Divina

Divina

lunes, 27 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capítulo 11



El desierto


PAULA

Me entregué a lo que Pedro había planeado para sorprenderme.
Llegamos en una camionetita hasta donde nos esperaba un hombre con
camellos. De ahí seguimos, acompañados por un guía. Avanzamos
montando a camello. Estábamos en medio del desierto. O en medio de la
nada. O en medio de una película. Todo era tan raro, tan distinto. Lo
diferente ayudaba a despegarnos de la realidad. Estábamos viajando por
una especie de vida pasada.

Anduvimos hasta llegar a una carpa blanca. Ahí nos esperaba un
beduino muy concentrado, cocinando. Su fuego iluminaba el espacio.
Había velas. Muchas velas, almohadones, mantas... ¡Y músicos! Pensé que
era un restaurante perdido en el desierto, pero no. Era una celebración
contratada especialmente por Pedro , sólo para nosotros dos.

—El servicio incluye pernocte.

—Mi avión sale temprano.

—Todo calculado.

Me quedé sin palabras. El desierto infinito, y nosotros ahí. La música,
los aromas que rodeaban al chef. Los colores. Lamenté haber usado la
palabra magia para describir otros momentos. Ningún momento, ningún
lugar, ninguna noche, antes, había sido mágica.

El sonido de una botella descorchándose me hizo volver la vista a
Pedro . Me sonrió llenando una copa con Impuro. Ni sé de dónde lo había
sacado. Había pensado en todo, no podía faltar su propio vino. Me sirvió y
brindamos.

Lo miré de otra manera. Estaba preocupada. Estábamos atravesando un
límite. Ya no era una cuestión de atracción física. Algo, en nuestras
profundidades, empezaba a desear que esa noche no terminara nunca.

Tomé la primera copa de un solo trago y Pedro  lanzó una risa fuerte.
—Es el desierto. Me da sed.

Me vi ahí con ese vestido puesto. No quería información urbana. Mi
atuendo me descolocaba. Me hacía viajar a otra dimensión. A una
dimensión que permanecía intacta, pero en una línea paralela. Líneas que
no debían cruzarse en ese instante.

Tomé algunos trapos anaranjados que decoraban la carpa. La Haima, así
se llamaban esas tiendas en pleno desierto. Me diseñé un vestido con nudos
y drapeados. Pedro  me miró fascinado. Lo invité a camuflarse conmigo y
le armé un pantalón rodeando sus caderas con un pañuelo que anudé en su
cintura.

La música y el vino empezaron a relacionarse de una manera perfecta.
El sonido de la percusión agudizaba los efectos del alcohol y me hacían
vibrar. Empecé a moverme. Por dentro y por fuera. La vibración crecía y
me hacía danzar.

Los músicos eran dos. Uno tocaba una guitarra y el otro un instrumento
de percusión. Comencé a seguir el golpeteo de la percusión con mis
caderas y la melodía de la guitarra con mis manos. Como disociada.
Como dos partes de lo mismo. Así era yo, era una y la otra. Mi ser
encontraba la certeza en el punto más íntimo de mi contradicción.

—En otra vida quizás fuiste Cleopatra.

—Todas fueron Cleopatra. Yo sólo fui a tres clases de danza árabe. Me
arrastró Sofía. No era lo mío pero algo me acuerdo.

—La memoria del cuerpo.

Bailé unos segundos más. Esa última frase de Pedro  quedó resonando
en mi cabeza. Paré para tomar un trago más de vino.

—La memoria del cuerpo.

Repetí sus palabras y me quedé viéndolo. El vino me acababa de activar
un déjà vu. Mi cabeza parecía un librito de esos diseñados para pasar las
hojas muy rápido y formar una secuencia con movimiento. Me veía a mí y
a él en un millón de fotitos tomadas en Nueva York. Después en Buenos
Aires. Cada uno siguiendo con su vida. Y después en ese avión. Y en
Tánger. Y quería preguntarle tantas cosas, ¿y si realmente el puto hilo rojo
existía?

—Te propongo algo. No nos quedemos con ganas de nada.

Pedro  lo dijo adivinando mi mar de dudas en medio de ese desierto
musical.

—¿Por qué nunca me buscaste?
Mi pregunta fue una flecha que se clavó en medio de los dos. Y nos
quedamos mudos. Su desconcierto me angustió, pero tenía que seguir.
Acababa de dar el primer paso en una barranca resbaladiza. No era
momento de detenerme. Tenía que seguir. Hasta el final. Sin estrategias,
sin orgullos.

—¿Vos de verdad pensaste que lo que pasó era algo habitual para mí?
—Mi garganta se estranguló—. ¿Que suelo tener sexo en baños con
pasajeros que ni siquiera conozco?

—¿Esperabas que te buscara? ¿Lo pensaste? ¿Tuviste ganas de volver a
verme?

Mi silencio respondió todas sus preguntas. Me sentí estúpida. Una ilusa.
No soportaba mostrarme frágil, vulnerable. Y con un solo silencio estaba
exhibiendo, ante sus ojos, un corazón roto que nunca había parado de
sangrar.

