Divina

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miércoles, 22 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 8



Cosas distintas   


PEDRO

Casi sin dormir me metí debajo de la ducha fría. No quería despertarme
de ese estado pero tenía que enfrentar las reuniones del día.

Afortunadamente, esta vez el viaje no había estado copado por cenas
forzadas con posibles compradores de vino, que contaban anécdotas
inverosímiles y reían a carcajadas hasta la madrugada simulando una
amistad.

Las noches eran mías. Sólo tenía la obligación de asistir a algunos
almuerzos con un importante empresario, casi príncipe, de la gastronomía
marroquí. Un tipo con poco carisma y algunos monosílabos.

Administraba muy bien su tiempo y acortaba las reuniones levantándose
de la mesa sin despedirse. Signos de poder. El tipo se paraba en el
momento menos pensado y salía por una puerta que estaba detrás de su
enorme mesa de mármol y bronce. Segundos después, aparecía una
secretaria que se encargaba de dar por finalizado el encuentro.

Agradecí que esas reuniones fueran tan directas y breves. No estaba
para sostener la atención en una charla amena y dilatada.

Salí del baño frotándome la cara con la toalla. Quería activar mis
neuronas, mis poros, mi circulación. Lo primero que vi fue la imagen de
los Impuros sobre el mueble. Debería llevarlos al almuerzo. No. Preferí
apostar a que esa noche Paula aceptaría mi invitación. Prefería reservarlos
para ella.

¿Y dónde los tomaría? Paula iba a tener que llegar conmigo hasta la
habitación para degustar mi malbec, ¿estaba pidiendo demasiado? Quizás
lo mejor era bajar algunas botellas y dárselas al chef del hotel.

¡Tincho! ¡Tincho tiene que saber lo que me está pasando!, me dije.

Necesitaba contarlo. Necesitaba escucharme contándolo. Tomé mi tablet,
vi que Tincho estaba conectado y lo llamé.

Me aseguré de que estuviese solo frente a su computadora. Tincho
pasaba horas boludeando en internet. Le gustaba chatear con pendejas
usando perfiles falsos. Mirar páginas porno. Y, aunque nunca me lo había
confesado, yo estaba seguro de que más de una vez pagó con su tarjeta de
crédito para que una mina se le desnude vía webcam. Tincho era como un
nene travieso y oscuro. Con caprichos medio perversos, pero infantiles.

No tenía mucho tiempo. Tenía que ser tan breve y directo como mi
cliente, el príncipe marroquí. Fui al punto. Le conté rápido que en el vuelo
estaba, nada más ni nada menos, que nuestra memorable azafata. Que
había pasado la noche caminando con ella por la ciudad. Y que habíamos
amanecido juntos mirando el mar. Tincho me miró duro, mis palabras
habían salido de mi boca a una velocidad que su cabeza seguía
procesando.

—¿De qué azafata hablás? ¡No entiendo nada!

—¡La de la frazadita, Tincho! ¡La del choque! ¡La de mi viaje a Nueva
York!

—¿La de tu despedida de soltero? ¿Te la encontraste en Tánger? ¿Vos
me estás jodiendo? —sus pupilas se iban dilatando con cada pregunta—.
¡Frená ahí, primo! ¡No jodas, correte ya de ahí, no hagas cagadas!

Tincho parecía un pastor poseído intentando sacarme el diablo de
adentro. Si había una reacción que jamás hubiera esperado de él, era esa.

—¿Qué decís?

Lo miré sonriendo para descomprimir. Creí que me estaba jodiendo.
Tanto espanto me descolocaba.

—¡Vos no servís para la trampa! ¡Te vas a enconchar y vas a tirar todo a
la mierda! Te conozco.

—Es una joda, ¿no?

—Haceme caso. No avances un paso más. Sos muy romántico, no lo vas
a poder manejar, ¡pensá en la familia que armaste!

—¿Justo vos me lo decís?

Mi tono cambió. Necesitaba ubicarlo. No lo llamé para consultarle. No
había dudas en mi relato.

—¡Sí, justo yo!

—Sos de manual, ¡andá a cagar!

Corté enojado. Me quedó una sensación tóxica en el cuerpo. Dar una
noticia con el mejor humor del mundo, pleno de entusiasmo, y recibir la
peor onda del otro lado. Era el peor veneno que uno podía probar.
Amarguísimo.

Una vez me dijeron que los amigos se probaban en las buenas. Que si
querías saber si alguien era realmente tu amigo, le tenías que contar una
buena noticia: si ves que puede compartir la alegría con vos, si notás el
contagio de felicidad en sus ojos, ¡cuidalo, ese es tu amigo!

La envidia es la puta más barata que consigue el ego para acostarse.
El almuerzo con el príncipe musulmán fue más breve de lo que
esperaba. Él se fue sin despedirse pero yo dupliqué el convenio que tenía
con la bodega y cerré una venta anual bastante suculenta que se vería
reflejada en mi bonus de fin de año.

¡Estás afiladísimo Pedro!

Me vi de afuera y me gusté. Me vi decidido, seguro. Venía surfeando la
ola de la acción desde el momento en que me animé a señar esa casa para
mi familia. Y no pensaba bajar de ahí. Tomar las riendas y dejarme llevar
por mi olfato venía resultando. ¿Será que me están acechando los
cuarenta?, pensé. Tincho ya los había pasado y decía que para él la crisis
de los cuarenta es una farsa. Un mito. Que por nada del mundo volvería
atrás. Que el mundo se rendía a tus pies cuando llegabas a “la Creamfields
de los 40”. Y así me sentía yo. Como en una Creamfields. Aunque nunca en
la vida había pisado una fiesta electrónica, podía sentir un vaivén
psicodélico de adrenalina. Seguramente algo así se sentía en esas fiestas.
Euforia, calentura, un subidón de energía sexual. Tampoco había probado
ácido ni ningún tipo de droga dura. Algún que otro porro a solas con mi
primo, como quien se toma un whisky. ¡Te falta mucha calle, Pedro!, me
dije.

La ruta del deseo acababa de abrirse frente a mí. A mis 38 años me
encontraba buscando nuevas emociones. Pensando en acostarme con otra
mujer que no fuera Laura. Imaginándome los efectos alucinógenos del
ácido. Cerrando ventas millonarias que me hacían sentir poderoso,
poronga.

Me gustaba esta nueva versión de mí mismo. Pensaba que quizás era un
efecto colateral del olor a menta que invadía Tánger. Me sentía más
poroso, permeable, sensible. Más caliente.

Recordé el rojo intenso del amanecer. Recordé el verde cristalino de los
ojos de Paula. Necesitaba un chapuzón. Ni siquiera estaba cansado. Estaba
pasado de rosca. Me ardían los ojos.

Volví a mi hotel y fui directo a la piscina. Me tiré de cabeza, en
calzoncillos. Nadé con rabia. Nadé de un lado al otro de la pileta sin parar.

El cuerpo me pedía descargar. Algo se había activado. Tenía energía. Eso
era, vitalidad, ¡estás vivo, Pedro! Estás vivo y querés volver a verla, pensé.
Pero también pensé... Pensé en Laura y en los chicos. No había conflicto.

Eran cosas distintas. Esa era la clave. Cosas distintas. Estantes. Orden.
Prolijidad. Mi amor por Laura no había cambiado. Cosas distintas. No
sentí rastros de culpa. Era claro mi deseo. Dicen que los psicópatas no
sienten culpa. Tienen como un bloqueo ante esa emoción. Yo no era un
psicópata. Era ordenado. Estaba pudiendo separar las cosas. Por fin
entendía lo que significaba tener los cajones en su lugar. Laura y los
chicos en uno. Paula sola, o conmigo, en otro. Cosas distintas. Cosas
distintas.




PAULA

No me desperté. No dormí. Seguí de largo.

La luz del día se colaba entre los hilos de la sábana que me tapaba la cara.
Me cubrí hasta la coronilla. Si alguien hubiera entrado en ese momento
podría haber pensado que estaba muerta.

Un manotazo corrió la sábana y me dejó al descubierto. Era Sofía. Dio
un respingo al verme.

—Nena, ¿querés matarme de un susto? ¡Parecías una momia!

La miré sin moverme ni un milímetro. Sólo mis ojos se movieron. Ella
esperaba que alguno de mis músculos le confirmara que me había
acostado con Pedro.

—¡Hablá, por favor!

