Antes del despegue
PAULA
Ya era de noche. Estábamos los tres en mi habitación, Bauti,
Bruno y yo.
Mi todo. Mi perfección. Traté de acunar a Bauti, quería
dejarlo dormido
antes de irme. ¡Cómo me cuesta despegarme!, pensé. Lo abracé
fuerte
intentando disimular mi angustia. Bruno me ayudaba con la
valija.
Siempre despreocupado, práctico, seguro, decidido. Estaba
metido entre
los estantes de mi vestidor. Un vestidor casi del mismo
tamaño que la
habitación de soltera que alguna vez compartí con Sofía en
un dos
ambientes alquilado. Miré culposa a mi marido que intentaba
resolver mi
vestuario manoteando prendas al azar.
—Lo que me faltaba para sentirme un monstruo es que me hagas
la
valija.
—Descomprimí. Es tu trabajo, te hace feliz, ya está. ¿Qué
más te pongo?
¿Abrigo? ¿A la noche refresca? ¿Algo más arreglado? ¿Jeans?
—Tengo un nudo en la panza.
Dejé a Bauti en el suelo. No quería que me viera llorar.
Bauti percibía
todo.
Bruno también percibía todo. No sé qué hubiera hecho sin él.
Me sentía
una tonta dudando en ese momento. Había deseado tanto volver
a volar.
Estaba siendo consecuente con mi deseo y eso me daba una
culpa horrible.
—No quiero que nos quedemos con las ganas de nada. Hoy pensé
en
eso. Uno se la pasa postergando cosas. Y en un segundo...
—¿Por qué lo decís?
—Hoy tasé una casa que tenía una chimenea divina. Nunca la
encendieron. El marido de la dueña murió súbitamente. Pobre
mujer.
Estaba como descolocada. Imaginate. En un segundo le cambió
todo.
—Si algo no me ayuda en este momento es pensar en muertes.
—Quiero que vuelvas a trabajar contenta. Y si estás ahí
arriba y te
desencantás, volvés y buscamos otra cosa. Bauti y yo te
necesitamos feliz.
Bruno siempre lograba darme esa paz que tanto me costaba
conseguir y
más me costaba sostener. Me emocionaba su incondicionalidad,
su
claridad. No se enroscaba, ni me enroscaba.
—Te amo. Te amo. Te amo.
Lo besé con desesperación. Con agradecimiento.
Cada vez que sentía que no me quedaba aire, que me ahogaba,
Bruno
era una bocanada de oxígeno.
Un estruendo nos interrumpió. Bauti estalló en llanto. Los
dos corrimos
hacia el recibidor de nuestra habitación para ver qué le
había pasado. Bauti
estaba sangrando. Mi hijo lloraba con la boca ensangrentada
después de
haberse golpeado contra una mesita de arrime que yo había
comprado en
una feria de antigüedades.
—¡Yo sabía que un día se iba a lastimar con la punta de esa
mesita! ¡Lo
sabía! —grité desesperada, culposa, torpe.
Corrí hasta él sin saber qué hacer. Bauti lloraba a los
gritos. Eso me
desestabilizó. Bruno fue quien lo levantó en brazos, con una
calma
envidiable.
—¡No pasó nada! ¡Es un cortecito!
—¡Mirá la sangre que le sale! ¿Cómo que no pasó nada? ¡Yo
sabía!
¡Mesa de mierda! ¡Es mi culpa esto!
—¡Traé hielo! ¡Vamos a la guardia!
Bruno abrió la puerta y salió con Bautista en brazos. Yo
busqué hielo
para el camino y corrí detrás. Bautista lloraba sin parar y
yo me enojé con
el mundo. Me dolía el dolor de mi hijo, ¿por qué no me corté
yo? ¡Esto
fue por pensar en mis mambos! Sentí que Bauti estaba
sangrando porque
yo misma había dejado que se lastimara.
En la guardia todo fue rápido gracias a la practicidad de
Bruno. Yo sólo
lamentaba, sufría, puteaba. Un médico bastante simpático
suturó a Bauti
que soportó estoico. Dejó de llorar y se entregó al juego
del héroe
accidentado. Entre su papá y su médico lograron quitarle el
dolor
llenándolo de halagos para hombres valientes. Bauti se
sentía un
sobreviviente. Un herido de guerra.
Felicité a mi hijo y lo llené de besos. Admiraba su hombría.
Me alivió pensar que Bauti se parecía a su padre y no a mí.
Yo solía
regodearme en laberintos sin salida. Bauti, con un punto en
el labio
inferior, ya se sentía un héroe y festejaba la recomendación
del médico:
tomar mucho helado.