—Era chica. Supongo que me dejé atrapar por la historia.

—Nunca te pregunté la edad.

—En ese momento tenía veintiocho. Según Sofía estaba en pleno
tránsito de Saturno. Parece que es fuerte eso. Que te cambia la vida o algo
así, ¿vos?

—Cinco años más. Así que ahora tenés la edad que tenía yo en ese
momento, ¿treinta y tres?

—Sos bueno para los números.

Esa pregunta frívola y estereotipada me había ayudado a rearmarme un
poco. Me puse fría, distante. Tomé más vino esquivando su mirada. Él me
tomó la cara con sus dos manos, me dio un beso suave y me miró a los
ojos. Como queriendo que le viera el alma.

—No te imaginás las veces que fantaseé con buscarte.

Su confesión cayó sobre mí como un yunque pesado, de esos que
aparecían de pronto en todos los dibujitos animados de mi infancia. La
palabra “fantaseé” me dejaba absolutamente fuera de juego.

—¿Te acordás la frazadita del avión?

—¿La que te robaste?

—La guardé. La tengo doblada en un estante de mi oficina.

Pedro  me estaba vendiendo que nuestro encuentro había sido
importante. Que había dejado huellas. Que hasta había atesorado la famosa
mantita. ¡Y POR QU É CARAJO NO ME BU SCASTE!, grité para mis adentros. Cobarde e indignada por su cobardía y su pelotudez. Espantada por el gesto imbécil de
guardarse una mantita de avión para recordar una cogida inconclusa.

Ahogué todos mis pensamientos en forma de aullidos internos. Trate de
sostener una conversación medida, tibia y social.

—¿Le contaste a alguien lo que pasó?

—A Tincho, mi primo. Me decía que parecía un bebé guardando la
mantita.

—¿Tuviste bebés?

Era hora de encender la lámpara de la verdad. Mi pregunta fue como un
tubo fluorescente que se prendía en medio de las velas del desierto y nos
encontraba in fraganti. Se quedó mudo, preferí alivianarlo y compartir el
peso.

—Yo también.

Me alivió que supiera que era madre. Eso era yo. Madre. Mujer y madre.
No era lo mismo que sólo mujer.

—Supongo que no me animé a hacer nada...

—A buscarme.

—Sí. A buscarte. Porque creí que todo era una fantasía hermosa. Y que
lo mejor era dejarla así...

—Somos increíbles.

—¿Nosotros?

—Todos. Las personas... “Nos separamos para mantener viva la
fantasía de estar juntos”. ¡Brillante! ¿No sería más fácil juntarse?

—Pensé que lo que había pasado era un poco irreal.

—Incluyendo el atentado.

—Igual me encantaba recordarlo. Revivirlo. Pensarlo... Pensarte.

—¿Estabas solo? En ese momento, ¿estabas solo o...?

Levantó rápido las cejas y quiso manotear alguna excusa, pero ya no
importaba. No me podía mentir. Tampoco lo podía aceptar. Ahí entendí
todo. Fui la aventura de un tipo comprometido. Eso explicaba su
desaparición. Su cobardía.
El chef nos interrumpió con su degustación de manjares recién
preparados. Era una especie de Francis Mallmann moro. Un Francis más
bronceado, más silencioso, más rellenito. El blanco de sus ojos brillaba en
la noche.

Cenamos en silencio, disfrutando de la música. Intenté no imaginar lo
que él estaría pensando en ese momento. Me concentré en la comida. En el
vino.

—Claramente en esta copa está tu futuro.

—Creo que este viaje me sirvió para confirmarlo.

—¿Confirmar que tu vino es la perdición para cualquier abstemio?

—Confirmar que tengo que pegar un salto. Arriesgar.

—Suena bien.

—Siempre fui más de dejarme llevar. La bodega es una bendición por
un lado...

—... y una cárcel por otro.

—Exacto. Cada tanto está bueno verle la cara al abismo.

—Fui muy adicta al abismo, siempre.

—Sos azafata. Te gustan los despegues.

—La primera vez que me subí a un avión era chiquita. Sentí ese agujero
que se te hace en la panza, que te da risa.

—Vértigo.

—Vacío me dijo mi mamá que se llamaba. Me encantó. Quiero sentirlo
de nuevo, pensé.

—¿Alguna vez pensaste en cuáles son las cinco cosas que te hacen feliz?

—Creo que no.

Nos quedamos callados. Pensé en los abrazos de Bauti. Pensé en la
sensación que tengo cada vez que un avión despega. Pensé en el sexo, en el
poder que recupero con cada orgasmo. Pensé en dormir cucharita con
Bruno. Pensé en la comida y el buen vino. Pensé en las culturas diferentes,
los viajes.

Brindamos, seguramente él había pensado más o menos en las mismas
cosas que yo. Hijos, amor, sexo, viajes, comida, bebida, ¿qué más
podíamos necesitar? Nuestro Francis comenzó a guardar su cocina
ambulante y alistó su camello.

—Voy a despedir a nuestro chef.

—Decile que acaba de entrar en la lista de mi felicidad.

Junto a Francis se fue la música. Ahora sí éramos sólo él y yo en medio
de la inmensidad. Las estrellas brillaban como guirnaldas de lamparitas
colgadas especialmente para nosotros. Nos acostamos juntos y fugamos
nuestras mentes hacia las estrellas. El silencio era provocador. La noche.
La arena. Estábamos solos en medio de la nada. No existía nada más en el
mundo. En ninguno de nuestros mundos.

—No nos puede volver a pasar.

—¿Qué cosa?

—No vernos más.

Lo miré con precaución. Cualquier cosa que pudiéramos decidir esa
noche, me daba terror.

—Esto ya no es una fantasía.

—En cierto punto, sí.

—Vivimos en la misma ciudad.

Los dos supimos que la decisión de mantener esa relación sólo
dependía de nosotros. Pedro  me miró esperando una respuesta, una señal.
Respiré hondo, me tiré hacia atrás y abrí grandes mis brazos. Quería
abrazar ese cielo oscuro pero lleno de destellos. Así era mi vida. Respiré
profundo y me liberé dando un respingo de descarga. Solté el nudo del
pañuelo que me había puesto de top y quedé desnuda. Desnuda en el medio
de la nada. Me subí sobre Pedro  de un salto. Había decidido una sola cosa:
disfrutar de esa noche sin pensar en nada más. Sin hablar.

Empezamos a hacer el amor, suave, conectados. Tiernos. Con ritmo. Lo
cabalgué como en cámara lenta. Quería sentirlo en detalle. Sentía cada
dedo de él recorriendo mi cuerpo. Entramos en un trance profundo.

Ninguno quería acabar. Ninguno quería que esa noche acabase. Contuve
cada orgasmo. Los sostuve como guardándolos.

De pronto el mundo giraba alrededor nuestro. Las estrellas empezaban
a irse. De a una. El sol asomaba agazapado, espiándonos. El cielo se
iluminó por completo y nosotros seguíamos ahí, haciendo el amor.

Liberamos todos los orgasmos posibles en un solo gemido desgarrador.
Me desvanecí sobre su pecho. Respiramos profundo. Pedro  seguía
dentro de mí. Ya no nos cogíamos. Eso sí que era más peligroso.

Habíamos estado toda la noche haciendo el amor. Sin parar. Sin dormir.
Sin despegarnos. Despidiéndonos o fundiéndonos, el uno en el otro, para
siempre.

Cuando el guía beduino apareció ya estábamos con nuestras ropas
occidentales listos para volver a la vida real. A partir de ese momento todo
fue bastante práctico y urgente.

Me daba terror demorarme, retrasar a la tripulación. Quizás exageré.
Todos mis conductos se cerraron. Me puse fría, pragmática. El estrés se
apoderó de mí. Por suerte. A veces el estrés es una buena manera de
escapar. De soltar. Sirve para saturarse, para hartarse de una situación y
empujarte a dar un salto violento.

Así volvimos a Tánger, de un salto violento. Mi apuro sirvió para no
mencionar nada sobre nuestros futuros cercanos. La camionetita nos dejó
en la plaza central de Tánger y corrimos hacia La Tangerina, mi hotel.

Entré sola y desesperada. Pedro  venía unos metros más atrás. En el
lobby estaba Sofía junto a todos nuestros compañeros de tripulación.
Estaban nerviosos, alterados.
Tenía que deshacerme rápidamente de Pedro . No podía permitir que lo
vieran. La despedida fue casi tan urgente como aquella en el baño de
Nueva York. Con la diferencia que esta vez Pedro  intentó besarme en la
boca. Le corrí la cara.

—Perdón. No me di cuenta.

—No pasa nada. Me tengo que ir.

Fui hacia Sofía, tomé mi maleta y cuando giré, él seguía ahí. Estaba en
el mostrador anotando algo. Volvió con un bollo de papel apretado en la
palma de su mano, me lo dio con disimulo.

—No te voy a llamar. No quiero tu teléfono.

—No es mi número.

Guardé el papelito y me fui. Los demás ya estaban en la camioneta que
nos llevaría al aeropuerto.

Sofía se me sentó al lado, silenciosa. Me agarró de la mano. No la miré.
Busqué el tatuaje de la muñeca, ahí estaba, confirmando que había
cumplido con mi promesa, que me había dejado llevar por el Deseo. Fue
ahí que me di cuenta de que ya no tenía el cordoncito rojo del centro
cabalístico anudado como pulsera. Habría quedado en el desierto. Esos
cordones, esas cintitas, se gastan. El desierto era un buen lugar donde
quedarse. El verdadero hilo rojo no se gasta, ni se corta, ni se pierde.
Lloré a escondidas hasta llegar al avión. Nadie me vio. Torcí mi cabeza
para que nadie pudiera ver las lágrimas que corrían debajo de las gafas de
sol. Tánger se convirtió de pronto, a través de la ventanilla de esa
camionetita, en un clip borroso. En una película sin terminar. En una
ilusión que ya se había muerto.



PEDRO

Sé que la voy a volver a ver. Esto no puede estar mal. Esto tenía que

pasar, pensé, más seguro que nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario