Divina

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miércoles, 18 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 69


Pedro

Se le pone la carne de gallina cuando le acaricio los brazos con las puntas de los dedos. Sé que tiene frío, pero me gustaría pensar que en parte se lo estoy provocando yo. La agarro de los brazos con más fuerza cuando se menea sobre mi regazo, presionando las caderas contra mí para crear la fricción que deseo y que necesito. Nunca había deseado tanto a nadie, tan a menudo.

Sí, me he tirado a muchas tías, pero eso era sólo por la satisfacción del momento, para poder jactarme de ello, no para estar lo más cerca posible de ellas, como me sucede con Pau. Con ella, es una cuestión de sensaciones.

Me gusta ver cómo se le eriza el vello cuando la toco; cómo se queja de que tener la carne de gallina la obliga a afeitarse más a menudo, y yo pongo los ojos en blanco aunque me hace gracia; cómo gime cuando atrapo su labio entre los dientes y hace ese ruido cuando lo suelto y, sobre todo, me gusta el hecho de estar haciendo algo que únicamente compartimos ella y yo. Nadie ha estado ni estará nunca tan cerca de ella de este modo. Desliza sus finos dedos para desabrocharse el sujetador mientras yo chupo su piel justo por encima de la copa. La detengo.

—No tenemos mucho tiempo —le recuerdo, y ella hace pucheros, logrando que la desee más todavía.

—Pues date prisa y quítate la ropa —me ordena con suavidad. Me encanta ver que cada vez se siente más cómoda conmigo.

—No me lo digas dos veces.

La cojo de las caderas, la levanto y la coloco al lado en el sofá. Me quito los shorts y el bóxer y le hago una señal para que se tumbe. Mientras cojo mi cartera de la mesa para sacar un condón, ella se quita los pantalones... los pantaloncitos de yoga.

En mis veinte años de vida, jamás había visto algo tan sexi. No tengo ni puta idea de qué es lo que tienen, puede que sea el modo en que se ciñen a sus muslos, resaltando cada una de sus maravillosas curvas, o puede que sea el hecho de que muestran su culo perfectamente pero, sea como sea, van a convertirse en la prenda que lleve puesta para estar por casa a todas horas.

—Tienes que empezar a tomarte la píldora. No quiero usar esto nunca más —le digo, y ella asiente mirando mis dedos mientras yo me coloco el condón. Lo digo en serio: pienso recordárselo todas las mañanas.

Pau me sorprende tirando de mi brazo en un intento de obligarme a sentarme en el cojín que tiene al lado.

 —¿Qué? —pregunto sabiendo perfectamente lo que pretende, pero quiero oír cómo lo dice. Me encanta su inocencia, pero sé que es mucho más pervertida de lo que se admite a sí misma: otra característica de su personalidad que sólo yo conozco. Me fulmina con la mirada, y el tiempo apremia, así que decido no provocarla. Me siento y la coloco encima de mí de inmediato. La agarro del pelo y pego los labios a los suyos. 

Absorbo los gritos y los gemidos que emanan de su boca mientras hago descender su cuerpo sobre mí y la penetro. Ambos suspiramos. Pone los ojos en blanco y casi me corro al instante.

—La próxima vez lo haremos despacio, nena, pero ahora sólo tenemos unos minutos, ¿de acuerdo? —gruño en su oído mientras ella menea en círculos sus generosas caderas.

—Mmmm —gime. Me tomo el gesto como una señal para acelerar el ritmo. Envuelvo su espalda con los brazos, la estrecho contra mí para que nuestros pechos se toquen y elevo las caderas al tiempo que ella hace rotar las suyas. Es una sensación indescriptible. Apenas puedo respirar mientras los dos nos movemos más y más deprisa. No tenemos mucho tiempo y, por una vez, estoy desesperado por acabar pronto.

—Dime algo, Pau —le ruego sabiendo que le dará vergüenza, pero esperando que penetrarla y agarrarla del pelo con la fuerza suficiente le inspire el valor para hablarme de un modo en el que ya me ha hablado antes.

—Vale... —Jadea, y yo me muevo más deprisa—. Pedro... —Su voz es temblorosa, y se muerde el labio para relajarse, cosa que no hace sino calentarme todavía más. La presión empieza a concentrarse en mi estómago—. Pedro, me encanta sentirte... —dice con confianza, y yo maldigo entre dientes—. Ya estás protestando y ni siquiera he dicho nada —me suelta.

Su tono presuntuoso me lleva al límite y pierdo el control. Su cuerpo tiembla y se tensa y observo cómo llega al orgasmo. Es como si fuese igual de cautivadora, si no más, cada vez que se corre. Por eso nunca me canso de ella, y nunca lo haré. Unos golpes en la puerta nos sacan a los dos de nuestro estado de sedación postorgásmica y Pau se aparta de mí al instante.

