Divina

Divina

martes, 21 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 4




Vuelo a dos voces

PEDRO

Me había quedado dormido en el living. En el suelo. Salí corriendo con
mi bolso de cuero y la caja con botellas de Impuro. Espero que me las
dejen llevar, pensé.

Llegué lo más rápido que pude al aeropuerto. No entendía cómo no le
había pedido a Tincho que me llevara. No me gustaba salir corriendo. El
remisero me insultó por el cambio. Le dije que se quede con el vuelto.

Podría habérselo dicho antes de que me insultara. Tenía que transformar el
mal humor en lástima y convertirme en el ser más indefenso y
desesperado que pudiera llegar al mostrador de un aeropuerto.

Me abalancé sobre la empleada de mi aerolínea, intenté que la urgencia
no me mostrara prepotente. Apelé a la seducción y al buen corazón de la
cuarentona que me miraba con sus labios cargados de rouge fucsia. Tan
temprano y tan maquillada.

El vuelo estaba cerrado. Me lo dijo con ojitos de compasión. Tanto
rímel escondía cierto goce al darme la peor noticia. Ese era su poder. El
poder más temible de todos. El de los operarios que ocupan roles
estratégicos. Roles de los que depende nuestro tiempo. Mi tiempo.

—¡Es absolutamente imposible que yo no me suba a ese avión!

Ella me miró sorprendida. No intenté adivinar cuál fue la interpretación
que le dio a mi frase lapidaria. Tomó su Handy. Buena señal, respiré. Ella
avisó que faltaba un pasajero y yo corrí por las escaleras mecánicas, las
puertas de embarque, migraciones. Todos me miraban mal. De repente me
había convertido en el criminal que se quedó dormido por hacer el amor
con su mujer en el día de su cumpleaños.

Llegué por fin a la cabina del avión. Una azafata me clavó la mirada.

Todo el pasaje esperaba por mí.

—Gracias y disculpas. Mil disculpas.

—Yo te disculpo enseguida. Vos poné cara de tragedia y aguantate las
miradas fulminantes. ¿Asiento?

—18. Pasillo.

Ella tomó mi ataché y caminó delante, guiándome hacia mi asiento. La
seguí cabizbajo sintiendo la mirada de todos los pasajeros. Debería abrir
las botellas de Impuro que traigo en la caja y convidarles a todos, pensé.

La simpática azafata desfiló delante de mí contoneando sus caderas.

Agradecí su performance. Me sentí menos expuesto detrás de semejante
anatomía. Llegué a la fila 18. Deposité la caja de vino debajo del asiento y
me dejé caer. Volví a respirar y me entregué al vuelo.



PAULA

Me sentía extraña. Todo era como un gran déjà vu.

Cuando creía que la maternidad había cambiado mi vida para siempre, de
golpe estaba de nuevo ahí, sola y rodeada por gente de paso. Recorriendo
el pasillo de una cabina de avión. Chequeando cinturones de seguridad. Si
este trabajo no fuera en el cielo, sería tan vulgar, pensé.

Un pasajero me pidió ayuda para conectar los auriculares. Mi vocación
de servicio se reducía a eso. A que los pasajeros se sintieran bien asistidos
durante un vuelo. Me sentí mediocre. No entendía por qué había extrañado
tanto mi trabajo. En realidad sí, entendía. Extrañaba volar, irme lejos,
escuchar otros idiomas, cambiar de escenarios y de horarios. Me sentí
descolocada y eso que todavía no había comenzado a empujar el carrito
sanguchero. ¿Por qué mierda no estoy durmiendo en mi casa?

Pensé en mi hijo. Él me asfixiaba bastante últimamente. Su mamá
necesitaba recuperar la identidad, su individualidad. ¿Y cómo se sentía
libre mamá? Así. Empujando un carro con gaseosas, viandas y cubiertos
de plástico.

Me deprimí. Quedarme en mi casa encargándome del jardín y la pileta
tampoco era lo mío, ¿qué era lo mío? ¿Mostrar dónde se encontraban las
salidas de emergencia?

Muchas veces fantaseé con que ocurriese un accidente para burlarme de
todos los pasajeros que te ignoraban cuando dabas las instrucciones. En
todos mis años como azafata nadie jamás prestó atención. Si pasara algo,
ninguno sabría qué hacer con la máscara de oxígeno, ni con los chalecos
salvavidas, ni con los toboganes de emergencia. Era todo una gran
mentira. Una farsa. Somos muy hipócritas. Ni los pasajeros prestan la
suficiente atención, ni nosotras nos tomamos en serio lo que decimos
cuando iniciamos un vuelo. Yo soy tan hipócrita que siento que tengo una
profesión de nivel cuando todos sabemos que soy una camarera de a
bordo. Soy tan hipócrita que me siento libre e independiente por subirme a
este avión a repartir sanguchitos mientras mi hijo queda al cuidado de mi
suegra.

