Una y mil noches
PEDRO
Por fin había llegado la noche. Necesitaba que se pusiera
todo oscuro.
Estaba excitado, ansioso. Jamás desarmaba la valija en esos
viajes de tres
o cuatros días. Pero tuve que ocupar mi tiempo, moverme. Mi
cuerpo me
pedía acción. Acomodé mi habitación. Tenía sueño. Me
quedaban un par
de horas por delante. Repasé mentalmente si estaba todo en
orden antes de
entregarme a una siesta de media hora. Bien las reuniones.
Enviados los
mails. Mis tres mudas de ropa ya en los cajones, ¿tendría
que comprar
forros? Tendría que comprar forros. Qué novato. Estas cosas
a Tincho no
le pasan. Ni un puto forro en la billetera, ¡amateur!, pensé.
Tenía que llamar a Laura, hablar con los chicos. Los nenes
serían la
mejor manera de esquivar cualquier pregunta. Laura nunca
preguntaba
nada. Ella trabajaba de preguntar. En la vida prefería ser
escuchada.
A Anita y a Alejo les iba a encantar mi habitación, ¡qué
raro era todo en
Marruecos! Los ambientes parecían disfrazados. Todo parecía
un
decorado. Una puesta en escena diseñada por un fumón. O por
un
religioso. Había algo de santuario, de sagrado. Los dorados,
los flecos,
las borlas, ¿estaba bien dicho ‘borlas’?
Llamé desde mi tablet. En seguida aparecieron los tres en
pantalla.
Malditas pantallas. Era más simple cuando hablábamos sin
vernos las
caras. El fax fue el mejor invento. Ahí nos teníamos que
quedar, en el fax,
¿para qué más? ¡Qué locura el fax! Ahora mismo hubiera
podido
mandarles un fax con el folleto del hotel a mis hijos. Todo
podría haber
sido más impersonal, más simple. Pero no. Ahí estaban ellos,
los tres,
felices de verme. Tan lindos, dulces. Yo no me recordaba tan
demostrativo
con mis padres. No nos abrazábamos tanto. Los tiempos
cambiaron. Los
papás nos volvimos más maricones. Me encantaba comerme a
besos a mis
dos hijos. Abrazarlos, morderlos.
—¡Papi!
—A ver tu cuarto.
—¿Quieren ver mi alfombra mágica?
Ofrecerles una aventura de cuentos me ayudaba a omitir
cualquier
comentario sobre el vuelo, la llegada, mi primera jornada.
Alejé el rostro
de la tablet haciendo un paneo por toda la habitación.
—¿Escuchaste, Alejo? ¡Papá viajó hasta ahí en una alfombra
mágica! —
esa era Laura.
Y ahí estábamos los cuatro. Viajando por una aventura
exótica a la
distancia. Si existieran las alfombras voladoras,
seguramente todo habría
sido más fácil. Sin cimbronazos. Sin erecciones incorrectas.
Tincho una vez me dijo: lo peor que te puede pasar cuando
mirás a una
mujer hermosa, es que te sostenga la mirada. Listo. Te caga
la vida. Yo,
cuando miro un culo, pido por favor que no me dé pelota,
¡evitame un
problema!, le ruego a la dueña del orto.
Mi primo tenía razón. La aparición de Paula me acababa de
cagar la
vida.
—Mirá, Ana. A vos que te gusta la princesa Yasmín, ¿sabías
que ella
duerme en una cama igualita a esta?
Mi hijita de cuatro años me miró con una admiración que
dolía. El
asombro en sus ojitos me lastimaba. Le estaba mostrando la
misma cama
en la que, la noche anterior, me hice una paja pensando en
una mujer que
no era su madre.
—¡El próximo viaje van a querer ir con vos!
—¿Alguna novedad por ahí?
—No. No llamaron de la inmobiliaria, ¿qué pensás? ¿Será que
no les
interesó tu oferta?
Laura se nubló. Claramente su deseo de mudarse, crecer y
proyectar una
vida feliz en una casa con jardín había empezado a prender
adentro suyo.
Una ansiosa Laura acababa de estrellarse contra mi voraz
impulso de
cortar todo tipo de soga y salir volando.
—Nunca se sabe. Esperemos. No nos volvamos locos.
—Te arrepentiste.
¡Qué pantallas putas! Los nenes ya se habían alejado y
jugaban de fondo.
Quedé expuesto. Laura era experta en adivinarlo todo. Se
dedicaba a eso.
Sentí que un farol enorme me encandilaba de frente. La luz
blanca
resaltaba cualquier gesto falso.
—¿Por qué decís eso?
—Porque te veo y te escucho. Te arrepentiste. Te contagié el
miedo.
—No me analices, please.
Cuando la trataba de analista secamente, la neutralizaba.
Ella odiaba eso.
Odiaba que el mundo entero opinara que todas las psicólogas
eran
insoportables. Que sus vidas eran una mierda y que las
relaciones con
ellas eran insostenibles. Lo increíble era que los mismos
que decían que
jamás se casarían con una psicóloga, eran los primeros en
pagar una
consulta que les encarrilara la vida. Paradojas de la
sociedad moderna:
pagarle a una chiflada para que te lleve las riendas. Dicen
que los que más
sufren son los hijos de psicólogos. Por suerte en casa
teníamos muy
clarito que ni yo, ni los chicos, éramos sus pacientes.
—Confiemos. Que sea lo que tenga que ser. Necesito dormir,
¿hablamos
mañana?
—Está bien. Descansá, ¡saluden a papá!
Alejo y Ana aparecieron corriendo para tirarme besos a
través de la
pantalla. Qué buen invento el skype. Qué bueno tener esta
tablet. Qué lindo
poder verlos a la distancia. Mis hijos lograban poner en
jaque cualquier
teoría, pensamiento o hipótesis. Me emocioné. Inhalé
profundo, como
queriendo llenarme de ese amor, el único amor realmente
puro.
La pantalla volvió a negro. Todo se fue a negro. Sentí una
sombra en mi
mirada, en mi sonrisa, en mi alma. La farsa había terminado
y me
encontré ahí, solo e ilusionado con un encuentro que podía
hacerme pisar
la banquina para siempre.
Respiré profundo. Sin dudas era un amateur, ¿cómo hace la
gente que
pasa años sosteniendo una doble vida? Recordé a aquella
paciente de
Laura con la que había chocado en el pallier de casa. Me
acordé que Laura
me había contado sobre esa mujer. Justo ese día había
descubierto una
infidelidad de años. Hay hombres que soportan años esta
sensación, ¿y yo?
Yo soy un pelotudo, pensé.
Me recosté en la cama como pidiendo ser capturado, salvado.
Me hundí
en ella con los ojos cerrados. Volví a abrirlos, miré las
botellas de Impuro
que brillaban sobre un mueblecito. Eso necesitaba. Un trago.
Relajarme.
Soltar un poco el control. No se podía ser perfecto. Nada
era perfecto.
Nada era puro. Nadie podía aspirar a la perfección ni a la
pureza.
Descorché el vino, lo olí, y tomé del pico. Impuro. Suave en
la boca.
Carnoso y amable. Sexy. Este vino es todo, pensé. Tomé otro
trago y caí
rendido en la cama. Necesitaba unos minutos más de sueño.
PAULA
Esa misma noche quise estrenar el vestido bordado. No porque
considerara que era una noche especial, sino porque no había
llevado ropa
como para una salida arreglada. Creo que me tranquilizaba la
sensación de
no llevar puesta, a mi cita con otro hombre, ninguna de las
prendas que mi
marido había elegido al hacerme el bolso. Qué pensamiento
más
retorcido, Paula, me dije.
Me miré al espejo. El vestido me quedaba como hecho a
medida. Me vi
linda, atractiva. Me vi mujer, y no porque Bruno no me
hiciera sentir
hermosa, simplemente hacía tiempo que pasaba por los espejos
sin
detenerme. Sin verme. Ya no me buscaba en los reflejos. Ya
no me buscaba
en ningún lado.
Le pedí algunos cosméticos prestados a Sofía. Había perdido
la
costumbre de maquillarme. Cuando volábamos, me ponía algo de
rímel,
un brillo en los labios y listo. Pero era de noche. Me
delineé los ojos, usé
algo de rubor.
—Demasiado linda como para no querer romper un corazón.
Típicas palabras de Sofía. Me sentí descubierta.
—Me siento horrible.
—Transmitíselo a tu cara.
Reconocí mi deseo de verme linda. Reconocí que quería
gustarle a
Pedro. Pero mi deseo no iba más allá de eso. Gustarle era
para mí como
una venganza, ¡mirá lo que te perdiste! Y gustarme a mí
misma era un acto
de valentía. Necesitaba sentirme segura, feliz, impermeable.
El sonido de una llamada entrante vía skype hizo que se me
corriera el
delineador que estaba usando con inexperto cuidado. Atendí
de un salto.
Con la efusividad propia de quien quiere ocultar algo.
—¡Hola! ¡Mis amores! ¡No se imaginan cómo los extraño!
¿Mis amores? Nunca les había dicho así. Tan falsa, tan
hipócrita. Me
convertí en una hueca estúpida sin corazón que se olvidaba
de todo por
hacerse la adolescente usando las pinturitas de su amiga.
—¡Mirá cómo se me está recuperando la herida de guerra,
mami! —del
otro lado estaba la voz de Bruno, mostrándome el labio de Bauti.
—Mi amor, ¿te duele? ¡Si le queda una cicatriz, me muero!
Bauti sonreía feliz luciendo su punto, su herida. Le
divertía la idea de
tener una cicatriz. En algo se parecía a mí. Llevaba con
orgullo las marcas
de guerra, se regodeaba en ellas.
—¡Pero qué linda está mamá!
—Me compré este vestido, ¿te gusta? Hacía tanto que no me
compraba
nada.
—¡La voy a sacar a festejar su vuelta a las nubes! —Sofía,
siempre
atenta, desde atrás, esperando que yo metiera la pata.
Sofía era una experta. Podía mentir y meter excusas sin que
se le
moviera un solo músculo.
—Me parece muy bien. Festejen ¡y hagan un brindis de más!
Eso lo dijo Bruno. Sonrió con cierto halo de misterio y miró
a Bauti.