Estábamos más tranquilos cuando irrumpió Sofía, mi amiga y
colega.
Su voluptuosidad ganó el centro de la sala de espera del
sanatorio.
Siempre con tacos altos, faldas cortas y aros grandes. Sofía
no dejaba
lugar a la imaginación. Ella te mostraba todo lo que tenía
para ofrecer.
Transparente y gauchita, como le gustaba describirse. Estaba
pálida, al
borde del llanto. Bruno se sorprendió al verla ahí. Yo le
había mandado un
mensaje de texto ni bien salimos de casa.
—¡Amiga! ¡Vine lo más rápido que pude! —dijo, dramática, sin
siquiera
reparar en que Bauti estaba sano y salvo en brazos de su papá.
—Lo tuvieron que coser —dije yo, contagiada por su
dramatismo.
—Un puntito nada más. Fue un accidente doméstico. No
exageren.
—Me descuidé un segundo y mirá lo que le pasó. No lo puedo
dejar así.
Sofía me vio en shock y adivinó mis intenciones: bajarme del
vuelo al
que todavía no nos habíamos subido.
Bruno me miró negando. Bauti ya casi había olvidado el
accidente
doméstico pero su golpe todavía resonaba en mis entrañas.
Pensé que era
una señal. No lo podía dejar así. No podía volar. Me moría
de sólo pensar
que podría pasarle algo en mi ausencia.
Llegamos a casa con Bauti ya dormido. Me encargué de
acostarlo y me
quedé mirándolo un buen rato. Ver a un chiquito dormir debe
ser de esas
cosas que los neurocientíficos estudian para diseñar drogas
que
provoquen la paz mental.
Mi suegra, Esther, ya estaba instaladísima en el cuarto de
huéspedes.
Feliz de quedarse sola con mi hijo y su hijo.
Sofía, Bruno y Esther habían tramado un complot en mi
contra. Ellos
querían que yo viajara a toda costa. Se llenaron de
argumentos para
convencerme, para que no suspendiera mi reincorporación de
manera tan
abrupta. Los escuché. Sonaban lógicos.
Besé a Bauti, despidiéndolo, y no pude evitar llorar. Era
increíble cómo
una personita en menos de tres años se había convertido en
una parte de
mí. Me sentía desmembrada alejándome de él. Bruno me abrazó
liviano.
Era obvio que quería descomprimir.
—Podrías ser actriz.
—No me digas así. No estoy haciendo una escena. Me siento
mal en
serio.
—¡Llevátela, haceme el favor! —le suplicó a Sofía—. Te amo,
divertite.
Jamás entenderé cómo se puede ser tan amoroso y desapegado a
la vez.
Divertite, me dijo. Siempre soñé con tener un compañero que
me deseara
eso. Mis relaciones anteriores solían despedirme diciéndome
cuidate. Él
siempre me decía divertite. Desearte que te cuides sonaba a
profecía
autocumplida. A desconfianza. Si alguien me despedía
pidiéndome que me
cuidara, sentía que me subestimaba. Que me veía en riesgo.
Bruno era
perfecto para mí.
Sofía y yo partimos en el charter de la aerolínea que nos
pasó a buscar
por casa. Todo me resultaba extraño, abismal. ¿Cómo podía
ser que algo
tan conocido pudiera haberse vuelto tan extraño, tan nuevo
para mí?
Sofía estaba insoportable, más excitada que nunca. Tanta
efervescencia
me había distanciado un poco de ella en los últimos tiempos.
No podía
seguir siendo tan expresiva. Yo me sentía más tensa,
acartonada. Era yo la
que estaba distinta, ella no.
—¡Bienvenidos, buenas noches! —Esa era Sofía,
entusiasmadísima
recibiendo a los pasajeros—. ¡No lo puedo creer! Pensar que
ya te daba
por jubilada.
—¿Me ves muy dura? Me siento rarísima, falsa.
—No te sentís, lo somos. Nadie te sonreiría con tantas
ganas, a esta
hora, por tomarte un vuelo a Tánger.
—Estoy intranquila.
—Relajate, no me asustes con tus premoniciones.
—Ya estamos, ¿no? ¿Cerramos? ¿Aviso que ya pueden sacar las
escaleras?
—¡No te hagas la inexperta que bastantes horas de vuelo
tenés encima!
Respiré hondo. Ahora venía lo mejor: el despegue. Necesitaba
entregarme de nuevo a esa sensación de levantar vuelo. Al
fascinante
vértigo que me provocaba abandonar el suelo.
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