Impuros
PEDRO
Me bañé, me perfumé. Dejé una botella de Impuro a la vista,
junto a dos
copas que pedí para mi habitación. Quería seguir manteniendo
esa actitud
segura, confiada. Necesitaba sostener esa omnipotencia. Se
aconseja una
dosis de prepotencia cada tanto.
Mi vida había sido sobre todo cobarde. Ordenada. Prolija. En
el fondo
de mi envidiada estabilidad se escondía un chico con miedo
al cambio. A
los ajustes. La adrenalina no era un clásico en mi familia.
“Quien de joven
se come la sardina, de viejo caga la espina”, decía mi
abuela vasca,
laburante, sufrida.
Tincho tenía razón con la teoría del malbec. Nada puede ser
tan puro,
tan perfecto, tan firme. Un poco de cagazo a veces ayuda.
Bajé al restaurante, elegí la mejor mesa. La más retirada,
íntima. Pedí
una degustación de chutneys, chapatis. Unos higos. Frutos
secos. Arroz,
por supuesto. Pedí la comida como ejercicio de confianza.
Necesitaba
avanzar seguro. Paula tenía que venir. Podía fallar, pero
necesité probarme
sosteniendo una certeza. Transformar la incertidumbre en
certeza era todo
un desafío para mi estructura mental. ¡Y pensar que puteé al
gerente y lo
maldije por haberme empernado con este viaje!, pensé.
Debería llevarle un
regalo a Alex. Una botella de Impuro aunque sea.
Para un tipo como yo, cambiar de planes a último momento era
letal. En
mi Creamfields de los 40 eso iba a cambiar. Estaba seguro.
Me faltaban
dos años para cumplir cuarenta pero ya podía sentir un
cambio.
Me quité la alianza. Preferí darme el permiso de olvidar a
Laura por un
momento. Me propuse volver el tiempo atrás. Estaba ansioso.
Llegó el
pedido y una pequeña duda comenzó a asomar. Me imaginé
comiendo
todo yo solo. O pidiéndole a los camareros que me lo
guardasen para el
otro día. ¡Basta, Pedro! ¡No alimentes el pensamiento del
fracaso!, me dije.
Corté la maquinaria mental, y ahí estaba ella. Enfundada en
un vestido
rojo. Rojo sangre. Me sentía un pendejo.
—Viniste.
—¿Está mal? Me vuelvo.
Avanzó y le vi las piernas brillantes. El vestido era más
corto que el de
la noche anterior. Se había encremado. Se la veía lubricada,
resbaladiza,
peligrosa. Miró la comida. Era un buen banquete. Hasta
sospechoso.
—¿Esperabas a alguien?
—Sí, a mi iniciada.
—¿Tan seguro estabas de que iba a venir?
—No podía arriesgarme a no esperarte. Ya aprobaste manjares
callejeros. Hoy te toca cocina gourmet.
—Me encantaría estar tan despreocupada como vos.
—No creas que esto es algo cotidiano para mí.
—¿Habitual?
—Para nada habitual. Creo que es lo más extraordinario que
me pasó en
cinco años.
—Nunca más extraordinario que escapar en medio de una alarma
de
atentado.
—Retomemos. Volvamos a ese momento.
—¿A Nueva York? No me parece...
—Si esa alarma no hubiera sonado, yo te habría invitado a
cenar. Esa
misma noche.
—¿Entonces? ¿Decís que esa cena fue impedida por Bush?
Nos miramos de frente. Más sinceros que la noche anterior.
Se acercó a
mi oreja y me susurró, intrigante.
—Porque esa alarma de atentado fue un invento de Bush. Estoy
segura.
—¡Por supuesto! Y nosotros, pobres sudamericanos, fuimos sus
únicas
víctimas.
—La Casa Blanca tendría que devolvernos lo que nos quitó.
—Nosotros mismos tenemos que ocuparnos de recuperar lo que
perdimos. ¡Por eso te traje acá, el mejor restaurante
marroquí de
Manhattan! ¡Vamos a devolvernos esa cena!
