Divina

Divina

viernes, 17 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 1


Vértigo de Paula


Me encontré buscando el reflejo de mis ojos en el café humeante y
negro que acababa de traer el mozo. Buscaba mis ojos en la cucharita.

Algo del aroma del café me inquietaba. Era demasiado intenso. Demasiado
oscuro. Sentí mi estómago cerrado. Hoy no desayuné, debería ingerir
algo, pensé. Mi cuerpo decía que no. Estaba cerrado. No aceptaba, no se
abría. Parecía un blindaje. ¡Odio tener miedo! ¡Odio dudar! ¿Qué te pasa,
Paula? Tuve ganas de cachetearme. Eso me pasa cuando no me reconozco.

Cuando me descubro miedosa, paralizada, insegura. Había llegado el día
que tanto venía esperando pero mi cuerpo no mostraba ni un atisbo de
emoción positiva.

Por la ventana veía el toldo colorido del jardín de Bauti. Me
tranquilizaba saber que estaba cerca de mi hijo. Pensaba que si él lloraba,
extrañándome, hasta podría escucharlo desde ese cafecito de esquina
inspirado en una pâtisserie francesa. Una sofisticada mezcla de panadería
artesanal y revista de diseño. Mucho blanco patinado, banderines de
colores, toques de color agua marina en floreros, marcos y objetos.

Bastante découpage sobre madera y sublimación. ¿De repente podía
reconocer las técnicas de découpage y sublimación? Nunca fui muy buena
para las manualidades pero una de mis vecinas del barrio había abierto un
curso y, ante la desesperación de sentirme una inútil dedicada
exclusivamente a mi rol de madre, asistí a las clases de la también
desesperada, vecina. A la tercera clase descubrí que la vecina no necesitaba
alumnas, necesitaba amigas. Huí despavorida, me aterrorizó vislumbrar lo
que permanecía al acecho desde el fondo de sus ojos, una combinación de
soledad, ansiedad y exceso de información sobre todas las vidas ajenas
que pasaban por su lado.

Observé las otras mesas del barcito. Un joven de rulos rebeldes
trabajaba desde su Mac. Pensé en que esa opción debería ser la mejor para
madres independientes. Trabajar con una laptop desde cualquier lugar del
globo terráqueo o, por lo menos, desde la mismísima esquina del jardín
de tus hijos. Esa seguramente sería una buena opción para muchas
mujeres, pero no para mí. Yo tenía un trabajo, no podía inventarme otro.

Sólo tenía que retomar esa vida que había quedado pendiente.

Quise probar el café pero no pude ni acercármelo a la boca. Me enojaba
estar tomada por la duda. Abrí dos sobres de azúcar y se los eché, enteros.

Seguí revolviendo. Intentando pensar en otra cosa. Me fastidiaba el
personaje de la preocupada. Necesitaba dejar de percibirme tan insegura,
débil, temerosa. Yo jamás fui así. Tenía que pensar en otra cosa. En el café
y en la cucharita que agitaba dibujando círculos como queriendo
desenredar algo. Me sentí una inútil atrapada en esos mismos círculos.

Siempre me gustó observar que en mi país la gente revuelve girando la
cucharita en el sentido de las agujas del reloj. Observé al joven moderno y
proactivo que seguía sin despegar los ojos de la pantalla de su Mac.

Revolvía su café enorme mientras masticaba su colorido baguel de
salmón. Revolvía en el mismo sentido de las agujas del reloj. Él se sentía
sofisticado con su baguel, su computadora, su barcito con onda. Quizás se
sentía en otro país. Pero su manera de revolver demostraba que estaba en
Olivos, Argentina, América del Sur. En los países del norte todo giraba en
el sentido contrario. Cada vez que llegaba a un país del otro hemisferio,
observaba a la gente revolviendo sus bebidas. Siempre me gustó viajar y
camuflarme entre la gente del lugar. Inventarme una vida en cada ciudad.