Levanta su camiseta del suelo mientras yo me quito el condón usado y también cojo mi ropa del suelo.

 —¡Un momento! —grito.

Pau enciende una vela y comienza a ordenar los cojines decorativos del sofá.

—¿Por qué enciendes una vela? —pregunto mientras me visto y me dirijo a la puerta.

—Porque huele a sexo —susurra, a pesar de que el de mantenimiento no puede oírla. 

Se arregla a toda prisa el pelo con los dedos. Me río en respuesta y sacudo la cabeza justo antes de abrir. El hombre que espera al otro lado es alto, más alto que yo, y tiene una barba larga. Lleva el pelo castaño hasta los hombros y aparenta tener al menos cincuenta años.

—Se ha estropeado la calefacción, ¿no? —pregunta con voz áspera. Es evidente que ha fumado demasiados cigarrillos a lo largo de su vida.

—Sí, ¿por qué si no íbamos a estar a menos seis grados en este apartamento? —respondo, y veo cómo los ojos del hombre se posan en mi Pau. Me vuelvo y, cómo no, compruebo que está inclinándose hacia adelante para sacar el cargador de su móvil de la cesta de debajo de la mesa. Y, cómo no, lleva puestos los putos pantalones de yoga. 

Y, cómo no, este tipo grasiento con una puta barba le está mirando el culo. Y, cómo no, ella se incorpora de nuevo ajena a ese intercambio.

—Oye, Pau, ¿por qué no esperas en el cuarto hasta que esté arreglado? —le sugiero—. Allí se está más calentito.

—No, estoy bien. Me quedo aquí contigo —repone, y se sienta en el sillón.

Se me está agotando la paciencia, y cuando levanta los brazos para recogerse el pelo ofreciéndole a este capullo un espectáculo, tengo que armarme de paciencia para no arrastrarla hasta la habitación. Debo de estar mirándola con furia, porque me observa durante unos segundos y luego dice:

—Vale... —claramente confundida. Recoge sus libros de texto y desaparece en la habitación.

—Arregle la puta calefacción —le espeto al viejo verde. Él se pone a trabajar en silencio, y permanece en silencio, de modo que debe de ser más inteligente de lo que había dado por hecho.

Al cabo de unos minutos, el móvil de Pau empieza a vibrar en la mesita auxiliar. Me tomo la libertad de cogerlo cuando veo el nombre de Kimberly en la pantalla.

—¿Sí?

—¿ Pedro?

La voz de Kimberly es tremendamente aguda, no sé cómo Christian lo soporta. Seguramente fue su aspecto lo que lo atrajo, probablemente en alguna discoteca, donde no podía oírla bien.

—Sí. Un segundo, ahora te la paso. Abro la puerta del dormitorio y me encuentro a Pau tumbada boca abajo en la cama, con un boli entre los dientes y los pies en el aire.

—Es Kimberly —le explico, y le tiro el teléfono a la cama a su lado. Lo coge.

 ¡Hola, Kim! ¿Va todo bien? —Al cabo de unos segundos, exclama—: ¡No me digas! Eso es horrible. Enarco una ceja, pero no repara en ello. —Ah..., vale... Deja que se lo comente a Pedro. Sólo será un segundo, pero seguro que no tendrá inconveniente. —Se aparta el teléfono de la oreja y tapa el auricular con la mano—. Christian ha cogido una especie de virus estomacal y Kim tiene que llevarlo al hospital. No es nada grave, pero su niñera no está disponible —susurra.

—¿Y? —digo encogiéndome de hombros.

—Necesitan que alguien cuide de Smith.

—Yyyy, ¿por qué me cuentas esto?

—Quiere saber si podemos cuidarlo nosotros. —Se muerde los carrillos. No puedo creer que me esté sugiriendo que quiere cuidar de ese niño.

—¿Qué? Pau suspira.

—Hacer de niñeros, Pedro.

—No. De eso, nada.

—¿Por qué no? Es un niño muy bueno —protesta.

—No, Pau, esto no es una guardería. Ni de coña. Dile a Kim que le compre un poco de paracetamol y que le dé un poco de sopa de pollo y listos.

Pedro..., ella es mi amiga y él es mi jefe, y está enfermo. Creía que te importaba —replica, y se me revuelve la conciencia.

Claro que le tengo aprecio a Vance, estuvo ahí para mí y para mi madre cuando mi padre la cagaba, pero eso no significa que quiera cuidar de su hijo cuando mañana ya me he comprometido a ir a un partido de hockey con Landon.

—He dicho que no —reitero, manteniéndome firme. Lo último que necesito ahora es un incordio de niño con la boca manchada de chocolate que me destroce el apartamento.

—Por favor, Pedro —me ruega Pau—. No tienen a nadie más. Por favooor...


Sé que va a decir que sí de todos modos; sólo me ha preguntado por cortesía. Suspiro vencido y veo cómo se dibuja una sonrisa en su rostro.

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