Un hombre me llamaba desde su asiento. Me pidió colaboración para
elegir una música que lo ayudara a dormir. Me sentí algo torpe. La
pantallita touch de los asientos era toda una novedad para mí. Lo ayudé, le
sonreí, y me aparté abriendo la mirada. Recorrí los rostros de los
pasajeros con una mirada periférica. Eso me gustaba. Sentir que tenía el
control. Que estaba atenta a todo. Al acecho.

De pronto, mi corazón pegó un salto y quiso salir por la boca. Las
piernas se me aflojaron. Estaba ahí. Sentado. Dormitando. Era él. El
mismo. Ese que me había hecho acabar en medio de una evacuación. Ese
que quedó grabado en un tatuaje para siempre. El protagonista del
momento más excitante de mi vida. De esa otra vida. De esa vida que había
existido hacía mucho tiempo, o no tanto. Esa era otra Paula Aunque, de
golpe, yo estaba sintiendo lo mismo que aquella vez. Mi cuerpo era el
mismo. La excitación era insoportablemente igual. No podía ser. Aquello
pertenecía a otra historia. ¿Qué hace acá? ¿Cómo se atreve? Esto no puede
estar pasando, es una pesadilla. La peor pesadilla.
Caminé lo más rápido que pude para zambullirme en el galley. Estaba al
borde del desmayo. Me sentía fría. O caliente. Sentía un irresistible calor
en el cuerpo y un frío mortal en las manos. Sofía me miraba alarmada.

—¿Estás bien?

No pude pronunciar una palabra. Ni hacer un gesto. Ni ensayar un
argumento. No pude pensar. Ni imaginar. Ni encontrarle una explicación a
esa aparición. Preferí anular lo que vi. Olvidarlo. Bloquearlo. Le hice una
mueca a Sofía, desestimando. No podía esconderme en el galley durante
todo el vuelo. Sofía preparó el carro. Debía salir a escena nuevamente.

Agradecí tener un carro sanguchero que me sirviera de escudo, de
barricada, de escondite. Decidí perder la vista en cada vaso de agua que
sirviera. Concentrarme en las bandejas con comida. Me propuse no abrir
la mirada. No cruzar una sola mirada con nadie. Quise volverme invisible.

Tenía la esperanza de que él no me recordara. Sí. Ese era el mejor
pensamiento que podía tener. Que no me reconociera. Que ninguno de los
dos recordara esas sensaciones. Esos gemidos. Esos fluidos. Basta Paula,
no recuerdes. No pienses. Esa cogida nunca existió. Nunca debió existir.
Sos feliz. Sos otra. Basta, me dije.

Tomé coraje y empujé el carro compenetrada en mis tareas prácticas.

Me limité a servir en silencio mientras Sofía ofrecía opciones para beber.

De repente amé mi trabajo simple, sencillo, directo. Me convertí en una
maquina. No necesitaba pensar en nada ni invocar ninguna imagen del
pasado. Cualquier recorte de mi memoria me desestabilizaba. Avancé en
piloto automático, metiendo y sacando bandejitas del carro. Quería
terminar rápido y hundirme en el galley hasta el aterrizaje. Fuimos
avanzando. Yo más precisa y eficiente que nunca mientras nos
acercábamos al asiento de Él. Sofía no sabía nada. Nunca lo conoció. Hice
bien en no contarle que está acá mismo, pensé. Sofía era muy mala
disimulando. Llamaría demasiado la atención y me delataría cruzando
miradas cómplices. Estábamos a dos filas de él. Lo vi dormido y eso me
alivió.

—Usted solicitó un menú vegano, ¿verdad? —preguntó Sofía a una
pasajera con rasgos orientales.

La voz segura y chillona de Sofía logró despertarlo. ¡Puta madre Sofía
y tu vicio de llamar la atención! Él se incorporó dando un sobresalto. Sus
ojos quedaron justo de frente a mí. Me vio. Me clavó la mirada. Dejé de
respirar. De pensar. De existir. Me paralicé en un blanco abismal. Y volví
mi vista a una bandeja. Se la entregué a Sofía para que fuera ella quien se
la ofreciera. Miré a otro pasajero, busqué un objetivo, un horizonte, una
acción clara y allí dirigí mi atención.

—¿Para beber prefiere agua, jugo, vino? —pregunté a otro pasajero.