Me gustaba sentarme en algún bar, o en algún parque, y observar a los
lugareños. Caminar por la calle y quedarme viendo para qué lado giraba
el agua antes de perderse en los desagües. Con mi amiga Sofía, también
azafata, compañera de vuelos y aventuras, manteníamos una tradición. Al
llegar a un hotel, en cada nueva posta, alguna iba corriendo al baño para
tocar el botón del inodoro. Como si fuera la marca de llegada, la meta.

Comprobábamos si la descarga de agua giraba en contra del sentido de las
agujas del reloj y así confirmábamos que estábamos del otro lado del
mundo. Ese era nuestro ritual de festejo por haber atravesado, una vez
más, la frontera que lo divide todo. Hacía tiempo que no pensaba en esas
cosas. Casi me había olvidado de esa manía.

Llevaba casi cuatro años sin volar. Casi cuatro años sin preocuparme
por cómo giraría el agua en los inodoros de Polonia. Debería sentirme
feliz por haber cambiado mi orden de prioridades, mis preocupaciones. Si
estoy tan feliz por mi cambio de vida. ¿Qué hago acá revolviendo el café
como queriendo revolverme por dentro?, me pregunté. Comencé a
revolver hacia el otro lado. Quizás si cambiaba el sentido de los círculos
en mi taza, podía sentirme un poco más viajera y se me iba la angustia.

Bruno me había aconsejado empezar terapia. No quise.

—¡Yo no necesito hablar, necesito volar!

Y ahí estaba. Sintiéndome una miserable por volver a hacerlo.

Insoportable. Volver al vuelo me generaba una culpa que no era
proporcional al placer que me pudiera ofrecer mi oficio de azafata.

Revolví cada vez más fuerte ese café inmundo y frío. Intentando
desamarrar ese nudo que se había ido a vivir a la boca de mi estómago. Mi
corazón latía más acelerado que de costumbre. Antes amaba sentir que mi
corazón podía estallar de la emoción. Ahora me daba miedo. Sentía que no
lo podía controlar. Siempre me gustó el vértigo. Viví la vida buscando
experiencias que me prolongaran esa sensación de vértigo pero ahora me
sentía parada frente al abismo. ¿Por una decisión práctica, cotidiana,
necesaria? Volver a trabajar no podía generarme tanta angustia. ¿Cuándo
fue que me volví dependiente?, pensé.

El día que descubrí la sensación física del vértigo decidí qué quería ser
cuando fuera grande: “trabajar en el cielo”. Fue a los seis años, era la
primera vez que me subía a un avión. Estábamos en vacaciones de
invierno y mis padres nos habían traído a Buenos Aires. Conocer “la
capital” era toda una aventura para quienes vivíamos en la Patagonia.

Nunca olvidé ese día. La cabina del avión me pareció algo fuera de lo que
la mente humana podía procesar. Como un invento del futuro, o de otro
planeta. El pasillo entre los asientos me resultaba infinito. Veía todo
enorme. Me sentía astronauta. Me senté al lado de mi hermana y la miré
con los ojos grandes, ansiosa. Ella frunció el ceño, incómoda, molesta.

Cuando pude sentir que abandonábamos tierra firme, me invadió una
sensación de libertad inolvidable. Pude sentir el vuelo físicamente. Todas
mis células despegaron propulsadas por esas turbinas. Mi madre me miró
chequeando si me sentía bien. Si me daba miedo. Le sonreí absolutamente
tomada por la adrenalina. La sonrisa se me salía de la cara. El despegue
me provocó un ataque de risa. Sentí calor, ardor. Sentí que mis mejillas se
ruborizaban, mi corazón había comenzado a galopar como nunca. La
respiración se me entrecortó y me generó una vibración en todo el cuerpo.

—Me da risa —le dije a mi mamá, sonriendo, mientras me tomaba la
panza.

—Porque se te hace como un vacío en la panza. Por eso te da risa.

—Me gusta. Es lindo.

Mi hermana mayor no disfrutaba. Se tapaba los oídos con las manos,
perturbada por la sensación de despegue.

A partir de ese día, me volví fanática de todo lo que me provocara una
sensación parecida. Creo que ese primer despegue fue un anticipo de lo
que iba a sentir muchos años después, con cada orgasmo. Lo natural es la
experiencia física, después vienen los nombres, las teorías, los
argumentos. Yo no llegué a mi primera vez sin saber lo que iba a sentir.

Yo gocé siempre. Gozo siempre. Salvo hoy, acá, trabada, sintiéndome
culpable por querer recuperar una parte mía que tampoco fue TAN feliz
siendo TAN libre y TAN sola, me dije.

Teléfono. Si algo me faltaba en ese momento era escuchar a mi
hermana Sonia. La llamé con el pensamiento. Sonia, la misma que se
tapaba los oídos en ese primer viaje en avión. La que vomitó durante las
tres horas de vuelo y lloró por el dolor de oídos.

—Sonia, ¿cómo estás? —atendí neutra, sin querer hablar mucho.

—Te estuve llamando por skype pero no estás nunca. —Como siempre,
deslizando un reclamo.

—Estuve con la adaptación de Bauti en el jardín. Hoy ya se quedó solo.

—Pobre ángel, tan chiquito...

—¡Le encanta ir, no digas así!

—Necesito un favor. Conseguí una oferta de zapatillas por internet,
menos de la mitad de lo que salen acá. ¿Puedo dar tu dirección y me las
mandás?

—No voy a estar en casa.

—¿Se van a algún lado? ¿Cuándo vas a venir a visitar a tus sobrinos? —
Segundo reclamo en menos de un minuto.

—Esta noche empiezo a trabajar.

—¿Qué? ¿De noche?

—¡De noche, de día, no hay horarios fijos, soy azafata, Sonia!

—¿Y lo vas a dejar a Bauti? ¿Y a Bruno? ¿Qué necesidad tenés? —
redobló, ya casi a punto de denunciarme por abandono de hogar y pedir la
tenencia de mi hijo.

—¡Necesidades que nunca entenderías! A mi vuelta te mando tu compra.
Y andá pensando en el año que viene. Los chicos crecen, la ropa se achica.
¡Yo que vos les compro de acá hasta que terminen el secundario! Besos a
todos.

Sonia odiaba cuando yo me ponía irónica y yo odiaba que me trate
como a una de sus pares. Madres pueblerinas, esposas aburridas, frígidas.

Llenas de promesas incumplidas. Sonia se volvió adicta a las compras por
internet y eso la hacía sentir superior, eficiente, casi una experta en
economía. Mientras su marido petrolero se iba al campo, o campamento,

o no sé qué pozo cercano a Cipolletti, ella se encargaba de acopiar
provisiones para sus cuatro hijos. Me aliviaba pensar que su marido debía
pasar todas las noches por algún burdel en la ruta. Un puterío de
camioneros donde se hacía chupar bien la pija antes de volver a su hogar
perfecto. Tanta prolijidad me asfixiaba. Ellos planeaban todo. Eran
organizados, previsores. En Semana Santa ya iban pensando las
vacaciones del año siguiente y te llamaban para coordinar la próxima
navidad. ¡Un espanto!

Lo cierto es que mi hermana me dijo precisamente lo que necesitaba
escuchar. Ese llamado era la prueba que necesitaba. No podía permitirme
parecerme tanto a Sonia. No podía sentirme una desamorada por empezar
a trabajar. Por buscar un trocito de independencia aunque mi hijo tuviera
sólo dos años y medio.

¡Las guarderías están repletas de bebés de meses! ¡El mundo está lleno
de madres que siguen trabajando! ¡Que llenan la heladera de mamaderas
con su propia leche para que alguien alimente a sus hijos durante la
ausencia!

Bautista tenía dos años y medio. Caminaba, corría, reía, se divertía.

Tenía un papá hermoso, una abuela amorosa, un jardín con compañeritos
divinos. Mi hijo era un nene feliz y no tenía por qué dejar de serlo.

El aviso de un mensaje de texto me sobresaltó. Era Sofía. Mi amiga la
reina del entusiasmo: “Estás nerviosa? Yo feliz. Quiero que llegue la noche
YA!!”

Estaba nerviosa, sí. ¿Feliz?, no mucho. Y no tenía ningún apuro por que
llegara la noche. No respondí el mensaje. Quería hundirme en el café
helado y no salir nunca más del fondo de la taza. Quería quedarme
chapoteando en la borra espesa y que alguien decidiera cómo debería ser
mi vida de acá hasta dentro de cuarenta años.

Intenté ser convincente conmigo: No quiero hacerle mal a Bauti, ni a
Bruno. No quiero convertirme en una resentida insoportable. Bruno me
ama. Me da la contención y la libertad que necesito. Confía en mí, me
comprende, pensé. Mis argumentos eran ciertos y claros. Pero Bruno era
tan sólido y tan estable, que me desestabilizaba. Quizás ese era mi
problema. Todo hubiera sido más fácil si Bruno me generaba un poco de
inseguridad. Debería haberme hecho juegos histéricos para que el miedo a
perderlo me calmara esas ganas locas de salir corriendo.

—Soy una insatisfecha. Sí.

Sofía decía que era culpa de mi carta astral. Mi signo era tauro,
ascendente escorpio, luna en piscis. Eso parecía ser una contradicción por

donde se mire. Soy una contradicción. Una contradicción deseando pegar
un salto para buscar más contradicciones que me confirmen que sigo viva,
me dije.

Tomé uno de los sobrecitos de azúcar y leí la frase que tenía para mí.

Era un sobre de azúcar, no una galleta de la fortuna del supermercado
chino, pero no importaba. Necesitaba un oráculo. Una confirmación.

“Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo”.

Charles Dickens

El sobre de azúcar parecía hablarle a esa otra que alguna vez fui. ¡No
necesito ir a la caza de nada! ¡Soy feliz, tengo la vida que quiero tener!,
me grité. Estaba construyendo una familia hermosa y no pensaba llorar en
ese bar, sola, ante un café imbebible mientras esperaba que mi hijito
saliera de su primer día en el jardín de infantes. Miré el tatuaje de mi
muñeca y me sentí peor. Hacía tiempo que no reparaba en él. De tanto
mirarlo se me había vuelto invisible y de repente, en ese preciso
momento, salía de mi piel como desafiándome. Como si viniera desde las
venas y asomara para ser visto, y me hablaba. Era simple y directo: deseo.

El tatuaje ya había cumplido cinco años pero me transportó al momento
en el que decidí estamparlo en mi muñeca. Aquel momento en Nueva York
cuando sentí la necesidad de sellar un pacto conmigo misma. Me había
prometido confiar siempre en mi deseo. Prometí atreverme a explorar mis
propios deseos. A dejarme llevar por ellos. Me tatué para no olvidar nunca
la experiencia de libertad más profunda que tuve en mi vida.

Era septiembre de 2008. Yo estaba profundizando cada vez más en mi
soltería crónica y Sofía llevaba un tiempo saliendo con un casado. Nunca
tuve prejuicios, ni juicios, sobre ese tipo de relaciones. Lo que me
preocupaba era verla enamorada. Sofía siempre fue más Susanita que yo.
No me gustaba verla sufrir y el casado la estaba ilusionando demasiado.

En ese momento estaban de vacaciones juntos. ¡Por esa ridícula escapada a
Punta Cana, por esa estadía barata en un all inclusive, disfrazada de luna de
miel secreta en baja temporada, Sofía se había perdido el viaje más
divertido de mi historia como azafata!

Viajábamos desde Buenos Aires hacia el aeropuerto JFK de Nueva
York. Había sido una mañana complicada, accidentada. Yo había pedido
que no me pasaran a buscar por mi casa con el charter de la tripulación. La
noche anterior quise tener sexo y había aceptado la propuesta de un
amante esporádico y mediocre al que visitaba cada tanto. Digamos que esa
noche sí fue para el olvido. Él estaba cansado y pretendió que durmamos
abrazaditos. Yo jamás me quedaba a dormir con un amante, y menos sin
haber tenido una noche de sexo demoledor.

Me fui de su casa a la madrugada dando un portazo. Ni me acuerdo
cómo se llamaba ese chico. Le decíamos “Atún”. Siempre que me invitaba
a comer me hacía arroz con atún, fideos con atún. A Sofía y a mí nos
encantaba rebautizar a nuestros amantes olvidables. Me fui de su casa
molesta pero divertida. Tardé como dos cuadras en olvidarlo para
siempre. En esa época me gustaba sentirme un poco hombre. Desapegada.
Fría.

Al otro día partí al aeropuerto sola en el remís. Recuerdo la música. Ese
auto tenía algo diferente. El chofer era un hombre desgastado, sufrido.
Imaginé que en otra época habría sido profesor de música, o de piano.
Nunca olvidé la música que escuchamos en ese viaje a Ezeiza. El hombre
no habló en todo el trayecto. Amé ese gesto. Esa pausa. Era un remisero
sensible. Me atreví a romper el silencio para preguntarle qué era lo que
estábamos escuchando.

La Suite para cello de Bach.

Asentí sin agregar palabras. Me hundí en el asiento fugando la vista
hacia el cielo. Llovía con rabia. Imaginé que me estaba yendo a Ezeiza
rumbo a un viaje de placer. Me olvidé de mi trabajo, de mi tripulación, de
mi aerolínea. Me fugué.

Antes de bajarme en la puerta de Embarques, un auto nos chocó de atrás.

No fue grave. No me golpeé. Sólo me sacudí. Eso sentí, un sacudón. Nada
más ni nada menos.

Bajé del remís. Vi al conductor que nos había chocado y al amigo que
lo acompañaba. Las gotas de lluvia habían vuelto translúcidas ciertas
partes de la seda de mi vestido. Sentí que los dos me miraron con deseo y
supe que esa noche inconclusa con Atún seguramente había activado mis
endorfinas. Los varones huelen cuando una mujer emana sexo y nosotras
intuimos cuándo un hombre nos está oliendo. Me encanta que seamos tan
animales. Me encantó sentirme deseada. Sonreí y emprendí mi vuelo.

Lo que no imaginé nunca es que ese mismo varón, amigo del conductor
responsable de mi sacudida, estaría ahí en mi mismo avión. Sentado en su
butaca. Mirándome mientras yo cerraba los portamantas preparando el
despegue.

Los aviones son como un paréntesis. La gente cuando abandona la tierra
se permite ciertas licencias. Esa sensación me fascinaba. Me parecía
excitante ese tiempo fuera del espacio cotidiano. Tenía misterio,
casualidad, destino. Lo que no soportaba era el cliché del morbo que
tenían los hombres con las azafatas. No soportaba ningún cliché. En cada
vuelo había dos o tres pasajeros que se te insinuaban. Pajero y pasajero
sonaban tan parecido. Te miraban, te rozaban la mano cuando retirabas el
servicio. Insinuaciones poco sutiles, poco originales y para nada sexys. Yo

nunca había tenido una aventura con un pasajero. Ni pasajeros, ni pilotos.

Pero ese día me pasó algo diferente cuando sentí la mirada del morocho
de ojos penetrantes en mi cuerpo. Lo miré fijo y él se sintió descubierto,
en falta. Esquivó mi mirada con una sonrisa como de disculpas. Como si
no fuera un experto en levantes casuales. Su torpeza me atrajo. Hasta me
generó ternura. Eso sí era original para mí.

Alexia, mi compañera de vuelo, registró rápidamente cierta picardía en
nuestras miradas. Cruces cómplices y tímidos mientras recorríamos el
pasillo. Nos metimos en el galley las dos tentadas como adolescentes.

—¿Viste cómo te mira?

—Los pasajeros no miran, espían. Te apuesto que si le clavo la mirada,
no me la sostiene.

Lo miramos lo suficientemente directas como para intimidarlo. Al
morocho no le quedó otra que desviar la mirada. Se lo notaba incómodo,
acalorado. Me gustaba observar la reacción que tenían los hombres ante
una actitud diferente. La reacción de la reacción. El efecto sorpresa de la
provocación.

—Galanes de cabotaje... —lo condené al ver cómo se apichonaba ante la
frontalidad de mi mirada.

Minutos antes de aterrizar recorrí la cabina chequeando cinturones de
seguridad. A la distancia vi qué él se guardaba la mantita del avión en el
ataché. ¡Otro cliché de a bordo! Cuando llegué a su asiento me sorprendió
incorporándose. El corazón se me aceleró de golpe. Verlo de pie me
inquietó. Tenerlo sentado y atado al asiento me daba superioridad. Ahora
estábamos los dos frente a frente. De igual a igual. Se había quitado el
piloto y una remera blanca, básica pero sofisticada, me dejaba ver su
espalda fuerte, sus brazos torneados. Me gustó su estilo. Sobrio pero
moderno. Intenté imaginar a qué se dedicaría. Fantaseé que sería periodista
y viajaba a Nueva York para cubrir algún evento. Periodista de algún
magazine cool. Miembro del staff de alguna revista moderna, pensé. Me
encantaba inventarle vidas a la gente.

—¿Tengo un segundo para ir al toilette? —preguntó, devolviéndome el
dominio de la situación.

—Un segundo.

Me quedé cerca de la puerta del baño para encontrarlo a su salida. Me
había gustado esa sensación que me provocaba su cercanía. Cuando salió
me encontró de espaldas. Me susurró muy cerca, pude sentir su aliento en
el cuello y el olor de su perfume. Supe en ese momento que jamás iba a
olvidar ese olor inconfundible.

—¿Mejor después del sacudón?

—Tengo cervicales a prueba de turbulencias, gracias —le respondí de
espaldas y luego lo miré a los ojos—. Está agradable la temperatura en
Nueva York. ¿Sos muy friolento?

Me miró sin entender.

—Entonces sos homeless. Por la mantita que te llevás, digo.

Se quedó mudo. Logré descolocarlo. Sonrió mirándome con un brillo
en los ojos que me daban ganas de besarlo ahí mismo. Y redobló la
apuesta.

—Soy coleccionista. ¿Eso está penado por las leyes del cielo? —usó un
tono desafiante, casi murmurándome al oído.

—En este cielo que nos toca compartir, sí. Pero te perdono, hago de
cuenta que no vi nada.

Los dos sonreímos. El tiempo pareció detenerse. Y cuando sentí que
podíamos perdernos en una larga charla, lo neutralicé.

—Vamos a aterrizar.

—¿Ya? Qué corto se me hizo esta vez...

—Tendrías que volver a tu asiento.

Aceptó mi autoridad. Percibí cierto goce en su mirada. Disfrutaba del
rol de sumiso en ese terreno aéreo donde yo ejercía el poder.

Luego del aterrizaje llegaba el momento de la verdad. En tierra firme
los roles se invertirían y sería él el encargado de continuar el juego.

Los pasajeros desembarcaban. Él hacía todo lo posible por demorarse
para ser el último en salir. Alexia y yo nos mirábamos divertidas
adivinando su estrategia. Tan obvia, predecible e inocente, pero legítima a
la vez. Como cualquier estrategia diseñada por el mismísimo deseo de
conocer a alguien.

Alexia se retiró unos pasos para dejarle libre el camino hacia mí. Él se
acercó torpe a la puerta de salida. Sólo traía un moderno morral de cuero.

Canchero, práctico. Me gustaba la gente que viajaba liviana.

—Adiós. Que disfrutes de Nueva York.

—Gracias... Igualmente.

Y se quedó dudando. Buscando palabras. Intenté llenar el silencio con
una frase que lo impulsara a tomar alguna decisión.

—¿Te olvidaste algo?

—No. Parece que no.

Y se fue. Como expulsado por mi frase inapropiada. Mis palabras, en
vez de animarlo, lo habían empujado hacia afuera. Mi compulsión por
innovar con reacciones impredecibles podía fallar.

—¡Lo espantaste, arisca! —dijo Alexia, desde atrás.

Me gustaban los juegos de seducción, el problema era no tener claras
las reglas. Yo había planteado un desafío pero él lo había sentido como un
rechazo. Mala mía.

Minutos después me zambullí en el café al paso del aeropuerto para
sentirme una americana más. Me compré uno en vaso largo, de cartón,
con un nombre escrito con marcador. Me gustaba inventarme identidades
cuando pisaba otro suelo. Jamás decía mi verdadero nombre en Starbucks.

Esa vez les dije que me llamaba Kim, por Kim Basinger. Tomé mi vaso
americanísimo y caminé por el hall sintiéndome Kim en Nueve semanas y
media. Fue entonces cuando apareció “Él”, mi nuevo Mickey Rourke.

Irrumpió en mi camino como en un arrebato. El café americano voló
directo a mi escote argentino. Él casi se desintegra de la vergüenza
mientras yo me reía a carcajadas. Era una risa nerviosa, de descarga. Reía
por la sorpresa del reencuentro y la excitante sensación de que el juego
continuaba. Él intentaba limpiarme el café espumoso mientras me tocaba
las tetas. Todo era genuino, accidentado.

—Estoy quedando como un imbécil. Quería hablarte antes de bajar del
avión pero tuve reacción tardía. Me quedé con las ganas.

—Con las ganas, ¿ganas de qué?

Me miró paralizado. No supo qué responder y estalló en una risa
muchísimo más nerviosa que la mía. Volví a contagiarme. Nos mirábamos
y reíamos tratando de escapar del pudor que sentíamos. La risa terminó en
un silencio profundo. Nos miramos sin decir más. Acabábamos de pactar
algo con la mirada.

Ahí nomás me agarró de la nuca y me besó con ganas. Con furia. Ahí
mismo. En pleno hall del aeropuerto.

Me entregué. Sentí su lengua hasta la garganta y le enrosqué la mía.

Cerré los ojos y me dejé llevar. Empezó a llevarme hacia no sé qué lugar.

Todo era muy torpe. Cuando me di cuenta estábamos en el baño de
hombres, desaforados. Besándonos sin piedad. Me arrancó todos los
botones de la camisa del uniforme abriéndola en un solo movimiento. Me
bajó el corpiño y empezó a lamerme las tetas todavía húmedas por el caffe
latte de Kim Basinger. Lo tomé del pelo y lo sujeté entre mis piernas
mientras sentía que su lengua me entraba desde los pezones. Me agarró de
las caderas abriéndolas más. Adueñándose. Subió mi falda en el aire y me
sentó sobre los lavamanos. Con otra mano golpeó la máquina de
preservativos. Estábamos desesperados. Parecíamos animales. El fuego
nos quemaba por dentro. Todo fue bestial, urgente. Corrió mi bombacha a
un costado, ni necesitó quitarla. Sentí el roce húmedo de mi bombacha de
encaje rosa. Me la había regalado Sonia para navidad y me gustó tenerla
puesta justo ahí. Me acarició el clítoris con sus dedos mojados y me
encontró empapada. Sedienta. Mi concha nunca había estado más dilatada,
más carnosa. Me penetró con fuerza sin dejar de besarme el cuello. Sentí
su pija dura, crecida, a punto de explotar. Y también sentí que mi carne la
abrazaba como una esponja. Él me mordía furioso mientras me cogía con
desesperación. Queríamos estar desnudos, yo necesitaba sentir toda su piel
sobre la mía pero no había tiempo. Nos devorábamos como si el mundo
estuviera a punto de acabarse.

