Divina

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miércoles, 22 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 9




Impuros


PEDRO

Me bañé, me perfumé. Dejé una botella de Impuro a la vista, junto a dos
copas que pedí para mi habitación. Quería seguir manteniendo esa actitud
segura, confiada. Necesitaba sostener esa omnipotencia. Se aconseja una
dosis de prepotencia cada tanto.

Mi vida había sido sobre todo cobarde. Ordenada. Prolija. En el fondo
de mi envidiada estabilidad se escondía un chico con miedo al cambio. A
los ajustes. La adrenalina no era un clásico en mi familia. “Quien de joven
se come la sardina, de viejo caga la espina”, decía mi abuela vasca,
laburante, sufrida.

Tincho tenía razón con la teoría del malbec. Nada puede ser tan puro,
tan perfecto, tan firme. Un poco de cagazo a veces ayuda.

Bajé al restaurante, elegí la mejor mesa. La más retirada, íntima. Pedí
una degustación de chutneys, chapatis. Unos higos. Frutos secos. Arroz,
por supuesto. Pedí la comida como ejercicio de confianza. Necesitaba
avanzar seguro. Paula tenía que venir. Podía fallar, pero necesité probarme
sosteniendo una certeza. Transformar la incertidumbre en certeza era todo
un desafío para mi estructura mental. ¡Y pensar que puteé al gerente y lo
maldije por haberme empernado con este viaje!, pensé. Debería llevarle un
regalo a Alex. Una botella de Impuro aunque sea.

Para un tipo como yo, cambiar de planes a último momento era letal. En
mi Creamfields de los 40 eso iba a cambiar. Estaba seguro. Me faltaban
dos años para cumplir cuarenta pero ya podía sentir un cambio.

Me quité la alianza. Preferí darme el permiso de olvidar a Laura por un
momento. Me propuse volver el tiempo atrás. Estaba ansioso. Llegó el
pedido y una pequeña duda comenzó a asomar. Me imaginé comiendo
todo yo solo. O pidiéndole a los camareros que me lo guardasen para el
otro día. ¡Basta, Pedro! ¡No alimentes el pensamiento del fracaso!, me dije.

Corté la maquinaria mental, y ahí estaba ella. Enfundada en un vestido
rojo. Rojo sangre. Me sentía un pendejo.

—Viniste.

—¿Está mal? Me vuelvo.

Avanzó y le vi las piernas brillantes. El vestido era más corto que el de
la noche anterior. Se había encremado. Se la veía lubricada, resbaladiza,
peligrosa. Miró la comida. Era un buen banquete. Hasta sospechoso.

—¿Esperabas a alguien?

—Sí, a mi iniciada.

—¿Tan seguro estabas de que iba a venir?

—No podía arriesgarme a no esperarte. Ya aprobaste manjares
callejeros. Hoy te toca cocina gourmet.

—Me encantaría estar tan despreocupada como vos.

—No creas que esto es algo cotidiano para mí.

—¿Habitual?

—Para nada habitual. Creo que es lo más extraordinario que me pasó en
cinco años.

—Nunca más extraordinario que escapar en medio de una alarma de
atentado.

—Retomemos. Volvamos a ese momento.

—¿A Nueva York? No me parece...

—Si esa alarma no hubiera sonado, yo te habría invitado a cenar. Esa

misma noche.
—¿Entonces? ¿Decís que esa cena fue impedida por Bush?

Nos miramos de frente. Más sinceros que la noche anterior. Se acercó a
mi oreja y me susurró, intrigante.

—Porque esa alarma de atentado fue un invento de Bush. Estoy segura.

—¡Por supuesto! Y nosotros, pobres sudamericanos, fuimos sus únicas
víctimas.

—La Casa Blanca tendría que devolvernos lo que nos quitó.

—Nosotros mismos tenemos que ocuparnos de recuperar lo que
perdimos. ¡Por eso te traje acá, el mejor restaurante marroquí de
Manhattan! ¡Vamos a devolvernos esa cena!