Brindamos metiéndonos de cabeza en ese juego. Nos animamos a
disfrutar de la comida. Hicimos de cuenta que esos cinco
años no habían
pasado. Que aquella alarma nunca había sonado. Seguramente
en esa
realidad paralela yo sí había acabado. Entonces podía
relajarme y
disfrutar, aunque sea, hasta la próxima cogida.
Ella cerró los ojos comiendo un higo remojado en chutney
picante. La
vi abriéndose, entregándose. Nos vi cómodos, familiares. Esa
sensación
era casi un acto terrorista.
—Esto es lo bueno de Nueva York. Entrás a un restaurante y
parece que
estuvieras en otro país.
—Me encanta la comida marroquí de Nueva York. Probá este
cous cous.
—¿Y cuando vas a Marruecos qué comés?
—Hamburguesas.
No parábamos de reírnos, mirarnos, volver a reírnos. Me
acordé de que
eso no me pasaba con las mujeres. Reírme con una mujer.
Reírme con mi
mujer. Jugar sin que me importara parecer pelotudo. Paula no
me
analizaba. Me invitaba a jugar.
—Esta comida es muy Tánger. Los dueños deben ser de allá.
—No. Los dueños son argentinos. Empezaron con un puesto de
choripanes. Después abrieron un parripollo y cuando se
dieron cuenta de
que no hay nada mejor que comer con la mano, ¡se entregaron
a las
delicias marroquíes!
Le di de probar un langostino en la boca. Ella me chupó los
dedos. Sentí
su lengua en mi piel y la miré profundo. Ella me clavó los
ojos mientras
masticaba con gusto.
—¡Lo bien que hicieron! Yo también me habría entregado.
—Estás a tiempo. Entregate.
Paula me miró decidida. Es tan exacto el momento en que los
hombres
vemos el signo de aprobación. Es una mirada sostenida pero
brillante.
Como un destello. Y después una respiración y una sonrisa
medio de
costado. Hay un gesto habilitante. Un solo gesto. Mágico. Un
¡cogemeya!
que si no descifrás a tiempo se puede convertir
inmediatamente en un
jamás.
La tomé de la mano y me la llevé. Le cubrí los ojos. La
música nos
acompañó durante todo el viaje. Del restaurante había que
cruzar un patio
andaluz (en realidad era marroquí el patio pero me hacía
bien imaginarme
en Andalucía), y de allí pasar por un living. Cada espacio
tenía sus olores,
sus colores.
Paula se dejó llevar. Le divertía el misterio. Avancé
llevándola desde
atrás y vi sus pezones erectos. La quería tener desnuda,
toda para mí. Ella
sonreía y se apoyaba sobre mí. Yo la abrazaba por detrás. Con
un brazo le
rodeaba toda la cintura y con el otro cubría sus ojos.
Estábamos pegados y
ella podía sentir lo dura que estaba mi pija. Jugueteaba con
eso. Lo
disfrutaba. Se movía frotándola y haciéndola crecer más.
Llegamos a la puerta de la habitación y la abrí de una
patada. Nos
desvestimos con torpeza. Sin magia ni romanticismo. Nos
arrancábamos
la ropa con bronca. La levanté en brazos y ella se me colgó
apretando sus
piernas.
—¡Momento!
Pude entender su lapsus de lucidez y tomé los preservativos
que había
dejado en la mesa de luz.
—¡Nunca me imaginé comprando forros en Marruecos!
—Te tenías mucha fe.
—Fe no, ganas. ¿Vos no?
Volvimos a reírnos y la besé con fuerza. Me la comía
mientras la
apoyaba contra la pared. Su primer orgasmo fue casi
automático. Como el
del baño del aeropuerto. Frené un segundo. Yo no podía
acabar tan rápido.
Los varones no nos podemos dar ese lujo. Dejé mi pija
adentro de ella y
nos quedamos los dos quietos. Cerré los ojos y me imaginé
todos sus
conductos. Podía sentir la suavidad de su piel abrazándome
la pija.
Absorbiéndomela. Como si su útero me la estuviese
succionando.
