Mareo de tierra
PAULA
Llegamos al hotel donde nos alojaríamos durante la posta. El
aire del
mar se mezclaba con los aromas a comida y especias que
venían desde la
plaza de Tánger. Todo era embriagante. Las luces bajas y
amarillentas, las
alfombras pesadas sobre cerámicos calcáreos rojos, los
azulejos que
formaban dibujos en el suelo, en las paredes, en el techo.
Me sentía
adentro de un caleidoscopio que giraba combinando formas y
colores.
Necesitaba sentir alivio pero no había caso. El alivio es
una sensación que
comencé a valorar de grande. Antes no quería alivio, no
buscaba alivio.
Sofía caminaba al lado mío sin ninguna intención de
experimentar lo
que siente una persona aliviada. Sofía siempre vivió a otro
ritmo. Se
escapaba. No tenía paz. No se cansaba nunca. Me agotaba.
—No nos podemos ir a dormir así.
—¿Así como?
—¡Vamos a caminar un poco, así te despejás! Tomemos algo por
ahí.
—No necesito despejarme. Necesito dormir.
Apuré el paso. No me interesaba hacer turismo, ni con Sofía
ni con el
resto de la tripulación. Sofía me miró negando. La odiaba
cuando se hacía
la superada.
—Vas a tener pesadillas. Yo sé lo que te digo.
—Quiero llamar a Bruno, hablar con Bauti y acostarme a
dormir.
Nombrar a mi marido y a mi hijo la neutralizaban. Mi
condición y mis
circunstancias eran un terreno desconocido para Sofía. Ella
era extranjera
en mi mundo. Yo marcaba esa diferencia cuando necesitaba
terminar un
debate. Sofía no me podía insistir si yo le decía que
prefería hablar por
skype con mi hijo que salir a tomar una cerveza en la plaza
de Tánger.
¡Estoy pensando como mi hermana! Cada vez me parezco más a
Sonia, me
dije. Me estaba convirtiendo en la súper mujer que se creía
especial por
haber traído cuatro hijos al mundo. Nunca me banqué a esas
mujeres.
Siempre pensé que la maternidad no requería de ningún
talento en
especial. Nadie podía sentirse más evolucionada por ser
madre. El mundo
estaba lleno de madres patéticas y yo me estaba convirtiendo
en una de
ellas, sobre todo ante los ojos de mi amiga Sofía.
Pude ver que Sofía se estaba irritando como me irritaba yo
ante mi
hermana cuando se hacía la madre extrema salvadora de la
especie
humana. El fundamentalismo no me iba a ayudar. No tenía ganas
de salir
porque no quería correr el riesgo de encontrarme con nadie.
Esa era la
verdad. Quería hacer un pozo y enterrar la cabeza ahí los
siguientes tres
días. Quería volver. Estar en casa. Olvidarme de todo.
Olvidarme de ese
puto baño en Nueva York y del forro de Atentado que sólo
podía
reaparecer para cagarme la vida.
Entramos a la habitación que compartiríamos y Sofía corrió
al baño.
Fue a chequear para qué lado giraba el agua del inodoro. Me
dio un
segundo de alegría recuperar esa tradición. Nos reconciliamos
gracias a
nuestro ritual. Era bueno saber que podíamos conservar
algunos espacios
comunes.
Me conecté desde la laptop. Bruno no aparecía conectado. No
quise
despertarlos. Quizás no era el mejor momento para hablar con
ellos. Me
fui a dormir. Sofía se había cambiado para salir con
nuestros compañeros.
Yo decidí quedarme. Bostecé fingiendo morir de sueño y me
tapé hasta
arriba. Desaparecí.
No podía dormir. El corazón me galopaba y el nudo que venía
sintiendo
en la panza desde hacía días ya tenía el tamaño de un pomelo
inmaduro.