Sofía me clavó los ojos buscando alguna pista en mi cara. Yo
no tenía idea
de alguna noticia que Bruno pudiera tener preparada para mi
vuelta. Me
quedé muda. Sofía se ocupó de tapar el bache.
—Un brindis “pendiente”. ¡Me encantó! Como esos bares
europeos
donde dejás un café pendiente para que venga alguien y se lo
tome.
—¿Un brindis, por qué motivo?
No pude evitar sonar inquieta, nerviosa. Sospechosamente
tensa.
—¡Noticia sorpresa! No te podemos adelantar más, ¿no, Bauti?
¡Vayan a
festejar que nosotros nos vamos a poner una peli y a comer
muchas papas
fritas!
—La sal le va a hacer arder el labio. Cuidado, ¡que no coma
muchas!
—¡Muchísimas vamos a comer! Hoy tiramos la casa por la
ventana,
¡vamos a llenar la cama de migas!
Ellos me hacían una protesta revolucionaria vía skype y yo
sonreía por
no llorar. Congelé la sonrisa más grande que tenía para
ofrecerles. Las
lágrimas me inundaron los ojos. Podía sentir un lago en cada
ojo pero
sostenía el agua ahí. Si me movía, si pestañeaba, si
hablaba, iba a romper
en llanto. Bruno se emocionó al ver mi conmoción.
Seguramente pensó
que era porque no soportaba tenerlos lejos. ¡Qué flor de
hija de puta sos,
Paula!, pensé.
—¡Te amamos, mamá!
Bruno alzaba a Bauti que saludaba con su manito. Los dos me
tiraban
besos y yo, con el alma desgarrada y una culpa que me
revolvía las tripas,
contuve el llanto para despedirme con algo de dignidad.
—Yo los amo. Los amo a los dos.
Cortaron primero. Quedé congelada tapándome la boca con
espanto,
blanca, como si hubiera visto a un fantasma. A mi propio
fantasma
saludándome desde la pantalla con una sonrisa socarrona que
me
confirmaba que estaba muerta.
—Los amo a los dos. Fuerte.
Esa fue Sofía, filosa, punzante.
Giré hacia ella y la dejé muda. Recién ahí vio mi maquillaje
enjuagado
por el llanto. Patética imagen.
—A ellos dos. A Bruno y a Bauti —aclaré.
—Entendí. Entendí.
—¿Qué estoy haciendo?
Me cubrí la cara con ambas manos y desparramé el enchastre
del
maquillaje. Fue un impulso de supervivencia. Volverme
impresentable me
obligaría a faltar a la cita.
—¿Cuál puede ser la noticia sorpresa?
Ni Sofía ni yo podíamos hacernos las boludas. La alegría en
los ojitos
de mi marido y de mi hijo fue como una patada en la cara,
las dos
habíamos quedado golpeadas.
—No voy a bajar. Es una estupidez todo esto.
—¿No se te ocurre ningún motivo de brindis? ¿Qué estará
tramando tu
marido?
Pensar en cualquier posible noticia feliz, justo en ese
momento, me
destrozaba. Me quité los zapatos, me despeiné. Quería
meterme en la cama
y olvidarme de todo. Sofi carraspeó y me miró de lleno. Ella
colocaba la
voz en un lugar diferente cuando quería hablar en serio. O
por lo menos,
cuando pretendía ser tomada en serio.
—Pau, lo mejor que te puede pasar es bajar y comprobar que
Pasillo 18
no le llega ni a los talones a Bruno. Pasillo es una
fantasía.
—¡Pedro se llama!
—Pedro, Pasillo, Atentado, llamalo como quieras. Seguro es
un imbécil
y estaría buenísimo que lo confirmes lo antes posible.
—Hace un rato no pensabas eso.
—Siempre lo pensé, ¡por algo no apareció antes! Sos azafata,
¿me vas a
decir que no se las podía ingeniar para ubicarte?
Sofi sabía tocar donde más me dolía. Todavía me lastimaba
aquel
desencuentro, esos años de espera, de ilusión pedorra.
Muchas veces
imaginé que alguien de la aerolínea venía y me decía “Paula,
te buscan”.
Mil veces vi esa escena. Cambié de personajes, de decorado,
de locación,
de vestuario. Pasaron años y yo seguía imaginando esa misma
escena de
reencuentro, ¡esa puta escena que nunca ocurrió porque el
tipo era un
verdadero forro! Por suerte llegó Bruno con ganas de
insistir lo suficiente
como para lograr sacarme de tanta pelotudez.
—Hoy tenés la oportunidad de sacarte la duda, bajarlo a
tierra y
agradecer el marido que tenés.
Sofía tenía razón. Tanta paja acumulada, tanta fantasía, no
me estaban
dejando ver la realidad. Pedro no me movía ni una fibra. Su
llegada
solamente me estaba haciendo retroceder cinco años. Lo que
me
desestabilizaba era recordarme ilusa, inocente, esperándolo.
Me lavé la cara. Me maquillé suave, sólo para esconder la
irritación del
llanto, y salí de la habitación.
Pedro vendría a buscarme al hotel. Me senté a esperarlo.
Otra vez, la
espera.
La terraza era una guachada. Parecía elegida por un director
de cine.