Quise metérsela hasta la garganta. La arrojé sobre la cama
para
penetrarla con brutalidad. Estábamos los dos furiosos. Fue
una cogida
violenta. Una cogida con revancha, con venganza. Con odio
por aquel
encuentro inconcluso. Los dos necesitábamos vaciarnos.
Exterminar el
deseo. Exprimirnos hasta que no nos quedase una sola gota de
semen.
Gritábamos apretando los dientes. Rabiosos. Ella pegó un
grito grave, de
dolor. Era como un gemido que le venía desde las entrañas. Y
ahí su
segundo orgasmo. Acabó sin dejar de mirarme. Me golpeaba el
pecho
mientras acababa. Parecía odiarme y odiarse por gozar tanto.
Y al final,
lloró.
PAULA
Me quedé en la cama. En blanco. Pedro fue desnudo hacia una
mesita en
la que había dos copas y una botella de vino tinto. Lo miré
en silencio.
Dicen que los varones no son bellos cuando se desnudan. No
sé quién dijo
eso. A mí me gustaba ver las pieles al descubierto. Miré su
espalda. Sus
brazos. Era la primera vez que podía verlo en detalle. Pedro
tenía el
cuerpo trabajado en su punto justo. Sutil. Nunca me gustaron
los
musculosos.
Ninguno de los dos habló sobre el llanto que le siguió a mi
orgasmo.
Pedro había acabado dentro de mí mientras yo lagrimeaba. Por
primera
vez lo sentí vaciarse. Intenté no pensar en nada. Me propuse
anclarme en
ese instante. Estar presente. Despejé de mi mente toda
imagen, todo
pensamiento. Sólo me conecté con mi cuerpo en reposo. Mi
cuerpo
descansaba como una fiera luego de saciar su hambre. La
calma que
antecede a la tormenta. La siesta que precede al banquete.
Pedro caminó hacia mí. En silencio. Lo miré desde la cama.
Le miré los
muslos firmes. Su pija que descansaba despreocupada pero
atenta. Sus
abdominales tersos, apenas marcados. Sus pectorales casi no
tenían vello,
pero no era femenino. Eran pectorales fuertes, como sus
brazos. Sus
manos eran fibrosas. Me sentía sostenida y dominada por ese
cuerpo.
Llegué a los ojos. Me sonrió ofreciéndome una copa. Bebí sin
dejar de
mirarlo.
Había algo animal en nosotros. Algo profundamente natural,
primitivo.
Él me miraba mientras yo degustaba el vino. Mi cuerpo
vaciado,
permeable, se dejó impregnar por esos taninos.
—¿Qué palabra se te viene a la mente?
—Éxtasis.
—Impuro se llama. Es un sueño que tenemos con mi primo
enólogo.
—No parece un sueño. En mi boca lo siento bastante real.
—Nos gustaría abrirnos de la bodega y lanzarnos con este
vino.
—No entiendo qué esperan. Es adictivo. Impuro. Bien pensado,
¿malbec?
Pedro miró su copa, hizo girar el vino adentro. Experto. Y
bebió ritual.
Parecía un vampiro sediento disfrutando de la sangre más
rica.
—Tiene un toque de cabernet. Por eso su impureza. El placer,
o el
éxtasis, nunca puede ser perfecto.
Asentí cómplice. Ese momento era tan imperfecto y fascinante
como su
vino. Su pija creció de golpe. La vi engrosarse y apuntarme,
amenazante.
Dejó su copa ya vacía y se abalanzó para quitarme la mía.
Encendido
por aquel elixir sangriento. Sus manos fuertes me tomaron de
las muñecas
reduciéndome. Necesité oponer mis fuerzas. Resistirme.
Sentir su poder.
Me sostuvo más fuerte para penetrarme, dominante.
Una fuerza brutal me capturó, íntegra. Logré girar sobre él
y someterlo,
estaba posesa. Me gustaba descubrir mi propio poder. Medir
mi fuerza
contra la suya. Pedro se entregó a mi dominio y lo cabalgué
vengativa.
Necesitaba que esa misma noche extirpáramos cualquier resto
de deseo
que hubiese podido quedar entre nosotros.
Él me tomó de la cintura y ejerció una fuerte presión. Fue
subiendo sus
manos por mi torso. Presionándome los lados de la columna.
Un poco
más debajo de los omóplatos se detuvo y presionó más fuerte.
Sentí un
dolor punzante seguido de una descarga eléctrica que subió
desde mi sexo
por la línea de la columna. Nunca alguien me había apretado
ese punto.
Nunca antes había sentido ese conducto que unía el sacro con
la punta de la
cabeza. Me ericé por completo. Sentí el estremecimiento que
me recorría
desde la punta de los pies hasta la nuca. Un cosquilleo
rápido que me
invadía y me cortaba la respiración. Y ahí llegó el orgasmo
más poderoso
que tuve en mi vida. Como un estallido. Cargado, potente,
sagrado,
ancestral.
Grité desarmándome. El cosquilleo creció de golpe, hasta el
clímax.
Cerré los ojos y vi colores. Rosado y ámbar. Todo era
lisérgico,
enloquecedor. Grité deshaciéndome de esa electricidad. Fue
como una
descarga que se fue de golpe y me dejó rendida. Casi en
shock. Como si
todas mis pulsiones vitales se hubiesen ido en ese orgasmo.
Como si toda
la energía sexual de mi vida hubiese estado ahí, condensada,
al acecho,
esperando para explotar en ese momento.
Caí sin fuerzas junto a él. Perdí mi vista en los dibujos
que formaban
los mosaicos del techo. Sin dudas estábamos en un lugar
extraño,
diferente. Tonalidades, texturas, diseños que conspiraban
para potenciar el
colorido infierno en el que nos sentíamos presos. Nos
quedamos mudos.
—Esto no puede estar mal.
Lo dijo casi inaudible. Su mirada también se perdía en ese
caleidoscopio que veíamos desde la cama. Lo miré conmovida y
me miró.
Más suave, más tierno. Nos miramos y volvimos a ser humanos.
Humanos
indefensos y perdidos. Pedro recorrió el contorno de mi
rostro, como
dibujándolo con sus dedos. Y siguió por el cuello hasta mi hombro.
No sé
si quería dibujarme en detalle o borrarme para siempre.
—Esta línea. Nada me excita más. El camino que lleva desde
el mentón
hasta el hombro. Sos perfecta.
—No. Somos imperfectos. Los dos.
Pedro bebió más vino. Lo dejó en su boca para luego dibujar
con su
lengua roja esa línea que tanto le gustaba. Me lamió el
cuello como
bebiendo de ahí ese malbec impuro. Y siguió. Me giró en la
cama y
comenzó a salpicar gotas de vino sobre mi espalda. Me dejé
saborear.
Sentí sus dedos húmedos en mi clítoris. Los sentí más
húmedos
abriéndome las nalgas y lubricándome. Me puse tensa al
sentir su saliva
entre mis glúteos. No estaba dispuesta a una penetración
anal. Pero él me
mojó más y más y mi cuerpo cedió ante él. Se abrió. Pedro
era mi amo.
Era como esos encantadores de serpientes que había visto en
la plaza.
Cerré los ojos dejando que mi cuerpo decidiera por mí.
Sentí el vino que corría por mi cintura. Pedro siguió
lamiéndome.
Preparándome. Lubricándome. Se subió arriba dejándome sentir
su pija
más erecta que nunca rozando mis piernas. Y entró de una
manera
elegante. Lenta pero decidida. Su pija más gruesa que nunca.
Me dolió al
principio hasta que la sentí toda adentro y el dolor se
convirtió en placer.
Sentí el contacto directo con su piel, sin forro, y no me
importó. No
pensé en nada más que ese bombeo que me contraía el abdomen.
Un leve
calambre crecía desde la planta de mis pies. Esa
electricidad era distinta.
Eran descargas, como golpes que me contraían y relajaban.
Apreté mis
dientes y mis párpados. Él lanzó un gemido contenido,
brusco. Y sentí el
desborde de su leche tibia. Abundante. Espesa. Que entró en
mi cuerpo
arrasándolo.
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solo 4 capitulos mas y termina
se puso buenísima, me encantaron
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