—No hay mucho para contar.

—¿Me estás cargando? ¡Llegaste de día! ¿Qué pasó?

La miré nublada. La luz del día me estaba dando una cachetada sin
piedad. Quería llorar.

—No me asustes...

—Me besó. Nos besamos.

Confesé culposa. Dramática. Me sentía adentro de un culebrón malo y
me convertía en el cliché más berreta del planeta.

—¿Y el beso te desencantó? ¡Mejor!

Sofía intentó minimizar y que juntas nos convenciéramos de que estaba
todo perfecto. Esquivé su mirada un segundo después de ver que la
catástrofe asomaba en sus pensamientos.

—¡Me quiero morir!

Y por fin lloré. Desconsolada. Sofía me abrazó acunándome. Estas
cosas solían pasarle a ella. Era ella la que sufría por amor.

—Si tenés ganas de revolcarte con Atentado, Pasillo o como le digas, es
mejor que lo hagas cuanto antes y que el deseo no te carcoma por dentro.

—No hay vuelta atrás. Con ese beso ya está. Lo engañé. Traicioné a
Bruno. Jamás en la vida creí...

—¡“Jamás” no existe! Bienvenida a la vida, ¿en qué quedaron?

—Me invitó a cenar. Tiene anillo. Está casado.

—Pensé que ya se lo habías visto. Ni bien subió al avión le vi el dedo
podrido, ¿antes no lo tenía?

—¿Antes? ¿Cuándo?

—Cuando te lo cogiste.

—¡No lo digas así!

—Te lo cogiste, ¿cómo querés que lo diga?

—No sé. Nunca me fijé.

—Debe tener un matrimonio de mierda.

—Pero yo no. Yo no.

Sofía me obligó a levantarme, bañarme, vestirme y salir a tomar aire.
Paseamos de nuevo por el Zoco. Me regaló un vestido en el mismo puesto
donde habíamos comprado el día anterior. Pero este era más ella, más
Sofía, más rojo. Lo acepté agradecida. Era obvio que mi amiga me estaba
empujando para que yo aceptara la cena con Pedro.

Mi cabeza empezó a pedir silencio. Le dije a Sofía que necesitaba
caminar un poco sola. Fui a la playa. Sin proponérmelo reconstruí el
camino que habíamos hecho la noche anterior. Como un asesino que
vuelve a la escena del crimen. Volví a esa playa. Caminé llenándome de
mar. Pidiéndole una pista a ese mar, una señal.

El cielo de Tánger volvió a regalarme un espectáculo único. El
atardecer más poderoso que vi en mi vida. No era bello, ni hermoso, era
potente. Ver esa bola de fuego caer y diluirse en el mar. Sentía ese mismo
fuego en mi sexo y quería ahogarlo en el océano de mi culpa.

Lloré acompañando a ese sol hasta extinguirse. Pero mi fuego estaba
ahí, no desaparecía. Una chispa había comenzado a arder dentro de mí y
querer estrangular ese deseo me asfixiaba. Volví a sentir ese beso. Lo
recordé en detalle, y me estremecí.

Agradecí que la vida siguiera sorprendiéndome. Agradecí el vértigo y
la angustia. Agradecí las palpitaciones que sentía. En un segundo, la vida
se te puede dar vuelta sin pedirte permiso. La concha de su madre, ¿no era
eso lo que más me gustaba de vivir? El control ya no era mío. No podía ni
intentarlo. Tenía que hacerme cargo de lo que sentía y enfrentar las
consecuencias. Pedro no me provocaba amor, eso me aliviaba, ¡el amor a
primera vista no existe! Pedro me provocaba intriga, entusiasmo,
atracción. Me prometí vivir a fondo, arriesgar. Y Pedro se cruzaba en mi
camino para desafiarme. Me sentía una mediocre por sentir culpa. Yo no
era una reprimida. No quería convertirme en una esposa insatisfecha. Una
mujer postergada. Necesitaba cerrar para siempre el capítulo Pedro. La
aventura me tentaba, me invitaba a lanzarme, a tirarme de cabeza. Y yo
estaba ahí, temblando, a punto de salir corriendo como una nena que no
sabe lo que quiere. O peor, como alguien que deseó demasiado una cosa, y
cuando se le está cumpliendo, le aterra.

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