Todo conspiraba para que la noche fuera especial. Me pedí un
Campari
con naranja y menta. El Campari más aromático que tomé en mi
vida. El
barman golpeaba las hojas de menta antes de hundirlas en el
vaso de trago
largo. Las activaba para que desprendieran su aroma. Respiré
profundo
antes de beber. Dejé que la menta me invadiera. Que abriera
todos mis
conductos.
Sobre una pequeña tarima se encontraban unos músicos.
Acompañaban
con una percusión flamenca el canto de una española. La
música en mi
idioma me llevaba de nuevo a casa, me tranquilizaba. La
canción decía
“Mientras más me sujetas, más miedo tengo de caer”. Reconocí
esa voz,
esa letra. La había escuchado sonar por la radio. Agradecí
ese ambiente
familiar.
Revolví mi trago dibujando círculos en el sentido opuesto a
las agujas
del reloj. Estaba en otro hemisferio. Sonreí sola repitiendo
el ritual. Los
minutos pasaban y Pedro no llegaba, ¿cómo describir una
frustración tan
gozosa? Era casi masoquista. El deseo sobre el deseo. Las
ganas de verlo
mientras deseaba con todas mis fuerzas que me dejara
plantada. Sí, era
masoquista.
Mientras revolvía, volví a mi tatuaje: Deseo, ¿qué mierda
deseaba?
Deseaba verlo y que me confirmara que era un imbécil. Quizás
si me
dejaba plantada era una buena manera de demostrar su falta
de hombría.
Quería verlo, preguntarle tantas cosas. Mi deseo era
entender por qué
mierda nunca me había buscado. Deseaba con todas mis fuerzas
confirmar
que Bruno era el hombre de mi vida.
Me pedí otro trago sin quitar los ojos de mi tatuaje. Me vi
a mí misma
caminando sola por Brooklyn, entrando al local de ese
tatuador indio que
hablaba perfecto español porque tenía una novia colombiana.
Recordé mi
fascinación por los ciudadanos del mundo. Mi atracción por
los
extranjeros. Mi alma de viajera. Mi pasión por los idiomas.
Mi tatuaje me
hablaba, algo asfixiado, asomaba por debajo de unas cadenitas
de plata
que me había regalado Bruno y de un hilo rojo que me fui a
comprar
alguna vez al centro argentino de Kabbalah. El señor que me
lo vendió me
había pedido que me prometiese a mí misma no tener
pensamientos
negativos. Me dijo que el hilo me iba a proteger y ató siete
nudos mientras
pronunciaba una oración en hebreo.
Ese hilo era físico, real. Existía ahí, decolorado,
envejecido, desgastado
en mi muñeca. Ese hilito rojo me hacía sentir un poquito
judía. Un poquito
más cerca de la familia de Bruno.
Pero el verdadero hilo rojo era otro. Sofi y yo éramos
fanáticas de una
leyenda japonesa que nada tenía que ver con la Kabbalah. El
verdadero
hilo rojo no se ve. No se lleva entre pulseras, no depende
de la decisión, ni
de la voluntad de meterse en un centro filosófico a pedir
que te aten siete
nudos.
Pensé en ese hilo rojo del destino y mi cabeza se fugó de
golpe. Me fui
a nuestros años de solteras, cuando compartíamos un
departamento de dos
ambientes. El mismo en el que Sofía seguía viviendo. El
mismo que
alquilamos en la inmobiliaria de Bruno. Ese departamento fue
un eslabón
fundamental para encontrar mi destino de esposa y madre.
Recordé mi vuelta de Nueva York. Yo esperaba ansiosa a Sofía
que
llegaba de su patética y clandestina luna de miel con Jorge.
No dejé ni que
llevara su valija al cuarto. La tomé por asalto ni bien
cruzó la puerta.
Necesitaba contarle todo. Nunca habíamos salido con un
pasajero.
Ninguna de las dos. Sofía no podía creer que, siendo ella la
más zarpada,
haya sido yo la primera en atravesar esa barrera. En romper
ese pacto.
Pero Pedro no había sido un pasajero cualquiera. Le conté la
historia
desde el comienzo, con el sacudón en la puerta del
aeropuerto. Y después
las miraditas durante el vuelo. El episodio de la frazada.
Lo que me
provocaba su cercanía, su perfume. Traté de describir su
mirada. La
sonrisa. Su torpeza al encararme. Y aquel caffe latte
caliente en mi escote,
¡y segundos después el tipo chupándome las tetas en el baño!
Y mis
orgasmos mientras afuera estaba todo a punto de estallar. Y
las corridas.
La evacuación. Mi tatuaje en Brooklyn. Mis caminatas por el
Central Park
fantaseando un reencuentro. Recordé cada palabra mía y cada
reacción de
Sofía. Éramos frescas, crédulas, libres.
—¿Ni el nombre sabés?
—Nada. Una locura. Nos miramos y listo. Fue puro impulso.
Increíble.
Sentí un vértigo, una felicidad... Libertad, ¡eso sentí!
—¿Y el tatuaje fue otro impulso?
—¡Quiero recordar esta sensación de por vida!
—Te enamoraste.
—¡Uno debería vivir así!
—¿Garchando en aeropuertos?
—¡Deseando y activando! Sin pensar. Soy feliz cuando vivo
así.
—¿Y hay chances de que te lo vuelvas a encontrar?
—Hay chances de que él me busque. Sabe en qué compañía
trabajo, en
el vuelo que íbamos... Estoy segura que nos vamos a volver a
ver.
—¡El hilo rojo!
Sofía había gritado, iluminada, ¡el hilo rojo! Como ante una
revelación.
—Confiemos en el hilo rojo. Conocimos una pareja de
orientales en el
viaje. Nos contaron esa leyenda. Cuando dos personas están
unidas por el
hilo rojo del destino siempre volverán a encontrarse. El
hilo se puede
enredar, se puede tensar, pero nunca se va a cortar.
—¿Jorge y vos están unidos por el hilo rojo según esos
chinos?
—¡Japoneses!
Miré para otro lado. Me irritaba un poco ver cómo Sofía se
engañaba a
sí misma, ¿quién era yo para juzgar a Sofía que acababa de
viajar con su
amante mientras yo no sabía ni el nombre del mío?
—Tengo novedades. Jorge me preguntó si quería ser su novia.
—¿Dejó a la mujer?
Eso sí que era un cambio. Una apuesta. Un avance. Iba a tener
que
comerme cada una de mis palabras en contra de Jorge.
—No, no la dejó. Pero somos novios...
Sofía respondió, ilusa y conformista como siempre. Y yo
confirmé
todo lo que pensaba de ese viejo tramposo y estafador que le
estaba
embargando la juventud a mi amiga.
—¡No podés ser novia de un casado, Sofía! ¡No entres en su
juego! No
se puede tener esposa y novia a la vez. Hasta que el tipo no
se separe sos y
vas a seguir siendo la amante, ¡por más hilo rojo que te
venda!
Fui dura. Lo sabía. Sofía se nubló de golpe y abandonó la
charla.
Si algo nos mantenía unidas, era nuestra crueldad. Eso sí
era amor.
Bancarnos las peores verdades de la boca de nuestra mejor
amiga era un
acto de amor verdadero. Sufrir en carne propia el desengaño
de tu amiga
y poder ser honesta y no cómplice. Ese sí era un pacto
inquebrantable
entre las dos.
Y ahí estábamos, cinco años después. Sofía durmiendo en
nuestra
habitación de hotel en Tánger. Sola y sin rastros de aquel
viejo pirata al
que durante tanto tiempo le sostuvo la vela. Y yo, tomando
Campari con
naranja y menta esperando a un ex amante que jamás vendría.
Tomé el fondito del trago que se escondía debajo de los
hielos. Los
músicos se habían callado. Estaban en la barra. La cantante
me miraba con
ganas, ¡la que me faltaba! El percusionista flamenco también
me miraba.
Estaban los dos tomando whisky. Ella movía los hielos de su
vaso
sumergiendo sus dedos. Recordé la botellita del frigobar que
me había
hecho sudar la noche anterior. Me acordé de mis dedos de
mujer. Llevaba
años sin tocarme. Y entré en calor otra vez.
El silencio camuflaba el ruido que yo tenía por dentro. Era
un buen
momento para volver a la habitación y abrazar a mi amiga.
Decirle
gracias por estar siempre. Gracias por aguantar mis
ausencias en los
últimos años. Gracias por insistirme para que mirara al
chico de la
inmobiliaria que moría por mí. Gracias por empujarme a
volar. A volver.
Sofía me iba a decir que cuando tomaba dos tragos me ponía
melancólica, boluda, cursi, minita. Y era cierto. Después
íbamos a reír
juntas y seguramente se nos iba a ocurrir alguna locura,
como salir
descalzas a caminar por la playa hasta el amanecer
recordando anécdotas
de la juventud. Me sentí una estúpida perdiéndome momentos
con mi
amiga en un viaje tan significativo. Dejando que un
desconocido opacara
esa estadía de cuatro noches.
Abandoné la espera. Abandoné el Campari, el olor a menta, a
los
músicos, y me fui. Caminé unos pasos hacia la habitación,
más decidida
que nunca.
—¡Paula!
Escuchar mi nombre en la boca de Pedro me estremeció. El
grito venía
desde la puerta del hotel. Yo no podía girar. Sentí el frío
que me corría por
la espalda y sus pasos acercándose. Mi nombre por primera
vez en la boca
de ese hombre.
—Perdón, perdón... Me tiré un segundo en la cama y morí.
Giré y vi verdad en sus ojos. Estaba agitado y bastante
transpirado. Se
notaba que había llegado corriendo.
—Es un papelón. Lo sé. Perdoname, vine lo más rápido que
pude. Te
invito a comer.
—No te preocupes. A cualquiera le puede pasar.
—Soy un idiota. No lo puedo creer. Te juro que no me lo
perdono.
Dejarte esperando, ¿comemos?
—Ya comí.
Mentí. No me importaba comer. No podía ni intentarlo. Los
dos o tres
Camparis que había tomado habían sido mi cena. Ya había
perdido la
cuenta. La cuenta de todo. De los minutos. Las horas. Los
años. Los tragos.
Los temas de la española.
—No me vas a suspender ahora, ¿caminamos? ¿Tomamos algo acá?
—Caminar me va a venir bien.
Y salimos a una noche que alumbraba mi noche. Por suerte la
plaza de
Tánger estaba llena de atracciones que me ayudaban a desviar
la mirada, y
la conversación. Él insistía en hablar de la vida real. De
su vida real. Yo
prefería evadir. Ser elíptica. Buscar temas superficiales,
turísticos. Pero
ninguno de los dos era turista en Marruecos. Yo era una
azafata encallada
en un puerto extraño y él era el subgerente de comercio
exterior de una
bodega. Un subgerente a punto de conseguir un ascenso
gracias a ese viaje
que su jefe le había delegado a último momento, ¡y yo que lo
creía
cronista de una revista de vanguardia! Él contaba su día
anterior a subir al
avión y yo no quería imaginar nada de aquel puerto desde el
cual
habíamos zarpado, ¡qué insistencia! ¿Tanto le costaba
hacerse el turista
aunque sea un ratito? Los turistas no hablaban de sus vidas,
ni de sus
trabajos, ni de sus profesiones. En la democracia turística
lo único que
importaba era lo que te unía con el otro en ese instante:
una excursión, una
comida, un paseo, un descubrimiento, una foto.
—Los marroquíes compran malbec desde hace años. Los
españoles
también.
—Volás bastante entonces.
—Sí. Vine varias veces pero nunca vuelo directo.
Generalmente voy a
reuniones en Madrid y de ahí cruzo. Esta vez fue bastante
excepcional, ¿te
toca volar a Madrid a veces?
—Años que no volaba. Acabo de volver.
—¿No me vas a decir que este era tu primer vuelo y justo...?
—¿Y justo...?
Yo pensaba que eso de buscar señales y causalidades era cosa
de minas,
pero no. Él insistía en unir cabos para demostrar que
teníamos que
encontrarnos. Y yo justo acababa de recordar la leyenda del
hilo rojo
invisible que une a dos personas para que, tarde o temprano,
vuelvan a
juntarse. Tanta sensación de destino me cortaba la
respiración.
—Es mi primera vez en Tánger. Todavía no probé nada de estas
comidas típicas, ¿vos?
—Soy habitué. Permitime ser tu guía gastronómico.
Me extendió la mano. Acepté y me entregué a la experiencia.
Por fin
había logrado que nos enfocáramos en las rarezas que ofrecía
la plaza.
Por fin íbamos a dejar de hablar de nuestras vidas reales.
Me llevó hasta una suerte de bar callejero, me quedé a unos
pasos. Vi
cómo el vendedor activaba la menta de la misma manera como
había visto
en mi hotel. La golpeaba entre sus palmas. Rogué que no me
ofrecieran
nada con alcohol. Una copa más podría ser la entrada a un
laberinto
espantoso. Tenía que mantenerme sobria. Todavía era dueña de
mis actos,
reacciones, pensamientos. Pedro volvió con dos vasos.
—Menta. Bienvenida a Marruecos. El té es un ritual de
hospitalidad.
Cerré los ojos y volví a dejar que la menta me impregnara.
—“Paula”. Jamás se me hubiera ocurrido —dijo como pensando
en voz
alta.
—¿Qué cosa?
—Tu nombre.
—¿Intentaste adivinarlo alguna vez?
—Alguna vez.
—¿Sí?
—Bastantes veces. Se me ocurría Jimena, Carolina... Ana, me
había
decidido por Ana. Me gustan los nombres con P. Me gusta
Paula.
—No hay muchas Abriles de mi edad. Fue idea de mi hermana
mayor,
yo fui como su muñeca, jugaba a la mamá conmigo, ahora tiene
cuatro
hijos...
Él me miró interesado. Cometí falta. Mala mía. Mencionar la
maternidad no era buena idea, ¡salí de esa zona, Paula,
escapate ya de la
vida real!, pensé.
—Te vi cara de Juan.
—También jugaste a adivinar mi nombre.
—Alguna vez...
Pedro me sostuvo la mirada. Intenté adivinar en sus ojos
cuántas habían
sido las veces que pensó en mí. Él seguramente estaba
haciendo lo mismo.
Y lo cierto es que yo había pensado en él tantas veces como
horas
existieron desde aquella evacuación, hasta que acepté salir
con Bruno.
—Me debe el plato típico, señor anfitrión gastronómico.
—¡Caracoles hervidos!
¡Benditos sean los temas turísticos! Nos acercamos a un
puesto. Pedro
pidió las raciones y me mostró cómo se comía la especialidad
del lugar.
Tomó una cazuelita con las dos manos. Miré esas manos
fuertes pero
suaves, blancas, sanas. Manos de subgerente, pensé en esos
dedos que
habían estado por todas mis partes. Y en ese mismísimo
instante sentí una
trompada en la boca del estómago, ¡tenía anillo! ¡Alianza!
Una reluciente alianza de oro amarillo en el dedo anular de
su mano
izquierda. Me descolocó la imagen. Me descolocó el amarillo
del oro.
Qué antigüedad, qué mersada. Qué dolor. Era injusto sentirme
traicionada.
Yo también había rehecho mi vida, nunca me casé pero estaba
“casada de
hecho”, por lo menos eso decía la orden de mi prepaga. Tenía
un hijo, una
casa hermosa a mi nombre en un complejito divino de
Martínez. Tenía
todo, era feliz, ¡pero no tenía una alianza de oro amarillo!
—Si ponés esa cara, no te van a gustar. Entregate a la
experiencia,
¡antropología gourmet!
Ni sé qué cara puse. Me rearmé como pude y seguí como si
nada. Lo
que más me molestaba era tener que aceptar que me molestaba
ver ese
anillo en su dedo. Y así, entre la molestia y la aceptación,
sonreí
espléndida y abrí la boca dispuesta a tragarme lo que se
viniera.
—Está bien, está bien. Como usted diga.
Pedro pinchó un caracol y me lo dio en la boca. Los dos nos
sostuvimos la mirada. Un cosquilleo me recorrió el cuerpo.
Mastiqué el
caracol y reí nerviosa intentando deshacerme de esas
cosquillas. Él
también rio. Necesité alejarme. Tomé el cuenco con agua y
bebí. Torpe,
nerviosa.
—¡No! ¡No es para tomar! ¡Es para limpiarse los dedos!
Lo dijo urgente pero entre risas. Más tentado que antes.
Estallamos en
una carcajada, ¡qué asco! Se me aflojaron las piernas de la
risa. Él me
sostuvo casi por impulso. Abrazándome. La risa se extinguió
lentamente,
como tímida.
Mi plan estaba fallando. Había aceptado esa cita para
confirmar que ese
tipo era un imbécil y algo dentro de mí empezaba a no querer
que esa
noche terminara.
Retomamos el paseo. Caminamos sin rumbo y sin hilos
temáticos. Por
fin había logrado instalar una lógica turística. El tiempo
se nos escurría
entre los dedos. El efecto de los Camparis ya se había
diluido y acepté
tomar una cerveza. No recordaba la última vez que había
tomado una
cerveza sentada en el cordón de una vereda. Eso lo pensé. No
se lo dije.
Mantuve mi relato impersonal, atemporal, huidizo. También
pensé en las
veces que brindé con un vino de la bodega en la que él
trabajaba, ¿cuántas
veces pensé en él tomándome un malbec que quizás había
pasado por sus
manos? Volví a pensar en la leyenda japonesa. Quizás el hilo
del destino
era rojo malbec. Miré en mi muñeca, el otro hilo rojo, el
cabalístico, el
que me impuse como pulsera. Bruno tenía el mismo.
—“Deseo”. Buen tatuaje.
Lo dijo con los ojos clavados en mi muñeca. Pero mi tatuaje
no era un
buen tema para quedarse.
—Y muy buena cerveza. Hacía años que no me tomaba una
cerveza en
la calle. Me siento una adolescente.
—Yo me siento más español que nunca. Una tapita por allá,
una
cervecita por acá... Puro disfrute. Puro deseo cumplido.
—¿Sos de familia española?
—Nací el 9 de octubre, día de San Pedro.
Pensé rápidamente en Sofía, tenía que grabarme esa fecha
para decírsela
a ella y que me dé su perfil astrológico. Y ¡justo en ese
momento! un
chistido nos convocó. Era una tarotista. Rellenita. Muy
maquillada, vestía
colorida, combinando los rojos con los fucsias. De ese color
eran también
sus labios.
—¿Andaluces? —preguntó con un acento español que estremeció
a
Pedro.
Fue como una aparición. Yo necesitaba un oráculo y pensé en
la
astrología. Él había mencionado sus orígenes y esta señora
parecía una
enviada especial de sus ancestros.
—La consulta es de cortesía, ¡venga, hombre!
—Nunca fui a una adivina, ¿te dan ganas?
—La verdad es que en este momento, no. Andá vos, el destino
te llama.
Pedro fue hacia el puesto de la tarotista. Yo me quedé en mi
lugar.
Temerosa. No sé por qué sentí miedo. Creo que sentí la
amenaza de esas
profecías.
—Su esposa es bastante miedosa, ¿no?
Escuché de lejos y me tranquilizó muchísimo que pensara que
yo era la
esposa. Eso indicaba que no era tan adivina.
Pedrk le habló en un volumen más bajo. Me alivió no escuchar
más.
Bebí un trago más largo de cerveza y esperé mirando hacia
otro lado.
Intentando no invadir la privacidad de su consulta.
—¡Mirá lo que me tocó!
Gritó él, sin muchos pudores, enarbolando una de las cartas
de la
baraja. Era un arcano mayor: La Torre. Otro dato para
archivar en mi
cerebro y consultarle a Sofía.
—Yo no estaría tan contento... —deslizó la pitonisa y
recuperó su carta
—. ¡Sigan así, a puro cachondeo, juerga y algarabía, la vida
solita se va a
encargar!
Yo ya me había acercado. Pedro estaba dándole un trago a la
botella de
cerveza cuando el reto de la adivina lo hizo escupir de la
risa. Él tosía
ahogado. Yo me reía. Y la mujer se enojaba más. Fruncía el
ceño
arqueando sus cejas espesas mientras nos maldecía por lo
bajo mezclando
su baraja. Sus uñas infinitas pintadas de un fucsia perlado
arrojaban
destellos en el aire. Pedro estaba tomado por la tentación
de risa. Saqué un
par de euros de mi bolsillo y se los dejé a la bruja antes
de escapar
corriendo de sus maldiciones.
