El día y ¿después?
PAULA
Tercera noche en Tánger. Tercera noche sin dormir. El estado
de vigilia
era permanente, constante. La percepción se me había
agudizado. Mis
sentidos estaban alterados. Escuchaba el sonido de la ducha
de fondo.
Algunas gotas de vapor en el aire brillaban con el sol que
se filtraba entre
los tejidos de la cortina. El olor a vino se mezclaba con el
olor a sexo
impregnando la habitación. Vi un brillo más allá, en la mesa
de luz, como
una aparición iluminada por el día: era su alianza. Más
brillante que nunca
la hija de puta. Como si el sol entrara directo a encenderla
para que yo
chocara de trompa contra la realidad.
Pedro salió del baño terminando de secarse.
—Ya me voy.
—Desayunemos.
Yo no podía ni moverme. Él fue hasta la puerta, la abrió y
alzó una
bandeja de desayuno que esperaba en el suelo. No supe desde
cuándo
estaba ahí ni quién la había traído.
Me levanté y agarré un pañuelo bordado que cubría un
silloncito
multicolor. Me improvisé un vestido anudando los extremos
del pañuelo
por detrás de mi nuca y nos sentamos sobre la alfombra
artesanal. La luz
del día nos ponía incómodos pero el ritual del desayuno nos
daba una
especie de marco de contención. No hacía falta hablar.
Un hambre voraz me tomó como por asalto. No había registrado
el
vacío de mi estómago hasta que me levanté de la cama. Me
sonaron las
tripas.
—Parece como si no hubiera comido anoche por el hambre que
tengo.
Pedro sirvió el té. La tetera de plata trabajada le daba a
todo un toque
ceremonial, sagrado. Una nube de vapor de menta nos abrazó a
los dos.
—Voy a extrañar este olor.
—¿Cuándo volvés?
—Mañana.
Nos quedamos en silencio. Él no agregó nada. De pronto pensé
que esa
sería nuestra despedida. La idea de no verlo nunca más me
aliviaba
bastante pero el corazón se me detuvo de golpe.
—¿Volvemos en el mismo vuelo?
—Me quedan unos días acá.
—Entonces disfrutemos la menta de hoy.
Me hice la superada, la despreocupada, pero me sentí
incómoda, falsa,
forzada, tensa. Desayunamos en silencio, pensativos. Sin
dudas esa era
nuestra despedida. Sí. Lo era.
Pedro llenó su boca con un gran sorbo de té. Se impregnó de
menta, me
miró, me tomó las piernas y se sumergió entre ellas. Cerré
los ojos y
respiré profundo. El vapor de menta me embriagaba mientras
él se
despedía de mi sexo.
Mi concha jamás se olvidaría de esa lengua. Me chupó con
suavidad y
precisión. Recorrió cada pliegue con movimientos
envolventes. Pedro
sabía cómo hacerme sentir rica, irresistible. Y otra vez
acabé. Cuando
creía que no quedaban rastros de un orgasmo posible, él
había logrado
que mi cuerpo otra vez se abriera y se retorciera y se
estremeciera y se
entregara y se dilatara. Tuve un orgasmo suave y fresco.
Casi silencioso.
Como un último aliento. Casi un suspiro de menta.
Después de ese orgasmo sentí una profunda necesidad de irme.
Escaparme. No podía quedarme un minuto más. Me daba pánico
tener que
hablar de algún tema. Me di una ducha rápida. Pedro se
ofreció a
acompañarme. Le dije que no. Lo vi más tenso, activo,
concentrado en sus
obligaciones laborales. Eso era mejor para ambos. Era
conveniente. Las
obligaciones nos vuelven al rumbo correcto. Nos devuelven
verdad.
Llegué a mi hotel. Entré mirando el suelo, con urgencia y
mal humor.
No quería cruzarme con mis compañeros de tripulación. No
quería
preguntas, ni miradas, ni sospechas.
—¡Pau! ¡Por fin! ¿Me querés matar de un infarto?
Era Sofía desde una mesa de la terraza. Gracias al cielo
estaba sola.