Él tomó su comida de manos de Sofía y quedó en silencio. No supe si
me miró. Yo ya no lo miraba. Sofía estaba más rosada. Más brillante. Era
obvio que él le había gustado. ¿A quién no? Quizás, lo mejor que me
podría pasar era que Sofía se lo cogiera, pensé. Sofía podría enamorarse
perdidamente de él. Paula ¿De verdad querés que tu mejor amiga se coja
al anónimo que te hizo gozar como nadie? ¿Querés que se case con él,
también? ¿Querés compartir asados, viajes, vacaciones? Mi cabeza iba
muy rápido. Hasta podría haberme imaginado con Bruno, Sofía y ese
desconocido deseando convertirme en swinger. Podría haberme
imaginado a Sofía ofreciéndome un trío con “Atentado”. A Sofía le
encantaba triangular. Sofía era muy osada pero siempre le había costado
acabar. En eso éramos diametralmente opuestas. Yo podía acabar hasta
andando en bicicleta. ¿Quería que Atentado curara a Sofía de su
anorgasmia? No. Claro que no quería eso. No quería nada. No quería estar
ahí. Terminé mi imprescindible tarea de azafata internacional y huí como
una rata hacia la otra punta del avión.

Me desarmé al atravesar la cortinita que nos separaba del resto del
mundo. Necesitaba agua. Tomé agua de una botellita hasta terminarla.
Sofía llegó atrás sin registrar nada. Eso me tranquilizó. No mostré ningún
indicio.

—Impecable lo tuyo. Como si hubieras estado empujando carros en tu
casa estos tres años.

—Sofi, necesito decirte algo.

Me sentía mal, estaba temblando. Un frío seco invadió todo mi cuerpo.

—¿Qué te pasa? ¡Estás helada!

La miré, tragué saliva e intenté ser lo más silenciosa posible.

—Escuchame y no pongas caras, ni hagas gestos, ni comentes...

—Me asustás, ¿qué te pasó?

—¿Te acordás del tipo de Nueva York? El tipo del baño. De esa vez, ¿te
acordás?

—¿“Atentado”? ¿Cómo no me voy a acordar? ¡Me arrepentí toda la vida
por haberme perdido ese viaje!

—Está acá. Está en el avión.

Sofía no pudo contener un grito agudo pero breve. Le cubrí la boca de
un manotazo y la neutralicé. Por suerte conservaba mis reflejos. La callé y
le pedí silencio absoluto.
—¡Marcámelo, por favor! ¡Me muero! ¡Años tratando de imaginarlo!

—Controlate. No es una buena noticia.

—¿Estás loca? ¿Cómo no va a ser una buena noticia? ¡Años hablando de
él! ¡Es el hilo rojo, te lo dije!

—¡Callate! ¡Ningún hilo rojo! Terminala.

—¿Cuál es?

—Fila 18.

—¿Pasillo? ¡Me muero! ¿El bombón? Lo fiché ni bien entró. Es el que
llegó tarde. Casi pierde el vuelo, ¿te das cuenta?

—¿Si me doy cuenta de qué?

—¡Del destino!

Sofía miró hacia el sector donde se encontraba él. La vi emocionada,
eufórica y eso me tensó más. Me molestó su reacción. Su entusiasmo. Su
alegría.

—No seas infantil, haceme el favor.

—¿Lo saludaste? ¿Te saludó?

—¡No me reconoció!

—¿Cómo no te va a reconocer? ¡Estás igual! Es imposible que no te
reconozca.

—Capaz no se acuerda. No sé. Olvidate del tema. No sé para qué te
conté.

Terminé la conversación acomodando las cosas del carro con rabia,
con bronca. No toleraba la estupidez de Sofía. Sus fantasías absurdas.

Sofía se había quedado en el tiempo, yo no. Necesitaba volver a mi eje.
Ese hombre no significaba nada en mi vida actual. Estaba segura. Era una
mujer segura. Feliz con su presente. ¡No cambiaría nada de mi vida! ¡No
volvería el tiempo atrás! ¡Nada del pasado puede hacerme tambalear!, me
dije.

PEDRO

Es ella. Es ella, me miró y no pude decir ni hacer nada, pensé. No moví
ni un músculo. Me quedé helado. No probé bocado. No me importaba.

Había quedado como un pelotudo. Soy un pelotudo. ¿Cómo puedo tener
reacciones tan tardías? ¿Dónde se fue? Tengo que decirle que me acuerdo
de ella. Tengo que reaccionar. ¿Si voy y la encaro ahí, en su cuartito de
azafatas?, me pregunté. No sabía cómo mierda se llamaba ese reservado
misterioso del que entraban y salían. Necesitaba mostrarle que la reconocí.

Que sabía perfectamente quién era. Que la recordaba en detalle. Que
podría dibujar exactamente la distancia que separaba su hombro de su
mentón. Se me paró la pija de sólo pensarlo. Ella tenía que acordarse de
ese día. O quizás las azafatas estaban acostumbradas a que un pasajero se
las garchara de parado en un aeropuerto.

No tenía nada de malo ir y saludarla. ¿Qué decís, Pedro? Sos un
pelotudo. No es una amiga de la infancia ni una compañera del secundario.

