Pedro
—Aquí tienes —dice mi madre entrando en mi antigua habitación.
Me tiende una pequeña taza de porcelana y me incorporo en la cama.
—¿Qué es? —pregunto con la voz ronca.
—Leche caliente con miel —dice cuando le doy un sorbo—. ¿Te acuerdas de que
te la preparaba de pequeño siempre que te ponías enfermo?
—Sí.
—Pau te perdonará, Pedro —me dice, y cierro los ojos.
Por fin he pasado de llorar a moco tendido a estar medio atontado y sin
lágrimas. No siento nada.
—No lo creo...
—Te perdonará. He visto cómo te mira. Te ha perdonado cosas peores.
Me peina la maraña enredada y me la aparta de la frente. Por una vez, no
hago una mueca.
—Ya lo sé —digo—, pero esta vez es distinto, mamá. He arruinado todo lo que
hemos pasado meses construyendo.
—Te quiere.
—No puedo seguir de este modo, no puedo. No puedo ser lo que ella quiere.
Siempre lo fastidio todo. Soy así y siempre lo seré, el tío que lo fastidia
todo.
—Eso no es verdad, y sé que eres justo lo que ella quiere.
La taza tiembla en mi mano y está a punto de caerse.
—Sé que sólo quieres ayudar pero, mamá..., déjalo, por favor.
—Y ¿qué vas a hacer? ¿Vas a perderla y seguir adelante con tu vida?
Dejo la taza y el plato sobre la mesilla antes de contestar. Suspiro.
—No, no podría seguir con mi vida aunque quisiera. Pero ella tiene que
hacerlo. He de dejarla marchar antes de causarle más daño.
Tengo que dejar que acabe como Natalie. Feliz..., feliz después de todo lo
que le hice. Feliz con alguien como Elijah.
—Está bien, Pedro. No sé qué más decirte para convencerte de que seas un
hombre y le pidas perdón —me espeta.
—Vete, por favor —le ruego.
—Eso voy a hacer, pero sólo porque tengo fe en que al final harás lo
correcto y lucharás por ella.
En cuanto sale del cuarto y cierra la puerta tras de sí, estrello la taza y
el pequeño plato contra la pared.
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