Tomaba un té de menta y estrenaba una capelina ridícula, de
esas que una
compra cuando está de viaje pero jamás vuelve a usar en su
lugar de
procedencia.
—¿Los demás? ¿Alguno preguntó por mí?
—Les dije que te desvelaste y saliste temprano a caminar —me
miró
esperando un relato, pero fugué mi mirada hacia el mar—. Ni
siquiera me
dijiste en qué hotel se aloja este tipo. No sabía si te
había secuestrado,
cambiado por un camello, asesinado.
—¿No será mucho?
—¿Cogieron?
—¡Sofía!
—¿Te sentís bien? ¿Necesitás hablar?
—Necesito ducharme. Cambiarme.
—Parecés recién duchada.
—Necesito ducharme de nuevo.
Sofía me miró esperando alguna pista. Mi cara no reflejaba
ni por
asomo el nivel de goce que había experimentado la noche
anterior. La dejé
con la intriga y huí hacia la habitación. Necesitaba
deshacerme de esa
ropa. Quemar toda evidencia, no dejar rastros.
Volví a bañarme, esta vez más tranquila. No pude evitar
llorar. Lloré
como un cocodrilo satisfecho, pero lloré.
Las imágenes de la noche anterior se me clavaban en el medio
de la
cabeza. Como hachazos. La piel me ardía. Secuelas del roce,
del frote. Una
sutil irritación me recorría todo el cuerpo que latía bajo
el vapor de la
ducha. La fricción de su barbilla, su lengua, sus manos me
habían dejado
en carne viva.
Salí envuelta en una toalla. Busqué algo que ponerme. Vi
toda esa ropa
que Bruno había elegido para mí. Me conecté al skype pero él
no aparecía
disponible. Revisé mi celular, no había mensajes. Tenía
señal y entonces le
escribí el primer whatsapp de mi estadía: Mi amor, ¿todo
bien? Los
extraño.
Me senté en la cama, empapada y desnuda. Necesitaba urgente
un
mensaje de respuesta. No podía sacar los ojos de la pantalla
del celular. Y
la culpa. Nunca sentí tanta culpa, tanto miedo. Me aterraba
pensar que
Bruno pudiera intuir algo. ¡La intuición es femenina,
Paula!, me dije.
No nos molestes. Disfrutá. Acá no te extrañamos pero te
amamos mucho.
Eran palabras tranquilizadoras pero se me clavaban como una
daga en
el centro del pecho, ¿podía sentir tanto alivio y tanto
dolor a la vez? La
confianza de Bruno me hacía sentir peor. Qué hija de puta.
Sofía entró al cuarto y me insistió para que saliéramos a
pasear. Era
nuestro último día en la posta. Me vestí con esa ropa que mi
marido había
metido en mi valija. Todo parecía a propósito, perverso,
enroscado. Sobre
la piel que olía todavía al cuerpo de Pedro, me puse el
vestido que Bruno
me había regalado para el día de la madre. Era de una tela
liviana, tipo
enagua. A Bruno le gustaba adivinar mi silueta debajo de
vestidos simples,
suaves. De pocas líneas. El blanco y el azul eran sus
colores preferidos
para mí. Podía acordarme perfecto del día que me trajo el
vestido de
regalo. Yo había estado llorando. Le había dicho que me
sentía un potus.
Que Bauti no me dejaba ni ir al baño. Bauti tenía un año,
recién caminaba,
la gente me mandaba saludos por el día de la madre y yo lo
único que
quería era agarrar una valija y fugarme a una isla desierta,
¡qué difícil fue
ese primer año! Nadie me había dicho que la maternidad
generaba
semejante tsunami emocional. Nadie me contó que la falta de
sueño
provocaba una exasperación tan violenta. El llanto de Bauti
en medio de la
noche me despertaba instintos asesinos. Me sentí defectuosa.
Sentí que no
había nacido para ser mamá. Lloraba de impotencia y me
abrazaba a mi
hijo sin dudar del inmenso amor que me albergaba desde el
día del parto.
Pero estaba dividida. Me daba fobia sentirme tan
indispensable.
Sofía se dio cuenta de que yo estaba perdida en el estampado
de mi
vestido, de pie, frente al espejo. Me tiró de la mano y me
sacó de ahí,
rescatándome de todos mis pensamientos.
Salimos a la vida. Paseamos por las calles de Tánger para
despedirnos
de ese mundo de fantasías. Una parte de mí quería salir
corriendo ya
mismo de ese lugar, pero también sabía que, otra porción de
mi ser, se
quedaría ahí para siempre.
Sofía respetó mi silencio pero estaba alerta, a la espera de
que yo le
diera el pie para comenzar a preguntar.
—¡Es injusto que no me participes! Años te aguanté
ilusionada con este
tipo.
—Era distinto en ese momento.
Las extravagancias de Marruecos nos salían al cruce, todo
parecía haber
perdido su atractivo. Un encantador de serpientes nos quiso
seducir con un
cruel saludo de su culebra. La serpiente parecía más mareada
y confundida
que yo.
—¿Cuánto me cobrás por hacer hablar a mi amiga?
—Lo importante ya lo sabés. El resto son detalles.
Imaginátelos.
—Mi imaginación puede perjudicarte.
La pitonisa adicta al fucsia me clavó los ojos desde su
mesita callejera.
No dejaba de mirarme mientras mezclaba su baraja de tarot
con un halo de
misterio y venganza.
—¿La conocés?
—¿Si te sale La Torre es bueno o malo?
—¿Eso te salió a vos? ¿La Torre? ¿O a él le salió?
—¿Qué significa?
—¿Se tiraron el tarot juntos y les salió eso? ¡Se caen todas
las
estructuras!
—¿Bueno o malo?
—Si odiás las estructuras, buenísimo. Si querés sostener lo
insostenible,
tremendo. ¿Él quiso hacer la consulta? Contame o le pregunto
a la señora.
—Calmate, ¿podés ponerte un segundo en mi lugar?
—¡Me encantaría!
—¡Si una torre se te cayera encima a vos, yo no lo
festejaría!
—Sé perfectamente lo que sentís, ¡la contradicción absoluta!
¡Sos Tauro
ascendente Escorpio!
—¡Soy madre! ¡Eso soy! Tengo una familia, ¡vos no tenés idea
de lo
que significa!
—Claro que no tengo idea. Pero te conozco y lo que te tiene
mal no es
haberte acostado con Pasillo 18.
— Pedro se llama.
—Lo que te tiene mal es descubrir cómo te estabas mintiendo.
—Yo a Bruno lo amo. Es el amor de mi vida, ¡no miento!
—No hablo de Bruno, hablo de vos. No te llena de
satisfacción ser una
ama de casa joven que logró la familia perfecta, ¡aceptalo!
—Bruno y Bauti son lo mejor que me pasó en la vida.
—¡Pero no te alcanza! ¡Sos infeliz y lo sabés! Ni vos ni yo
nacimos para
quedarnos en nuestras casas criando chicos.
—Hay puntos intermedios.
—Aunque te moleste reconocerlo, somos iguales, ¡hola! ¡Somos
azafatas! Nos gustan los cambios de horario, los idiomas,
los
encantadores de serpientes, conocer el mundo, no tener
rutina, ver para
qué lado gira el agua del inodoro... Y no se trata ni de
realidades ni de
circunstancias, ¡se trata de esencia!
Las palabras de Sofía calaron hondo en mí. Me quedé muda.
Intenté
articular un argumento. Yo era eso que mi amiga decía. Pero
también era
otra persona. Estaba cambiando de piel. Una piel que por
momentos me
asfixiaba. Caminé unos pasos más, movilizada. Contuve el
llanto. No
estaba dolida ni enojada. Estaba intentando unir mis
pedazos. Sofía me
siguió envalentonada.
—Vos nunca aprobaste mi relación con Jorge.
—¿Qué tiene que ver Jorge?
—¡Tiene que ver! ¿Sabés qué hice? No la corté. Preferí
ocultártela.
Dejar de compartirla con vos.