Brindamos metiéndonos de cabeza en ese juego. Nos animamos a
disfrutar de la comida. Hicimos de cuenta que esos cinco años no habían
pasado. Que aquella alarma nunca había sonado. Seguramente en esa
realidad paralela yo sí había acabado. Entonces podía relajarme y
disfrutar, aunque sea, hasta la próxima cogida.

Ella cerró los ojos comiendo un higo remojado en chutney picante. La
vi abriéndose, entregándose. Nos vi cómodos, familiares. Esa sensación
era casi un acto terrorista.

—Esto es lo bueno de Nueva York. Entrás a un restaurante y parece que
estuvieras en otro país.
—Me encanta la comida marroquí de Nueva York. Probá este cous cous.

—¿Y cuando vas a Marruecos qué comés?

—Hamburguesas.

No parábamos de reírnos, mirarnos, volver a reírnos. Me acordé de que
eso no me pasaba con las mujeres. Reírme con una mujer. Reírme con mi
mujer. Jugar sin que me importara parecer pelotudo. Paula no me
analizaba. Me invitaba a jugar.

—Esta comida es muy Tánger. Los dueños deben ser de allá.

—No. Los dueños son argentinos. Empezaron con un puesto de
choripanes. Después abrieron un parripollo y cuando se dieron cuenta de
que no hay nada mejor que comer con la mano, ¡se entregaron a las
delicias marroquíes!

Le di de probar un langostino en la boca. Ella me chupó los dedos. Sentí
su lengua en mi piel y la miré profundo. Ella me clavó los ojos mientras
masticaba con gusto.

—¡Lo bien que hicieron! Yo también me habría entregado.

—Estás a tiempo. Entregate.

Paula me miró decidida. Es tan exacto el momento en que los hombres
vemos el signo de aprobación. Es una mirada sostenida pero brillante.
Como un destello. Y después una respiración y una sonrisa medio de
costado. Hay un gesto habilitante. Un solo gesto. Mágico. Un ¡cogemeya!
que si no descifrás a tiempo se puede convertir inmediatamente en un
jamás.

La tomé de la mano y me la llevé. Le cubrí los ojos. La música nos
acompañó durante todo el viaje. Del restaurante había que cruzar un patio
andaluz (en realidad era marroquí el patio pero me hacía bien imaginarme
en Andalucía), y de allí pasar por un living. Cada espacio tenía sus olores,
sus colores.

Paula se dejó llevar. Le divertía el misterio. Avancé llevándola desde
atrás y vi sus pezones erectos. La quería tener desnuda, toda para mí. Ella
sonreía y se apoyaba sobre mí. Yo la abrazaba por detrás. Con un brazo le
rodeaba toda la cintura y con el otro cubría sus ojos. Estábamos pegados y
ella podía sentir lo dura que estaba mi pija. Jugueteaba con eso. Lo
disfrutaba. Se movía frotándola y haciéndola crecer más.

Llegamos a la puerta de la habitación y la abrí de una patada. Nos
desvestimos con torpeza. Sin magia ni romanticismo. Nos arrancábamos
la ropa con bronca. La levanté en brazos y ella se me colgó apretando sus
piernas.

—¡Momento!

Pude entender su lapsus de lucidez y tomé los preservativos que había
dejado en la mesa de luz.

—¡Nunca me imaginé comprando forros en Marruecos!

—Te tenías mucha fe.

—Fe no, ganas. ¿Vos no?

Volvimos a reírnos y la besé con fuerza. Me la comía mientras la
apoyaba contra la pared. Su primer orgasmo fue casi automático. Como el
del baño del aeropuerto. Frené un segundo. Yo no podía acabar tan rápido.

Los varones no nos podemos dar ese lujo. Dejé mi pija adentro de ella y
nos quedamos los dos quietos. Cerré los ojos y me imaginé todos sus
conductos. Podía sentir la suavidad de su piel abrazándome la pija.