Mi primer orgasmo fue casi inmediato. No quise gritar. Ahogué el grito
sobre su hombro y lo mordí fuerte. Mi piel se erizó completa. Sentí que se
me iba el cuerpo por los poros en ese orgasmo y fue allí que una sirena
estridente comenzó a sonar en el aire. La emergencia de esa alarma nos
encendió más. Sea lo que fuere que estaba ocurriendo en el universo, nos
pedía que acabáramos pronto. El apuro nos calentó más y más. Se
escuchaban gritos, corridas, desorden. Él me llevó en el aire, sin salir de
adentro mío, hacia uno de los cubículos del baño. Nos cogimos como
bestias. Los ruidos de afuera me habilitaron para gritar, gemir, aullar. La
brutalidad nos había poseído. Fue entonces que un portazo me asustó y lo
empujé con fuerza para separarlo de mí. Todo era confuso. Intenté
vislumbrar qué pasaba en el hall. La puerta del baño estaba entornada y vi
pasar gente corriendo, rostros desencajados. Unos guardias entraron y nos
arrebataron. Estaban evacuando. Nos separaron. Entre el caos y la
confusión salimos eyectados. Yo estaba descolocada, en shock. Caliente.

Mojada. Asustada. El corazón me latía como nunca. Lo busqué con la
mirada pero nunca más lo vi.

La alarma de atentado fue a causa de un bulto sospechoso que alguien
había denunciado en el aeropuerto. Faltaban pocos días para una asamblea
de la ONU y por ese motivo habían reforzado la seguridad en todos los
aeropuertos de la ciudad.

No hubo estallido ni bombardeo terrorista. Sólo nosotros dos. Volando
por el aire. Astillados después de ese impulso. De ese deseo irreversible y
de esa falsa alarma.

Jamás quise olvidar esa sensación. Al otro día me tatué la palabra
DESEO para prometerme no conformarme con menos. La libertad es esto,
pensé. Sentir la pulsión interna que te empuja hacia adelante. Animarte. Sin
pudores, sin mentiras. Los dos nos queríamos coger y en ese baño fuimos
sinceros, honestos, más verdaderos que nunca.

Me resistí a buscar su nombre en la lista de pasajeros. No necesitaba
ponerle un nombre. Su olor me acompañó durante años. Lo esperé, sí.

Esperé que algún día llegara buscándome. Atentado lo bautizamos con
Sofía. Ese fue el mejor nombre que podría tener un tipo así: Atentado.

Volví a mi tatuaje y a mi café horrible en ese barcito de Olivos. Volví a
la angustia. Podría haber ido a un Starbucks, pero no. Me gustaba cuando
no existía en Buenos Aires. No necesitaba estar en Buenos Aires y
sentirme en Nueva York. Recordé la sensación del caffe latte en mi pecho
y la lengua de Atentado recorriéndome. Siempre fui sensible a los olores.

Recordé su perfume. Me sentí peor. Recordar ese episodio me había
perturbado. Hacía años que no pensaba en él. De golpe volvía a sentir
vértigo en la panza. Sentí la humedad entre mis piernas. Sentí culpa por
imaginarme a otro hombre cogiéndome. Tomé el sobrecito de azúcar con
la frase que me detonó la catarata de imágenes y salí casi corriendo de ese bar. Necesitaba buscar a Bautista. Llamar a Bruno. Estar a salvo.

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