La tierra prometida
PAULA
Lloré desde La Tangerina hasta el aeropuerto. Una vez arriba
del avión
me concentré en mis tareas prácticas. Precisas. Chequear
cinturones.
Levantar bandejas. Empujar el carro. Sonreír. Indicar
salidas de
emergencia. El mundo de lo concreto era mi único sostén.
Sofía entendió que no era momento de hablar. Ya tendríamos
tiempo.
Sus ojos brillaban de curiosidad y me pedían detalles a los
gritos. Ningún
detalle que yo pudiera describir. Ningún relato, por más
minucioso que
fuera, iba a estar a la altura de esa última noche en el
desierto.
Llegamos a Buenos Aires. Un charter nos llevó del aeropuerto
a casa,
no pronuncié ni una sola palabra en el viaje. No me
alcanzaba todo el aire
de alrededor para oxigenarme. Respiré queriendo llenarme y
vaciarme a
la vez. Necesitaba limpiar todo vestigio. Algo se me quedaba
atrapado en
el pecho. Sentí taquicardia. Respiré como pude y recordé el
viento
patagónico de la infancia. Ese aire que te ahogaba. Te
asfixiaba por su
exceso.
Llegamos a la garita de seguridad de mi barrio y el corazón
me
estallaba. El trayecto hasta la puerta de casa fue agonizante.
Sofía me tomó
fuerte de la mano. El temblor la contagió. La puerta de la
trafic se abrió y
vi el triciclo rojo de Bauti en el deck de la entrada. Las
rodillas se me
aflojaron. Bajé lo más rápido que pude.
—¿Me llamás cualquier cosa?
El chofer cerró la puerta corrediza antes de que yo pudiera
responderle
a mi amiga. Cuando giré vi a Bruno con Bauti en brazos. Mi
hijo estiraba
sus manitos, feliz, sonriente.
Corrí a ellos. Tomé a mi hijo fuerte entre mis brazos y lo
apreté,
suplicando que me salvara.
—¡Cómo te extrañé! ¡Ya está! ¡Ya volvió mamá!
Lo apreté bien fuerte y me quebré. Alcé la vista y vi cómo
Bruno me
sonreía mientras nos abrazaba a los dos. Le di un beso
sincero, pero
breve.
—Bienvenida.
—¿Me extrañaron?
—Más de lo soportable. Creo que no hubiéramos resistido un
día más,
¿no, Bauti?
Los abracé a los dos agradeciendo que existieran. Y entramos
a casa. De
a poco mi cuerpo volvía a ponerse en su lugar. La
respiración comenzaba
a fluir. Volver a casa tenía algo de enloquecedor. Tan
enloquecedor como
lo cotidiano en la vida de una azafata.
Una podía sentir que nunca se había ido, que todo lo que
había ocurrido
en ese otro lugar no era más que un sueño, ¿cómo se podía
pasar tan
rápido de un escenario a otro? ¿O era eso lo que tanto
extrañaba de mi
vida de viajera? Eso era lo más adictivo, atrapante. Vivir
varias vidas en
una misma semana.
Bruno miró a Bauti con complicidad. Tenían una sorpresa para
mí.
Pensé que quizás me habían cocinado una chocotorta. Mi
postre favorito.
Me entregué al juego. Bruno me pidió que cerrara los ojos.
Bauti me tomó
de la mano. Y así, entre los dos, me guiaron hasta llegar a
nuestra
habitación.
—¡Ahora sí! Podés abrir.
Abrí los ojos y pude ver un estuche sobre mi almohada. Era
un corazón
de terciopelo rojo. Los miré a ambos. Bauti me sonreía por
detrás de su
chupete y me tiraba de la mano, ansioso por que lo abriera.
—Dios mío, ¿qué es?
Sonreí intentando parecer intrigada. Lo cierto era que me
moría de
miedo. Me senté en la cama. Mi corazón estaba más rojo que
el estuche. Ya
no sabía ni cómo latir el pobre. Abrí el estuche y ahí
estaban ellos, los
anillos, dos.
Sí, un par de alianzas modernas, de diseño. Eran de oro
blanco, o de
acero, chatas, pero eran alianzas.
—¡Leé la tarjeta!
Me sudaban las manos. Un frío me recorría los brazos. Como
si se me
aflojaran los codos.
¿Te querés casar con nosotros? B y B.
Bruno y Bauti me miraron con más amor del que una persona
pudiera
tolerar. Bruno sonreía emocionado. Con sus ojos vidriosos,
húmedos y su
sonrisa franca, ¿y yo? ¿Podía ser más ingrata? ¿Podía
atentar tanto contra
nuestra propia felicidad? Me quebré en un llanto
desconsolado.
Los abracé a los dos y comencé a besarlos con desesperación.
Quería
borrar todo lo que me había sucedido. Mi vida estaba en
manos de ellos
dos. Mi mundo. Mi corazón. Mi todo. Ellos eran mi todo. No
existía amor
más verdadero. Los tres. Nosotros tres.
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