Absorbiéndomela. Como si su útero me la estuviese succionando.
Quise metérsela hasta la garganta. La arrojé sobre la cama para
penetrarla con brutalidad. Estábamos los dos furiosos. Fue una cogida
violenta. Una cogida con revancha, con venganza. Con odio por aquel
encuentro inconcluso. Los dos necesitábamos vaciarnos. Exterminar el
deseo. Exprimirnos hasta que no nos quedase una sola gota de semen.

Gritábamos apretando los dientes. Rabiosos. Ella pegó un grito grave, de
dolor. Era como un gemido que le venía desde las entrañas. Y ahí su
segundo orgasmo. Acabó sin dejar de mirarme. Me golpeaba el pecho
mientras acababa. Parecía odiarme y odiarse por gozar tanto. Y al final,
lloró.


PAULA

Me quedé en la cama. En blanco. Pedro fue desnudo hacia una mesita en
la que había dos copas y una botella de vino tinto. Lo miré en silencio.

Dicen que los varones no son bellos cuando se desnudan. No sé quién dijo
eso. A mí me gustaba ver las pieles al descubierto. Miré su espalda. Sus
brazos. Era la primera vez que podía verlo en detalle. Pedro tenía el
cuerpo trabajado en su punto justo. Sutil. Nunca me gustaron los
musculosos.

Ninguno de los dos habló sobre el llanto que le siguió a mi orgasmo.
Pedro había acabado dentro de mí mientras yo lagrimeaba. Por primera
vez lo sentí vaciarse. Intenté no pensar en nada. Me propuse anclarme en
ese instante. Estar presente. Despejé de mi mente toda imagen, todo
pensamiento. Sólo me conecté con mi cuerpo en reposo. Mi cuerpo
descansaba como una fiera luego de saciar su hambre. La calma que
antecede a la tormenta. La siesta que precede al banquete.

Pedro caminó hacia mí. En silencio. Lo miré desde la cama. Le miré los
muslos firmes. Su pija que descansaba despreocupada pero atenta. Sus
abdominales tersos, apenas marcados. Sus pectorales casi no tenían vello,
pero no era femenino. Eran pectorales fuertes, como sus brazos. Sus
manos eran fibrosas. Me sentía sostenida y dominada por ese cuerpo.

Llegué a los ojos. Me sonrió ofreciéndome una copa. Bebí sin dejar de
mirarlo.

Había algo animal en nosotros. Algo profundamente natural, primitivo.
Él me miraba mientras yo degustaba el vino. Mi cuerpo vaciado,
permeable, se dejó impregnar por esos taninos.

—¿Qué palabra se te viene a la mente?

—Éxtasis.

—Impuro se llama. Es un sueño que tenemos con mi primo enólogo.

—No parece un sueño. En mi boca lo siento bastante real.

—Nos gustaría abrirnos de la bodega y lanzarnos con este vino.
 Nuestro propio vino.

—No entiendo qué esperan. Es adictivo. Impuro. Bien pensado,
¿malbec?

Pedro miró su copa, hizo girar el vino adentro. Experto. Y bebió ritual.
Parecía un vampiro sediento disfrutando de la sangre más rica.

—Tiene un toque de cabernet. Por eso su impureza. El placer, o el
éxtasis, nunca puede ser perfecto.

Asentí cómplice. Ese momento era tan imperfecto y fascinante como su
vino. Su pija creció de golpe. La vi engrosarse y apuntarme, amenazante.

Dejó su copa ya vacía y se abalanzó para quitarme la mía. Encendido
por aquel elixir sangriento. Sus manos fuertes me tomaron de las muñecas
reduciéndome. Necesité oponer mis fuerzas. Resistirme. Sentir su poder.
Me sostuvo más fuerte para penetrarme, dominante.

Una fuerza brutal me capturó, íntegra. Logré girar sobre él y someterlo,
estaba posesa. Me gustaba descubrir mi propio poder. Medir mi fuerza
contra la suya. Pedro se entregó a mi dominio y lo cabalgué vengativa.

Necesitaba que esa misma noche extirpáramos cualquier resto de deseo
que hubiese podido quedar entre nosotros.

Él me tomó de la cintura y ejerció una fuerte presión. Fue subiendo sus
manos por mi torso. Presionándome los lados de la columna. Un poco
más debajo de los omóplatos se detuvo y presionó más fuerte. Sentí un
dolor punzante seguido de una descarga eléctrica que subió desde mi sexo
por la línea de la columna. Nunca alguien me había apretado ese punto.

Nunca antes había sentido ese conducto que unía el sacro con la punta de la
cabeza. Me ericé por completo. Sentí el estremecimiento que me recorría
desde la punta de los pies hasta la nuca. Un cosquilleo rápido que me
invadía y me cortaba la respiración. Y ahí llegó el orgasmo más poderoso
que tuve en mi vida. Como un estallido. Cargado, potente, sagrado,
ancestral.

Grité desarmándome. El cosquilleo creció de golpe, hasta el clímax.
Cerré los ojos y vi colores. Rosado y ámbar. Todo era lisérgico,
enloquecedor. Grité deshaciéndome de esa electricidad. Fue como una
descarga que se fue de golpe y me dejó rendida. Casi en shock. Como si
todas mis pulsiones vitales se hubiesen ido en ese orgasmo. Como si toda
la energía sexual de mi vida hubiese estado ahí, condensada, al acecho,
esperando para explotar en ese momento.

Caí sin fuerzas junto a él. Perdí mi vista en los dibujos que formaban
los mosaicos del techo. Sin dudas estábamos en un lugar extraño,
diferente. Tonalidades, texturas, diseños que conspiraban para potenciar el
colorido infierno en el que nos sentíamos presos. Nos quedamos mudos.

—Esto no puede estar mal.

Lo dijo casi inaudible. Su mirada también se perdía en ese
caleidoscopio que veíamos desde la cama. Lo miré conmovida y me miró.
Más suave, más tierno. Nos miramos y volvimos a ser humanos. Humanos
indefensos y perdidos. Pedro recorrió el contorno de mi rostro, como
dibujándolo con sus dedos. Y siguió por el cuello hasta mi hombro. No sé
si quería dibujarme en detalle o borrarme para siempre.

—Esta línea. Nada me excita más. El camino que lleva desde el mentón
hasta el hombro. Sos perfecta.

—No. Somos imperfectos. Los dos.

Pedro bebió más vino. Lo dejó en su boca para luego dibujar con su
lengua roja esa línea que tanto le gustaba. Me lamió el cuello como
bebiendo de ahí ese malbec impuro. Y siguió. Me giró en la cama y
comenzó a salpicar gotas de vino sobre mi espalda. Me dejé saborear.

Sentí sus dedos húmedos en mi clítoris. Los sentí más húmedos
abriéndome las nalgas y lubricándome. Me puse tensa al sentir su saliva
entre mis glúteos. No estaba dispuesta a una penetración anal. Pero él me
mojó más y más y mi cuerpo cedió ante él. Se abrió. Pedro era mi amo.

Era como esos encantadores de serpientes que había visto en la plaza.
Cerré los ojos dejando que mi cuerpo decidiera por mí.
Sentí el vino que corría por mi cintura. Pedro siguió lamiéndome.
Preparándome. Lubricándome. Se subió arriba dejándome sentir su pija
más erecta que nunca rozando mis piernas. Y entró de una manera
elegante. Lenta pero decidida. Su pija más gruesa que nunca. Me dolió al
principio hasta que la sentí toda adentro y el dolor se convirtió en placer.

Sentí el contacto directo con su piel, sin forro, y no me importó. No
pensé en nada más que ese bombeo que me contraía el abdomen. Un leve
calambre crecía desde la planta de mis pies. Esa electricidad era distinta.

Eran descargas, como golpes que me contraían y relajaban. Apreté mis
dientes y mis párpados. Él lanzó un gemido contenido, brusco. Y sentí el
desborde de su leche tibia. Abundante. Espesa. Que entró en mi cuerpo
arrasándolo.


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solo 4 capitulos mas y termina 

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