Nos alejamos riendo hasta llegar a la playa. Ya no quedaba
cerveza y el
día asomaba de golpe. El cielo se había teñido de rojos y
fucsias, como la
túnica de la pitonisa. Fue ahí que comenzamos a creer en sus
poderes. Lo
que nos estaba pasando era peor que una maldición.
Nos quedamos en silencio caminando por la playa. Ya no nos
mirábamos. El espectáculo que nos estaba regalando el cielo
era
demasiado obsceno como para agregarle palabras. Pasaron
algunos
minutos. No podría saber cuántos.
—¿Alguna vez te pasó qué...?
El primero en hablar fue él. Pero se detuvo.
—¿Qué?
—No. Nada.
Nada de lo que pudiéramos decir podría competirle a ese
amanecer.
Sin decir una palabra, seguimos caminando. De repente, me di
cuenta de
que habíamos llegado a la puerta de mi hotel. Pedro había
guiado mis
pasos hasta ahí. Los dos sabíamos que era el momento de la
despedida.
Nos miramos un poco más claros que antes. Francos. Intenté
liberarme
de cualquier tipo de estrategia. Si ese encuentro se hubiese
provocado un
tiempo atrás, seguramente estaríamos besándonos como
desesperados.
Pero no. Ese encuentro había ocurrido ahí. En ese momento. Y
me
angustiaba que así fuera. Me angustiaba ese instante y
necesitaba que él lo
supiera.
—Yo soy muy feliz. Muy, ¿sabés?
Pedro se extrañó ante mi confesión. Yo sentía que le estaba
abriendo el
corazón como a nadie pero él... se rio.
—Qué bueno. Me alegro mucho. Yo también soy feliz.
A Pedro claramente le había divertido mi reacción. A mí me
angustiaba
todavía más que se riera así de mi felicidad. Seguramente no
fui clara. No
interpretó lo que yo estaba tratando de decirle.
—Lo que te quiero decir es que estoy profundamente
agradecida por la
vida que tengo.
Se me quebró la voz al final de la frase. Mis ojos estaban
rojos por el
día, irritados por el rímel y húmedos por el llanto que no
quería soltar.
—Todas buenas noticias, ¿por qué te angustia decirlo?
—¡No estoy angustiada!
Lo dije en un grito, llorosa. Y estallamos en una carcajada.
Nos reímos
juntos de mi contradicción torpe y ridícula.
—Entiendo. No te preocupes. Yo también agradezco la vida que
tengo.
Nos miramos cómplices. Sabíamos de qué estábamos hablando.
Los dos
lo sabíamos. Él asintió comprensivo y continuó, en ese mismo
idioma
oculto, culposo, solapado.
—No hicimos nada malo. Nos debíamos este encuentro. Merecía
saber
que te llamás Paula.
No pude decir más. Estaba muy ocupada conteniendo el llanto.
Sonreí
agradecida, aliviada. Pedro había puesto en palabras lo que
los dos
necesitábamos escuchar. Me dio un beso en la mejilla, dulce,
contenedor.
Hasta paternal.
—Andá a dormir.
—Gracias.
Fue lo único que pude decir. Nos alejamos unos pasos. Caminé
hasta la
puerta de mi hotel mirando los mosaicos del suelo. Reparé en
mi tatuaje.
Me detuve silenciosa, tímida y giré de golpe. Él ya se había
dado vuelta. Ya
avanzaba hacia su vida real. Seguramente decidido a no
volver a verme.
—¿Pedro?
Pronuncié su nombre por primera vez en la noche. Lo nombré
como
suplicando que existiera. Él volvió sobre sus pasos y me
miró, extrañado,
curioso. Leyó los signos de mi cara. Mi propio asombro me
mantenía
hermética, indescifrable.
No sé cómo fue que todos mis impulsos se zafaron, desbocados
y
corrieron a él, a su boca. Nos fundimos en un beso brutal.
Sentí sus dos
manos tomándome de la nuca. Me aferré a su espalda. Le clavé
las uñas en
los omóplatos. No nos queríamos dejar escapar. Eran nuestros
cuerpos los
que estaban decidiendo. Ya no podíamos hacer nada. Eran
ellos otra vez.
Sinceros y directos. Cuerpos rabiosos, incorrectos, ¿podía
alguien
resistirse a eso? ¿Dejar de escuchar? ¿Dejar de sentir?
Nuestras lenguas se enroscaban saboreándose. Como quien
vuelve a
reconocer un sabor que había olvidado. Se despertó cada
célula, cada
poro. Todo se volvió exuberante. Delicioso. Verdadero.
Me desprendí como pude y me fui. Corrí hacia el interior del
hotel,
escapando. Corrí queriendo quedarme con esa sensación para
siempre.
Ese hechizo. Esa fiebre. Se ve que despedirse a las corridas
era nuestra
marca especial.
Escuché su voz a lo lejos.
—Te invito a cenar. Dar Nilam. Mi hotel. Te espero.
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