Divina

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martes, 21 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 3




Antes del despegue

PAULA

Ya era de noche. Estábamos los tres en mi habitación, Bauti, Bruno y yo.
Mi todo. Mi perfección. Traté de acunar a Bauti, quería dejarlo dormido
antes de irme. ¡Cómo me cuesta despegarme!, pensé. Lo abracé fuerte
intentando disimular mi angustia. Bruno me ayudaba con la valija.

Siempre despreocupado, práctico, seguro, decidido. Estaba metido entre
los estantes de mi vestidor. Un vestidor casi del mismo tamaño que la
habitación de soltera que alguna vez compartí con Sofía en un dos
ambientes alquilado. Miré culposa a mi marido que intentaba resolver mi
vestuario manoteando prendas al azar.

—Lo que me faltaba para sentirme un monstruo es que me hagas la
valija.

—Descomprimí. Es tu trabajo, te hace feliz, ya está. ¿Qué más te pongo?
¿Abrigo? ¿A la noche refresca? ¿Algo más arreglado? ¿Jeans?

—Tengo un nudo en la panza.

Dejé a Bauti en el suelo. No quería que me viera llorar. Bauti percibía
todo.

Bruno también percibía todo. No sé qué hubiera hecho sin él. Me sentía
una tonta dudando en ese momento. Había deseado tanto volver a volar.
Estaba siendo consecuente con mi deseo y eso me daba una culpa horrible.

—No quiero que nos quedemos con las ganas de nada. Hoy pensé en
eso. Uno se la pasa postergando cosas. Y en un segundo...

—¿Por qué lo decís?

—Hoy tasé una casa que tenía una chimenea divina. Nunca la
encendieron. El marido de la dueña murió súbitamente. Pobre mujer.
Estaba como descolocada. Imaginate. En un segundo le cambió todo.

—Si algo no me ayuda en este momento es pensar en muertes.

—Quiero que vuelvas a trabajar contenta. Y si estás ahí arriba y te
desencantás, volvés y buscamos otra cosa. Bauti y yo te necesitamos feliz.

Bruno siempre lograba darme esa paz que tanto me costaba conseguir y
más me costaba sostener. Me emocionaba su incondicionalidad, su
claridad. No se enroscaba, ni me enroscaba.

—Te amo. Te amo. Te amo.

Lo besé con desesperación. Con agradecimiento.

Cada vez que sentía que no me quedaba aire, que me ahogaba, Bruno
era una bocanada de oxígeno.

Un estruendo nos interrumpió. Bauti estalló en llanto. Los dos corrimos
hacia el recibidor de nuestra habitación para ver qué le había pasado. Bauti
estaba sangrando. Mi hijo lloraba con la boca ensangrentada después de
haberse golpeado contra una mesita de arrime que yo había comprado en
una feria de antigüedades.

—¡Yo sabía que un día se iba a lastimar con la punta de esa mesita! ¡Lo
sabía! —grité desesperada, culposa, torpe.

Corrí hasta él sin saber qué hacer. Bauti lloraba a los gritos. Eso me
desestabilizó. Bruno fue quien lo levantó en brazos, con una calma
envidiable.

—¡No pasó nada! ¡Es un cortecito!

—¡Mirá la sangre que le sale! ¿Cómo que no pasó nada? ¡Yo sabía!
¡Mesa de mierda! ¡Es mi culpa esto!

—¡Traé hielo! ¡Vamos a la guardia!

Bruno abrió la puerta y salió con Bautista en brazos. Yo busqué hielo
para el camino y corrí detrás. Bautista lloraba sin parar y yo me enojé con
el mundo. Me dolía el dolor de mi hijo, ¿por qué no me corté yo? ¡Esto
fue por pensar en mis mambos! Sentí que Bauti estaba sangrando porque
yo misma había dejado que se lastimara.

En la guardia todo fue rápido gracias a la practicidad de Bruno. Yo sólo
lamentaba, sufría, puteaba. Un médico bastante simpático suturó a Bauti
que soportó estoico. Dejó de llorar y se entregó al juego del héroe
accidentado. Entre su papá y su médico lograron quitarle el dolor
llenándolo de halagos para hombres valientes. Bauti se sentía un
sobreviviente. Un herido de guerra.

Felicité a mi hijo y lo llené de besos. Admiraba su hombría.

Me alivió pensar que Bauti se parecía a su padre y no a mí. Yo solía
regodearme en laberintos sin salida. Bauti, con un punto en el labio
inferior, ya se sentía un héroe y festejaba la recomendación del médico:
tomar mucho helado.

