Divina

Divina

martes, 21 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 5



Mareo de tierra

PAULA

Llegamos al hotel donde nos alojaríamos durante la posta. El aire del

mar se mezclaba con los aromas a comida y especias que venían desde la
plaza de Tánger. Todo era embriagante. Las luces bajas y amarillentas, las
alfombras pesadas sobre cerámicos calcáreos rojos, los azulejos que
formaban dibujos en el suelo, en las paredes, en el techo. Me sentía
adentro de un caleidoscopio que giraba combinando formas y colores.

Necesitaba sentir alivio pero no había caso. El alivio es una sensación que
comencé a valorar de grande. Antes no quería alivio, no buscaba alivio.

Sofía caminaba al lado mío sin ninguna intención de experimentar lo
que siente una persona aliviada. Sofía siempre vivió a otro ritmo. Se
escapaba. No tenía paz. No se cansaba nunca. Me agotaba.

—No nos podemos ir a dormir así.

—¿Así como?

—¡Vamos a caminar un poco, así te despejás! Tomemos algo por ahí.

—No necesito despejarme. Necesito dormir.

Apuré el paso. No me interesaba hacer turismo, ni con Sofía ni con el
resto de la tripulación. Sofía me miró negando. La odiaba cuando se hacía
la superada.

—Vas a tener pesadillas. Yo sé lo que te digo.

—Quiero llamar a Bruno, hablar con Bauti y acostarme a dormir.

Nombrar a mi marido y a mi hijo la neutralizaban. Mi condición y mis
circunstancias eran un terreno desconocido para Sofía. Ella era extranjera
en mi mundo. Yo marcaba esa diferencia cuando necesitaba terminar un
debate. Sofía no me podía insistir si yo le decía que prefería hablar por
skype con mi hijo que salir a tomar una cerveza en la plaza de Tánger.

¡Estoy pensando como mi hermana! Cada vez me parezco más a Sonia, me
dije. Me estaba convirtiendo en la súper mujer que se creía especial por
haber traído cuatro hijos al mundo. Nunca me banqué a esas mujeres.

Siempre pensé que la maternidad no requería de ningún talento en
especial. Nadie podía sentirse más evolucionada por ser madre. El mundo
estaba lleno de madres patéticas y yo me estaba convirtiendo en una de
ellas, sobre todo ante los ojos de mi amiga Sofía.

Pude ver que Sofía se estaba irritando como me irritaba yo ante mi
hermana cuando se hacía la madre extrema salvadora de la especie
humana. El fundamentalismo no me iba a ayudar. No tenía ganas de salir
porque no quería correr el riesgo de encontrarme con nadie. Esa era la
verdad. Quería hacer un pozo y enterrar la cabeza ahí los siguientes tres
días. Quería volver. Estar en casa. Olvidarme de todo. Olvidarme de ese
puto baño en Nueva York y del forro de Atentado que sólo podía
reaparecer para cagarme la vida.

Entramos a la habitación que compartiríamos y Sofía corrió al baño.
Fue a chequear para qué lado giraba el agua del inodoro. Me dio un
segundo de alegría recuperar esa tradición. Nos reconciliamos gracias a
nuestro ritual. Era bueno saber que podíamos conservar algunos espacios
comunes.

Me conecté desde la laptop. Bruno no aparecía conectado. No quise
despertarlos. Quizás no era el mejor momento para hablar con ellos. Me
fui a dormir. Sofía se había cambiado para salir con nuestros compañeros.

Yo decidí quedarme. Bostecé fingiendo morir de sueño y me tapé hasta
arriba. Desaparecí.

No podía dormir. El corazón me galopaba y el nudo que venía sintiendo
en la panza desde hacía días ya tenía el tamaño de un pomelo inmaduro.

Me destapé, tenía calor. Estaba transpirando. Pensé en tomarme un whisky
del frigobar. Nunca tomé whisky pero la situación lo ameritaba. Abrí la
heladerita, había un Jack Daniels en miniatura, lo destapé y me lo tragué
de un solo sorbo. Sentí ese calor por dentro, ese ardor, y fue peor. El
whiskycito bonsai había logrado avivar el fuego. Mala idea. Nunca
intentes apagar una fogata rociándola con alcohol, pensé.

Se me venían esos ojos fulminantes que recorrían mi cuerpo en el
pasillo del avión. Que me atravesaban mientras yo me acercaba a él lo más
digna posible, decidida a un rechazo irreversible. Me torturaba pensar en
esos ojos. En sus ojos. Los que vi hoy y los que me habían calentado cinco
años atrás.

¿Cómo puede desestabilizarme así alguien que ni siquiera conozco?
¡Basta! Era todo una fantasía. Era ridículo. Fueron muchos años
idealizándolo. Creyendo que alguna vez iba a aparecer. Esperándolo. Qué
pelotuda fui. Ya está. Eso no ocurrió. No tenía que ocurrir.

Me estaba enfrentando al fantasma. Era eso. ¡Este tipo es un fantasma
que tenés que mirar a los ojos para reconocer que no te mueve! Que no te
provoca nada. Este miedo es falso. Estos nervios son falsos. Este calor es
falso. Este insomnio es falso, me dije.

Me sentía húmeda. Pensaba en Bruno. En su suavidad. Él me amaba. Yo
lo amaba. Intentaba concentrarme en su piel, su olor. Me angustiaba. Mi
cuerpo quería recordar otra cosa. Se me revelaba. Me llevaba a ese baño
público de aeropuerto. Me traía esos sonidos. Esas superficies frías en mi
cuerpo caliente. Ese contraste de temperaturas fue justo lo que me hizo
estallar. Me quebré. Miré los azulejos del techo y me perdí en sus dibujos.

Quería fugarme en ese laberinto marroquí. Quise inventar historias
uniendo dibujitos. No había caso. No me podía mentir. Sentía esa misma
furia. Desesperación. Ese primer orgasmo casi automático contra los
lavabos. Ese primer orgasmo que me había dejado expuesta, indefensa. En
todo primer orgasmo se caían las caretas, nos volvíamos primitivos,
salvajes, sinceros. Él supo que me había calentado desde la primera
mirada. Estaba mojada. Su pija entró sin pedir permiso. Me clavó contra
ese mármol neoyorkino. Los dos tan desconocidos y nuestros cuerpos tan
cómodos. Como si viniésemos cogiendo de otras vidas. O en sueños.
¿Cuántas veces me toqué pensando en él? ¿Cuántas veces desperté húmeda
y con su olor en mi cuerpo? Eso es pasado, Paula. Hoy no. No podés
dedicarle un orgasmo a ese hombre. No se lo merece. No existe. Resistí.

No pienses más. Si acababa pensando en él, me iba a sentir peor. Sucia.
Culpable. ¡Dejalo así! No sientas. No pienses. No imagines. ¡Dormí!
Dormí pensando en la sonrisa de Bauti. Pensá en cuando te dice “Mami, te
amo”, me repetí una y otra vez.

PEDRO

No podía creer lo que me acababa de pasar. Bajar me del avión
siguiéndole el juego. Haciéndome el boludo. Los dos sabíamos
perfectamente quiénes éramos.

Tenía que contarle a Tincho. Necesitaba largar todos los pensamientos
que me estaban ahogando, comprimiendo. Tincho era el único que
conocía la historia.

¿Qué hora era en Buenos Aires? Necesitaba ver la cara que iba a poner
Tincho cuando se lo contara. Mi tablet. Por favor que esté conectado,
pensé. Oprimí llamar y esperé, ansioso. ¡Atendeme, la puta que te parió!
¡Atendé!

—¡Primo! Llegaste.

—¡Llegué perfecto! Escuchame, ¿Mora anda por ahí? Ponete los
auriculares.

—No tengo auriculares, ¿qué pasó?

—Metete en el baño. Tengo que contarte algo importante.

—¿Ya vendiste todos los vinos? ¿Somos millo?

Sonó el timbre en la casa de Tincho. Mora cruzó detrás de la pantalla,
sin mirar, y fue hacia la puerta. Vi todo como en una película.

—¡Invitamos a Lau y los chicos!

Escuche las palabras de mi primo al tiempo que Mora abrió la puerta.

Mi mujer y mis dos hijos entraron a cuadro. No lo podía creer. No
necesitaba verlos. No era el momento. Ana irrumpió juguetona. Alejo
venía en los brazos de Laura. Hermosos ellos. Hermosa familia. Otra
película.

—Decile que tengo mala señal. Que llegué bien. Mañana los llamo.

Corté rápido. Me dejé caer en la cama. Un frío me corrió por la espalda.
No hice nada malo, ¿qué carajo me pasa? No hice nada. No pasó nada.
Mejor dormir. Ya está. Una anécdota más de mis viajes, pensé.

¿Dormir? Cerré los ojos y me asaltaron todas las fotos de ese baño en
Nueva York. ¡Eso pasó hace cinco años, Pedro!, me dije. No importaba.

Había vuelto a verla. Qué hijo de puta es el cerebro humano. Qué
perverso. Cómo guarda todo. Los hombres teníamos un bibliorato en el
cerebro donde archivábamos las mejores cogidas de la vida. Y las pajas
también. Y podían pasar años sin cruzarnos con esa mina que estaba
archivada. Pero cuando aparecía... Déjà vu. Todo renacía. Como en una
línea de tiempo paralela. Como si hubiera estado siempre latiendo. La vi y
me la volví a coger con los ojos. Como me la quiero volver a coger
ahora. Cerré los ojos, me mojé los dedos. Me los mojé bien, como estaba
ella ese día en ese baño. Empapada, ardiente. Me agarré la pija y empecé a
hacerme una paja entre mantas y almohadones marroquíes. Si no acababa,
no iba a poder dormir. Se me venía la imagen de Laura y los chicos
entrando a la casa de Tincho. Qué putada. Qué atentado contra el erotismo
eran las imágenes de grupo familiar. Ver las tetas convertidas en
mamaderas. Ver cómo sale tu hijo de la misma concha por la que tanto te
gusta entrar. Laura me había dejado de provocar sensaciones tan básicas,
viscerales. La familia batallaba contra mis impulsos hormonales. Basta.

Me paré como pude y me fui al baño sin soltarme la pija. ¡Estás grande
para ensuciar sábanas de hotel!, me dije.

Me miré en el espejo del baño, sosteniéndome, y recordé ese mismo
reflejo mientras me la cogía a ella. Yo me miraba a los ojos en el espejo.
Ella sentada sobre las piletas. La veía de espaldas. La agarraba del pelo y
veía esa nunca. Veía cómo me gemía desesperada y me mordía el hombro,
el cuello. La volví loca. Dejé que fuera bien puta. Lo más puta que una
mujer podía llegar a ser. Desconocer su nombre la volvía más atorranta.

Eso era lo que no había podido soportar hoy. Ella seguramente pensó que
nunca más nos veríamos. El anonimato era afrodisíaco. Todo lo contrario
a la familia. Pensé en cómo me la cogí entre esas baldosas blancas
antisépticas. El calor que sentíamos. Nos resbalábamos transpirados. Los
espejos empañados como ese espejo que estaba empañando con el aliento
mientras me miraba. Mientras sentía cómo se me ensanchaba la pija. Cerré
los ojos y la vi, la escuché, la olí. Escuché esa alarma. ¡No quise acabar!

 Eso me pasó, yo no acabé en ese baño. Ella se
clavó como tres orgasmos al hilo y me dejó al palo. Acá va. Acá la tenés. Toda tuya. Ahí va.

Tomá. Tomá. Tomá, dije en un grito primal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario