdos de la infancia incluyen que me hicieran callar en la mesa por reírme, que me hicieran quitarme los zapatos al entrar en casa para no estropearles la moqueta. Por mi cumpleaños, me enviaban una tarjeta de felicitación de lo más impersonal y un bono de ahorro a diez años, lo que no es el regalo ideal para una niña de ocho.

Mi madre era básicamente un clon de mi abuela, sólo que menos serena. Se pasaba los días y las noches tratando de ser tan perfecta como lo era su madre. O —y tiemblo sólo de pensarlo— tan perfecta como la imaginaba.
Mi padre se ríe.

—Sí, en cierto sentido fue para cabrearlos. Pero tu madre siempre quiso casarse, prácticamente me arrastró al altar. —Se echa a reír de nuevo y Pedro me mira antes de reírse él también.

Le dirijo una mirada de reproche. Sé que está preparando algún comentario sarcástico relacionado con el hecho de que yo lo obligue a casarse.
Me vuelvo hacia mi padre.

—¿Qué tenías en contra del matrimonio? —le pregunto.

—Nada. La verdad es que ni me acuerdo. Lo único que sé es que me daba un miedo atroz tener un bebé a los diecinueve años.

—Y con razón. Mira cómo te ha ido —comenta Pedro.

Le lanzo una mirada asesina pero mi padre sólo pone los ojos en blanco.

—No se lo recomiendo a nadie, la verdad, aunque hay muchos padres que lo llevan muy bien. — Levanta las manos con resignación—. Sólo que yo no fui uno de ellos.

—Ah —digo.

No puedo imaginarme ser madre a mi edad.
Sonríe, dispuesto a darme todas las respuestas que pueda.

—¿Más preguntas, Pauli?

—No... Creo que eso es todo —digo.

No estoy cómoda con él, aunque, en cierto sentido, me encuentro más relajada con él que con mi madre, si fuera ella la que estuviera conmigo aquí sentada.

—Si se te ocurre alguna más, pregunta. Hasta entonces, ¿te importa si me ducho antes de que llegue la cena?

—Por supuesto que no, adelante.

No parece que haga sólo dos días. Han pasado tantas cosas desde que reapareció... el tatuaje de Pedro, su expulsión/no expulsión de la facultad, la visita de Zed en el aparcamiento, mi comida con Steph y con Molly, el registro de llamadas desaparecido. Es demasiado. Es muy estresante esto de tener una lista de problemas en mi vida que no hace más que crecer, sin perspectiva de que ninguno vaya a arreglarse por el momento.

—¿Qué pasa? —me pregunta Pedro cuando mi padre desaparece por el pasillo.

—Nada.

Me levanto y doy unos pasos antes de que me acaricie la cintura y me dé la vuelta para mirarme a la cara.

—Te conozco bien. Dime qué te pasa —ordena con ternura mientras me sujeta por las caderas.

Lo miro a los ojos.

—Tú.

—¿Yo... qué? Habla —me exige.

—Estás muy raro y has borrado todos tus mensajes y tus llamadas.
Tuerce el gesto molesto y se pellizca la nariz.

—Y ¿qué haces tú fisgando en mi móvil?

—Lo he hecho porque has estado actuando de un modo muy sospechoso y...

—¿Y has registrado mis cosas? ¿No te he dicho que no lo hagas?

Su mirada de indignación es tan descarada, tan falsa, que me hierve la sangre.

—Sé que no debería registrar tus cosas, pero no tendrías que darme motivos para hacerlo. Y ¿qué más te da si no tienes nada que esconder? A mí no me importaría que miraras mi móvil porque yo no tengo nada que ocultar.

Saco mi teléfono y se lo ofrezco. Entonces recuerdo el mensaje de Zed y me entra el pánico, pero Pedro lo rechaza, como si mi confianza no importara nada.

—Excusas y más excusas para ocultar que estás psicótica —dice, y sus palabras me hieren.

No tengo nada que decir. En realidad, tengo mucho que decirle, pero no me salen las palabras. Lo obligo a que me suelte y me marcho. Dice que me conoce lo suficientemente bien para saber cuándo algo anda mal. Vale, yo lo conozco lo suficientemente bien para saber que estoy a punto de pillarlo con las manos en la masa. No sé si será una mentirijilla o una apuesta para robarme la virginidad, pero siempre pasa lo mismo: primero empieza a comportarse de un modo sospechoso, y luego, cuando saco a relucir el tema, se enfada y se pone a la defensiva, y al final me insulta o me echa la bronca.

—No te vayas —aúlla a mis espaldas.

—No me sigas —le digo, y desaparezco en el dormitorio.

Pero lo tengo en la puerta al segundo.

—No me gusta que registres mis cosas.

—No me gusta sentir que no tengo más remedio que hacerlo.

Cierra la puerta y se apoya en ella.

—No tienes que hacerlo. He borrado los registros de mensajes y de llamadas porque... fue un accidente. No tienes por qué ponerte así.

—¿Así? ¿Quieres decir «psicótica»?
Suspira.

—No lo he dicho en serio.

—Pues deja de decir cosas que no van en serio porque al final no sé qué es lo que dices de corazón y qué no.

—Entonces deja de registrar mis cosas, porque ya no sé si puedo confiar en ti o no.

—Bien. —Me siento al escritorio.

—Bien —repite, y se sienta en la cama.

No sé si creerlo o no. No me cuadra nada pero, en cierto modo, cuadra. Puede que lo borrara todo por accidente, y puede que estuviera hablando con Steph por teléfono. Los retazos de la conversación que oí han alimentado mi imaginación, pero no quiero preguntarle a Pedro por ella porque no sé si quiero que sepa que lo estaba escuchando. Tampoco va a contarme de qué estaban hablando.

—No quiero que haya secretos entre nosotros, eso ya deberíamos tenerlo superado —le recuerdo.

—Ya lo sé, joder. No hay ningún secreto, estás comportándote como una loca.

—Deja de llamarme loca. Eres el menos adecuado para llamarme así. —Me arrepiento de lo que he dicho en cuanto las palabras salen de mi boca, pero no parece que le afecte.

—Perdona, ¿vale? No estás loca —repone, y luego me sonríe—. Sólo me registras el móvil.

Me obligo a devolverle la sonrisa e intento convencerme de que tiene razón, de que estoy paranoica.

En el peor de los casos, me está ocultando algo y lo descubriré tarde o temprano. No tiene sentido que me obsesione: siempre acabo pillándolo.

Me lo repito mentalmente una y otra vez hasta que termino de convencerme.
Mi padre grita algo desde la otra habitación y Pedro dice:

—Ya está aquí la pizza. No estás enfadada conmigo, ¿verdad?

Pero sale de la habitación sin darme tiempo a responder.

Me revuelvo en mi sitio y miro el móvil, que he dejado encima del escritorio. Por curiosidad, lo cojo y, cómo no, tengo otro mensaje de Zed. Esta vez ni siquiera me molesto en leerlo.

El día siguiente es nuestro último día en las antiguas oficinas de Vance, y conduzco al trabajo más despacio que de costumbre. Quiero memorizar cada calle, cada edificio del camino. Estas prácticas remuneradas han sido un sueño hecho realidad. Soy consciente de que trabajaré para Vance en Seattle, pero aquí es donde empecé, donde empezó mi carrera.

Kimberly está sentada en su sitio cuando salgo del ascensor. Hay un montón de cajas marrones apiladas con pulcritud junto al mostrador.

—¡Buenos días! —me saluda alegremente.

—Buenos días. —No soy capaz de sonar tan alegre como ella. Más bien, nerviosa e incómoda.

—¿Lista para tu última semana aquí? —me pregunta mientras me lleno un pequeño vaso de poliestireno con café.

—Sí, en realidad, hoy es mi último día. Me voy de viaje lo que queda de semana —le recuerdo.

—Ah, sí. Se me había olvidado. ¡Vaya! ¡Es tu último día! Tendría que haberte comprado una tarjeta o algo así. —Sonríe—. Aunque también puedo dártela la semana que viene en nuestras nuevas oficinas.

Me echo a reír.

—¿Ya estás lista para marcharte? ¿Cuándo os vais?

—¡El viernes! Ya tenemos todas nuestras cosas en la casa nueva, esperando nuestra llegada.

Estoy segura de que la casa nueva de Christian y de Kimberly es encantadora, muy grande y muy moderna, más o menos como la casa que dejan aquí. El anillo de compromiso de Kimberly resplandece, y no puedo evitar quedarme embobada mirándolo cada vez que lo veo.

—Todavía estoy esperando a que me llame la mujer del apartamento —le digo, y se vuelve a mirarme.

—¿Qué? ¿Aún no tienes apartamento?

—Lo tengo, le he enviado ya todos los papeles. Sólo nos falta cerrar los detalles del alquiler.

—Sólo te quedan seis días —dice Kimberly, preocupada por mí.

—Lo sé, pero está todo controlado —le aseguro. Espero que sea verdad.

Si esto hubiera pasado hace unos meses, tendría planificado hasta el último detalle del traslado, pero últimamente he estado tan estresada que no he sido capaz de concentrarme en nada, ni siquiera en el traslado a Seattle.

—Vale, si necesitas ayuda, avisa —se ofrece, y coge el teléfono que está sonando en el mostrador.

Cuando voy a mi despacho veo que hay un par de cajas vacías en el suelo. No tengo muchos objetos personales, así que no tardaré en empaquetar mis cosas.
Veinte minutos más tarde estoy cerrando las cajas con cinta americana. Llaman a la puerta.

—Adelante —digo.

Por un momento me pregunto si será Pedro, pero cuando me vuelvo, Trevor está en el umbral, vestido con vaqueros claros y una camiseta blanca. No me acostumbro a verlo sin traje.

—¿Lista para el gran traslado? —me pregunta mientras intento levantar una caja que he llenado demasiado.

—Sí, casi. ¿Y tú?

Se acerca, levanta la caja por mí y la deja en mi mesa.

—Gracias. —Sonrío y me limpio las manos en los laterales de mi vestido verde.

—Todo preparado. En cuanto termine hoy aquí, me iré para allá.

—Es increíble. Sé que llevas listo para mudarte a Seattle desde que estuvimos allí.

Noto que la vergüenza se expande por mis mejillas porque él también se ruboriza.

—Cuando estuvimos allí...

Trevor me invitó a cenar y fue genial, pero a continuación no dejé que me besara y Pedro le dio un buen meneo y lo amenazó. No sé por qué lo he mencionado. Ni idea, la verdad.
Me mira inexpresivo.

—Fue un fin de semana muy interesante. Tú también debes de estar muy contenta. Siempre has querido vivir en Seattle.

—Sí, me muero de ganas.

Trevor examina mi oficina.

—Sé que no es asunto mío, pero ¿ Pedro se traslada a Seattle contigo?

—No —responde mi boca antes de que mi mente pueda ponerse al día—. Bueno, aún no estoy muy segura. Dice que no quiere, pero espero que cambie de opinión... —Sigo hablando a borbotones, las palabras salen de mi boca a toda velocidad, demasiado rápido.

Trevor parece estar un tanto incómodo. Se mete las manos en los bolsillos y al final me interrumpe:

—¿Por qué no quiere irse contigo?

—La verdad es que no lo sé, pero espero que venga. —Suspiro y me siento en mi sillón de cuero.

La mirada de Trevor se encuentra con la mía.

—Si no va, es que está loco.

—Está loco y punto. —Me echo a reír, intentando aliviar la tensión que se acumula en el despacho.

Él también se echa a reír y menea la cabeza.

—Bueno, será mejor que termine y me marche cuanto antes. Nos vemos en Seattle.

Me deja con una sonrisa y por alguna razón me siento un poco culpable. Busco mi móvil y le envío un mensaje de texto a Pedro para decirle que Trevor se ha pasado por mi despacho. Por una vez, sus celos me van a ser de utilidad. A lo mejor se pone tan celoso de Trevor que decide venirse a vivir a Seattle. No parece probable, pero no puedo evitar aferrarme a un clavo ardiendo con la esperanza de que cambie de parecer. El tiempo se acaba, en seis días no podrá organizar gran cosa. Tendrá que solicitar el traslado, aunque con el cargo de Ken, no creo que suponga ningún problema.

A mí seis días también se me quedan cortos, pero estoy preparada para Seattle. No me queda otra.

Es mi futuro y no puede girar en torno a Pedro, y más si él pasa de compromisos. Le ofrecí un plan justo: nos vamos a Seattle y, si no nos gusta, siempre podemos irnos a Inglaterra. Pero no quiso ni pensarlo, lo rechazó sin más. Espero que el viaje que hemos planeado con su familia, para ver ballenas, le haga comprender que igual que Landon, Ken, Karen y yo, está listo para probar cosas nuevas, divertidas y positivas. Tampoco es tan difícil.

Pero es Pedro, y con él nada es fácil.
Suena el teléfono y me distrae de todo el estrés de Seattle.

—Tienes visita —anuncia Kimberly, y el corazón me da un vuelco sólo de pensar en ver a Pedro.

Únicamente han pasado unas pocas horas, pero cuando no estamos juntos lo echo mucho de menos.

—Dile a Pedro que pase. Me sorprende que haya esperado a que me llamaras —digo.
Kimberly chasquea la lengua.

—No es Pedro.

¿ Pedro ha traído a mi padre?

—¿Es un hombre mayor con barba?

—No... Un chico joven... Como Pedro —susurra.

—¿Tiene la cara amoratada? —pregunto a pesar de que ya sé la respuesta.

—Sí, ¿le pido que se vaya?

No quiero hacerle eso a Zed y tampoco ha hecho nada malo, excepto no obedecer a Pedro cuando le dijo que se alejara de mí.

—No, que pase. Es amigo mío.

¿A qué habrá venido? Estoy segura de que está relacionado con que haya pasado de sus mensajes, pero no entiendo qué es tan urgente como para que haya hecho un viaje de cuarenta minutos para venir a contármelo.

Cuelgo y me pregunto si debo escribirle a Pedro para explicarle que Zed se ha presentado en mi despacho. Meto el móvil en un cajón del escritorio y lo cierro. Lo último que necesito es que él se plante aquí también, porque no podrá controlar su ira y montará una escena en mi último día en la oficina.


Y lo último que quiero es que lo arresten otra vez.

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