Estábamos más tranquilos cuando irrumpió Sofía, mi amiga y colega.
Su voluptuosidad ganó el centro de la sala de espera del sanatorio.
Siempre con tacos altos, faldas cortas y aros grandes. Sofía no dejaba
lugar a la imaginación. Ella te mostraba todo lo que tenía para ofrecer.

Transparente y gauchita, como le gustaba describirse. Estaba pálida, al
borde del llanto. Bruno se sorprendió al verla ahí. Yo le había mandado un

mensaje de texto ni bien salimos de casa.

—¡Amiga! ¡Vine lo más rápido que pude! —dijo, dramática, sin siquiera
reparar en que Bauti estaba sano y salvo en brazos de su papá.

—Lo tuvieron que coser —dije yo, contagiada por su dramatismo.

—Un puntito nada más. Fue un accidente doméstico. No exageren.

—Me descuidé un segundo y mirá lo que le pasó. No lo puedo dejar así.

Sofía me vio en shock y adivinó mis intenciones: bajarme del vuelo al
que todavía no nos habíamos subido.

Bruno me miró negando. Bauti ya casi había olvidado el accidente
doméstico pero su golpe todavía resonaba en mis entrañas. Pensé que era
una señal. No lo podía dejar así. No podía volar. Me moría de sólo pensar
que podría pasarle algo en mi ausencia.

Llegamos a casa con Bauti ya dormido. Me encargué de acostarlo y me
quedé mirándolo un buen rato. Ver a un chiquito dormir debe ser de esas
cosas que los neurocientíficos estudian para diseñar drogas que
provoquen la paz mental.

Mi suegra, Esther, ya estaba instaladísima en el cuarto de huéspedes.
Feliz de quedarse sola con mi hijo y su hijo.

Sofía, Bruno y Esther habían tramado un complot en mi contra. Ellos
querían que yo viajara a toda costa. Se llenaron de argumentos para
convencerme, para que no suspendiera mi reincorporación de manera tan
abrupta. Los escuché. Sonaban lógicos.

Besé a Bauti, despidiéndolo, y no pude evitar llorar. Era increíble cómo
una personita en menos de tres años se había convertido en una parte de
mí. Me sentía desmembrada alejándome de él. Bruno me abrazó liviano.
Era obvio que quería descomprimir.

—Podrías ser actriz.

—No me digas así. No estoy haciendo una escena. Me siento mal en
serio.

—¡Llevátela, haceme el favor! —le suplicó a Sofía—. Te amo, divertite.

Jamás entenderé cómo se puede ser tan amoroso y desapegado a la vez.
Divertite, me dijo. Siempre soñé con tener un compañero que me deseara
eso. Mis relaciones anteriores solían despedirme diciéndome cuidate. Él
siempre me decía divertite. Desearte que te cuides sonaba a profecía
autocumplida. A desconfianza. Si alguien me despedía pidiéndome que me
cuidara, sentía que me subestimaba. Que me veía en riesgo. Bruno era
perfecto para mí.

Sofía y yo partimos en el charter de la aerolínea que nos pasó a buscar
por casa. Todo me resultaba extraño, abismal. ¿Cómo podía ser que algo
tan conocido pudiera haberse vuelto tan extraño, tan nuevo para mí?

Sofía estaba insoportable, más excitada que nunca. Tanta efervescencia
me había distanciado un poco de ella en los últimos tiempos. No podía
seguir siendo tan expresiva. Yo me sentía más tensa, acartonada. Era yo la
que estaba distinta, ella no.

—¡Bienvenidos, buenas noches! —Esa era Sofía, entusiasmadísima
recibiendo a los pasajeros—. ¡No lo puedo creer! Pensar que ya te daba
por jubilada.

—¿Me ves muy dura? Me siento rarísima, falsa.

—No te sentís, lo somos. Nadie te sonreiría con tantas ganas, a esta
hora, por tomarte un vuelo a Tánger.

—Estoy intranquila.

—Relajate, no me asustes con tus premoniciones.

—Ya estamos, ¿no? ¿Cerramos? ¿Aviso que ya pueden sacar las
escaleras?

—¡No te hagas la inexperta que bastantes horas de vuelo tenés encima!

Respiré hondo. Ahora venía lo mejor: el despegue. Necesitaba
entregarme de nuevo a esa sensación de levantar vuelo. Al fascinante

vértigo que me provocaba abandonar el suelo.

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