Me destapé, tenía calor. Estaba transpirando. Pensé en
tomarme un whisky
del frigobar. Nunca tomé whisky pero la situación lo
ameritaba. Abrí la
heladerita, había un Jack Daniels en miniatura, lo destapé y
me lo tragué
de un solo sorbo. Sentí ese calor por dentro, ese ardor, y
fue peor. El
whiskycito bonsai había logrado avivar el fuego. Mala idea.
Nunca
intentes apagar una fogata rociándola con alcohol, pensé.
Se me venían esos ojos fulminantes que recorrían mi cuerpo
en el
pasillo del avión. Que me atravesaban mientras yo me
acercaba a él lo más
digna posible, decidida a un rechazo irreversible. Me
torturaba pensar en
esos ojos. En sus ojos. Los que vi hoy y los que me habían
calentado cinco
años atrás.
¿Cómo puede desestabilizarme así alguien que ni siquiera
conozco?
¡Basta! Era todo una fantasía. Era ridículo. Fueron muchos
años
idealizándolo. Creyendo que alguna vez iba a aparecer.
Esperándolo. Qué
pelotuda fui. Ya está. Eso no ocurrió. No tenía que ocurrir.
Me estaba enfrentando al fantasma. Era eso. ¡Este tipo es un
fantasma
que tenés que mirar a los ojos para reconocer que no te
mueve! Que no te
provoca nada. Este miedo es falso. Estos nervios son falsos.
Este calor es
falso. Este insomnio es falso, me dije.
Me sentía húmeda. Pensaba en Bruno. En su suavidad. Él me
amaba. Yo
lo amaba. Intentaba concentrarme en su piel, su olor. Me
angustiaba. Mi
cuerpo quería recordar otra cosa. Se me revelaba. Me llevaba
a ese baño
público de aeropuerto. Me traía esos sonidos. Esas
superficies frías en mi
cuerpo caliente. Ese contraste de temperaturas fue justo lo
que me hizo
estallar. Me quebré. Miré los azulejos del techo y me perdí
en sus dibujos.
Quería fugarme en ese laberinto marroquí. Quise inventar
historias
uniendo dibujitos. No había caso. No me podía mentir. Sentía
esa misma
furia. Desesperación. Ese primer orgasmo casi automático
contra los
lavabos. Ese primer orgasmo que me había dejado expuesta,
indefensa. En
todo primer orgasmo se caían las caretas, nos volvíamos primitivos,
salvajes, sinceros. Él supo que me había calentado desde la
primera
mirada. Estaba mojada. Su pija entró sin pedir permiso. Me
clavó contra
ese mármol neoyorkino. Los dos tan desconocidos y nuestros
cuerpos tan
cómodos. Como si viniésemos cogiendo de otras vidas. O en
sueños.
¿Cuántas veces me toqué pensando en él? ¿Cuántas veces
desperté húmeda
y con su olor en mi cuerpo? Eso es pasado, Paula. Hoy no. No
podés
dedicarle un orgasmo a ese hombre. No se lo merece. No
existe. Resistí.
No pienses más. Si acababa pensando en él, me iba a sentir
peor. Sucia.
Culpable. ¡Dejalo así! No sientas. No pienses. No imagines.
¡Dormí!
Dormí pensando en la sonrisa de Bauti. Pensá en cuando te
dice “Mami, te
amo”, me repetí una y otra vez.
PEDRO
No podía creer lo que me acababa de pasar. Bajar me del
avión
siguiéndole el juego. Haciéndome el boludo. Los dos sabíamos
perfectamente quiénes éramos.
Tenía que contarle a Tincho. Necesitaba largar todos los
pensamientos
que me estaban ahogando, comprimiendo. Tincho era el único
que
conocía la historia.
¿Qué hora era en Buenos Aires? Necesitaba ver la cara que
iba a poner
Tincho cuando se lo contara. Mi tablet. Por favor que esté
conectado,
pensé. Oprimí llamar y esperé, ansioso. ¡Atendeme, la puta
que te parió!
¡Atendé!
—¡Primo! Llegaste.
—¡Llegué perfecto! Escuchame, ¿Mora anda por ahí? Ponete los
auriculares.
—No tengo auriculares, ¿qué pasó?
—Metete en el baño. Tengo que contarte algo importante.
—¿Ya vendiste todos los vinos? ¿Somos millo?
Sonó el timbre en la casa de Tincho. Mora cruzó detrás de la
pantalla,
sin mirar, y fue hacia la puerta. Vi todo como en una
película.
—¡Invitamos a Lau y los chicos!
Escuche las palabras de mi primo al tiempo que Mora abrió la
puerta.
Mi mujer y mis dos hijos entraron a cuadro. No lo podía
creer. No
necesitaba verlos. No era el momento. Ana irrumpió
juguetona. Alejo
venía en los brazos de Laura. Hermosos ellos. Hermosa
familia. Otra
película.
—Decile que tengo mala señal. Que llegué bien. Mañana los
llamo.
Corté rápido. Me dejé caer en la cama. Un frío me corrió por
la espalda.
No hice nada malo, ¿qué carajo me pasa? No hice nada. No
pasó nada.
Mejor dormir. Ya está. Una anécdota más de mis viajes,
pensé.
¿Dormir? Cerré los ojos y me asaltaron todas las fotos de
ese baño en
Nueva York. ¡Eso pasó hace cinco años, Pedro!, me dije. No
importaba.
Había vuelto a verla. Qué hijo de puta es el cerebro humano.
Qué
perverso. Cómo guarda todo. Los hombres teníamos un
bibliorato en el
cerebro donde archivábamos las mejores cogidas de la vida. Y
las pajas
también. Y podían pasar años sin cruzarnos con esa mina que
estaba
archivada. Pero cuando aparecía... Déjà vu. Todo renacía.
Como en una
línea de tiempo paralela. Como si hubiera estado siempre
latiendo. La vi y
me la volví a coger con los ojos. Como me la quiero volver a
coger
ahora. Cerré los ojos, me mojé los dedos. Me los mojé bien,
como estaba
ella ese día en ese baño. Empapada, ardiente. Me agarré la
pija y empecé a
hacerme una paja entre mantas y almohadones marroquíes. Si
no acababa,
no iba a poder dormir. Se me venía la imagen de Laura y los
chicos
entrando a la casa de Tincho. Qué putada. Qué atentado
contra el erotismo
eran las imágenes de grupo familiar. Ver las tetas
convertidas en
mamaderas. Ver cómo sale tu hijo de la misma concha por la
que tanto te
gusta entrar. Laura me había dejado de provocar sensaciones
tan básicas,
viscerales. La familia batallaba contra mis impulsos
hormonales. Basta.
Me paré como pude y me fui al baño sin soltarme la pija.
¡Estás grande
para ensuciar sábanas de hotel!, me dije.
Me miré en el espejo del baño, sosteniéndome, y recordé ese
mismo
reflejo mientras me la cogía a ella. Yo me miraba a los ojos
en el espejo.
Ella sentada sobre las piletas. La veía de espaldas. La
agarraba del pelo y
veía esa nunca. Veía cómo me gemía desesperada y me mordía
el hombro,
el cuello. La volví loca. Dejé que fuera bien puta. Lo más
puta que una
mujer podía llegar a ser. Desconocer su nombre la volvía más
atorranta.
Eso era lo que no había podido soportar hoy. Ella
seguramente pensó que
nunca más nos veríamos. El anonimato era afrodisíaco. Todo
lo contrario
a la familia. Pensé en cómo me la cogí entre esas baldosas
blancas
antisépticas. El calor que sentíamos. Nos resbalábamos
transpirados. Los
espejos empañados como ese espejo que estaba empañando con
el aliento
mientras me miraba. Mientras sentía cómo se me ensanchaba la
pija. Cerré
los ojos y la vi, la escuché, la olí. Escuché esa alarma.
¡No quise acabar!
Eso me pasó, yo no acabé en ese
baño. Ella se
clavó como tres orgasmos al hilo y me dejó al palo. Acá va. Acá la tenés.
Toda tuya. Ahí va.
Tomá. Tomá. Tomá, dije en un grito primal.
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