Frené de golpe, en shock. Jorge era el mismo Jorge con el
que Sofía se
había ido a Punta Cana ese septiembre de 2008. Ese fin de
semana que no
voló conmigo a Nueva York. Ese Jorge era el viejo casado por
el que
tantas veces discutí con mi amiga intentando que no
postergara su vida.
Ese Jorge era un hijo de re mil puta.
—¿Seguís con él?
—¡Sí! Hace diez años que estoy de novia con un casado. ¡Sí!
De NOVIA.
—Cómo no me vas a contar que...
—Ahora sos una madre de familia, no me ibas a aprobar algo
así.
Leí la ironía en los ojos y en el tono de Sofía. Cierto aire
de reproche. Y
me leí a mí. Me vi lejos de mi amiga. Ausente. Sofía era mi
hermana.
Compartimos departamento, hambre, banquetes, desengaños. Y
de repente
ella había dejado de confiar en mí. Me había ocultado algo
tan importante
todo ese tiempo.
La garganta se me cerró. No me pude defender, ni imponer.
Empecé a
llorar como una nena. Una nena enojada. El enojo era
conmigo. Sin darme
cuenta, enarbolando la bandera de la sagrada familia, había
construido una
muralla de principios morales que me separaron de mi mejor
amiga. Me
sentí una mediocre, una hipócrita. Me sentí muy parecida a
Sonia, mi
hermana mayor.
Sofía me miró con lágrimas en los ojos. Estábamos en pleno
acto de
confesión. Sinceras e infelices.
—Reconocelo, Paula. Las dos somos amantes de la adrenalina,
lo
prohibido, las sensaciones fuertes. Está en nuestra
naturaleza, ¡en contra de
eso no se puede ir!
Me quebré peor y me senté en el cordón de una vereda. Sofía
se sentó al
lado. Lloramos, en silencio pero juntas, como tantas otras
veces. Como
adolescentes.
—¿Conocés la parábola del escorpión y la tortuga?
Yo sacudí la cabeza diciendo que sí, sabía lo que mi amiga
me estaba
queriendo decir.
—Aunque no te guste, aunque no quieras, Bruno es tu tortuga.
Miré al cielo suplicando un milagro. Ya era tarde. Aunque
Pedro no
volviera a cruzarse en mi camino, lo que aparecía, desde lo
más profundo
de mi ser, era un grito de auxilio. Un grito que no podía
dejar de escuchar.
PEDRO
No podía hablar con Laura desde mi habitación. Bajé al bar
del hotel.
Necesitaba otro fondo. La habitación revuelta destilaba sexo
por donde se
la mirara. Mis ojos estaban rojizos. Sabía que Laura me iba
a ver pálido,
demacrado, ojeroso. Intenté no hablar de mí. No dar pie a
ningún tema de
conversación que tuviera que ver con mi presente marroquí.
—Anita se despertó a la madrugada llamándote. El Edipo que
va a tener
esta chiquita.
Sí. Esa era mi esposa diciéndome que mi hija se había
despertado con
pesadillas mientras su padre cogía como un salvaje y le
hacía el orto a una
azafata, en su hotel de Tánger.
—Por suerte tiene una analista en casa para que se lo
detecte a tiempo.
—¿Qué comiste?
—Nada. Arroz. La primera noche comí unos caracoles en la
calle y no
me cayeron bien.
—Estás pálido. Ojeroso.
—Debe ser eso, ¿vos? ¿Seguís con tu paciente crónica?
Laura me miró extrañada. Su ceja se arqueó y mi corazón
bombeó más
fuerte. Sentí que se me abrían los orificios de la nariz.
Laura era una
experta en lenguaje corporal, ¿por qué mierda activé la
cámara?, pensé.
—¿Desde cuándo me preguntás por mis pacientes?
—No sé. Debe ser el aburrimiento, o el mal humor. Estoy
podrido de
viajar.
—Paciencia, ya falta poco. Patricia, mi paciente, es un caso
de manual:
un marido con la crisis de la mediana edad y una mujer que
se lamenta por
no haber sido ella la primera en engañar.
—¿Crisis de la mediana edad?
—Ya te va a tocar. Te comprás zapatillas para correr, vas a
tu primer
chequeo de próstata, ¡y te acostás con una pendeja!
Los dos reímos. No sé de qué, pero reímos. No eran muchas
las veces
que Laura y yo nos reíamos juntos. De lo mismo. Algo de su
practicidad al
hablar de cuernos me calmó. Claramente lo que me estaba
pasando no era
ni más ni menos que lo que le pasa a cualquier casado.
Todos necesitamos salir de excursión cada tanto. Probarnos.
Cualquier
casado necesita entrar en el cuerpo de una mujer distinta.
Nos interrumpió el sonido del teléfono fijo de casa. Buena
oportunidad
para terminar la llamada, pero no. Laura me hizo un gesto
con su mano
para que esperara mientras atendía desde el inalámbrico.
—Hola.
Al escuchar la voz del otro lado abrió grandes los ojos.
Respondió con
un entusiasmo poco habitual.
—La esposa habla. Lo tengo justo en la otra línea. Perfecto.
Vuelve la
semana que viene y pasa por la inmobiliaria.
Cortó y estalló en un gritito de festejo. Un estallido
contenido,
controlado, casi un fallido.
—¡Aceptaron la oferta! ¡Nos mudamos!
Quedé congelado en una mueca precisa, forzada. Dibujé una
sonrisa y
sentí que un frío me corría por la espalda. La vida seguía.
Los efectos de
mis acciones seguían allá, en Buenos Aires. Donde la
realidad sobrevivía
sin mí. Era una buena noticia. Era una gran noticia. Ver el
resultado de mi
acción, de mi decisión, me ponía contento. Aunque debía
aceptar que
solito me estaba adentrando en un callejón sin salida. Me
estaba
encargando de cerrar cualquier posible vía de escape.
—Genial.
Mi teléfono sonó. Era un asistente del príncipe de la
hotelería marroquí.
Le dije a Laura que la llamaba luego. Escapé. El príncipe
quería invitarme
a cenar y yo no podía decirle que tenía planes. Estaba allí
pura y
exclusivamente para venderle todo lo que pudiese, y más.
Recordé mi
aspecto demacrado y continué el relato que había improvisado
con mi
mujer. Quizás esto de mentir fuera un vicio sin retorno. El
asistente aceptó
mis excusas. Volví a escapar.
Me quedaban varios días en la ciudad. Incluso una suerte de
agasajo
organizado por la cámara de comercio de Tánger. Una noche
sin negocios
no iban a afectar mi ya provechosa estadía.
Era la última noche de Paula y no podía permitirme que se
fuera sin
despedida. Organicé una cena especial. Contraté los
servicios. Me sentí
feliz tramando la estrategia para sorprender a una mujer. Y
eso me gustó.
El cortejo. Volver a cortejar a alguien.
La esperé en la puerta de su hotel. Nervioso. No podía
fallar. Si Paula se
demoraba, mi plan perfecto iba a caer en un derrotero
imposible de
reflotar. Miré la hora. Estábamos al límite, y ahí llegó
ella. Con su amiga.
No me importó que su amiga me viera, era lógico que sabía
todo. ¡Qué
lindo tener una amiga para contarle cómo cogiste la noche
anterior!
Todavía me dolía el corte de rostro que me había dedicado mi
querido
primo.
—Voy a acostarme un rato —dijo su amiga y desapareció,
entrenada en
las artes de la complicidad.
—Hola.
—Hola.
—No te ibas a ir sin despedirnos, ¿no?
—No sé.
—¿Me prestás tu última noche? Te devuelvo temprano.
—Creo que lo mejor...
—No podés irte de Marruecos sin conocer el desierto. Es mi
obligación
como guía.
Me miró apagada. Confusa. La tomé de la mano y me la llevé
de prepo.
Arrebatándole su última noche en Tánger.
—¡No pienses! ¡Vamos!
Pude leer su agradecimiento en los ojos. Su alma me pedía
que
decidiera por ella y así lo hice. Corrimos hasta una
camionetita celeste que
nos esperaba especialmente para llevarnos hacia la aventura.
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