Es la mina que te cogiste a las apuradas en medio de un falso atentado. No
sabés ni su nombre. Olvidate. Vas a hacer el ridículo, me dije, intentando
convencerme.

Mi cuerpo se había despertado. Como si se me hubiesen abierto los
poros. Todo estaba ahí, latente. Me la cogería ahí mismo detrás de la
cortinita. Entre alfajores y botellas de gaseosa. Qué día, Pedro, qué día.

Desde que volviste a mirar la mantita de aquel vuelo estás como un perro
en celo, pensé. Me gustaba. Estábamos volando en el mismo avión. Todo
valía ahí arriba. Me chupaba un huevo todo. Hacía años que no sentía eso.

Me chupaba un huevo lo que pasaba en la tierra y me la imaginaba a ella
chupándome la pija. ¿Qué hubiera pasado si esa puta alarma no sonaba?

¿Quién se hubiera atrevido a separarnos? Quizás nos llevaban presos por
tener sexo en un lugar público. Hubiéramos seguido abotonados cogiendo
con desesperación en el asiento de atrás de un patrullero, me respondí.

Necesitaba encararla. Pensé que si lograba tenerla parada frente a mí iba
a poder darme cuenta si se acordaba de tantos detalles como yo. O quizás
se le había borrado mi cara. ¿Cuántos pasajeros de cuántos vuelos habían
pasado en estos cinco años? Me chupaba un huevo si se acordaba de mi
cara. Quería que recordara esos orgasmos bestiales que tuvo conmigo. De
eso no podía olvidarse. Era una ametralladora de orgasmos. Uno tras otro.

Acababa como si fuera la última vez en su vida. Ella hizo que la puta
alarma sonara. Su éxtasis nos podría haber hecho explotar a todos.

Miré hacia la punta del avión. Los aviones tienen forma de pija, pensé.

Nunca lo había pensado. Todo se acababa de volver erótico, carnal. Vi que
la cortina del cuartito de las azafatas se movía al final del pasillo.

Aparecieron unos ojos espiando. Era la otra azafata la que me miraba.
Algo pasaba. ¡Levantate y andá, Pedro!


PAULA

Quería que se terminara ese vuelo ya. Quería que el avión explotara en el
aire y cayéramos todos al océano. Que nos claváramos en la tierra y
desapareciéramos de mapas y radares.

—Mira para acá. Te va a ojear.

—No lo mires.

—¡Ahí viene!

—¿Cómo que viene? ¡Decile que vuelva a su asiento!

—Ni loca.

Sofía no ayudaba. No evadía. Me ponía más nerviosa. Yo quería
terminar con esa farsa lo antes posible. No era ni gracioso ni
emocionante. Estábamos exagerando. Que ese tipo y yo estuviésemos en el
mismo vuelo era absolutamente intrascendente.

Sofía me miró pálida. Sin reacción. Tendré que resolverlo sola, me dije.

Decidí salir y dar la cara.

—Disculpe pero tiene que volver a su asiento. Entraremos en zona de
turbulencias.

Él me miró sorprendido. Logré neutralizarlo.

—¿Cómo?

—Que vuelva a su asiento, por favor.

—Es que me gustaría consultarte...

—Oprima el botón de llamada si necesita algo de un auxiliar.

Le sostuve la mirada. Neutra, gélida, imperturbable.
Él volvió sobre sus pasos también sosteniéndome la mirada. No se
resignaba. Me estaba provocando. Me desafiaba. ¿Qué mierda le pasa?
¿Qué se piensa? ¿Qué carajo quiere?, me pregunté.

PEDRO

No podía creer que me hubiera mandado al rincón como si fuera un
chico. Estaba tensa, conteniendo. Quizás no quería hablar cerca de su
compañera. Quizás la comprometía. Me dijo que la llamara desde el
asiento. Me dijo que oprima el botón para llamarla, ¿dijo eso? Sí, dijo eso.

Perfecto, pensé. Oprimí el botón de llamada. Fingí naturalidad. Y esperé.
Esperé intentando parecer lo menos ansioso posible.

—¿Lo puedo ayudar en algo? —me dijo la azafata agachándose sobre
mi asiento. Poniéndome sus tetas de bandeja. No era ella. Era la otra, la
compañera. No entendí nada. Me había mandado al asiento, me había dicho
que la llamara con el puto botón. ¿Y me manda a su compañera?, me
pregunté. Me quedé mudo. ¿A qué estaba jugando? La simpática azafata me
sonreía con una mueca tan forzada que estaba a punto de quedarse tiesa. La
miré a los ojos intentando descubrir alguna pista. Alguien estaba
invitándome a jugar y yo no estaba entendiendo las reglas. La miré a los
ojos sin pestañear. Ella parpadeó insistentemente llenándose las mejillas
de restos de pintura negra. Sus pestañas estaban apelmazadas. Le miré los
ojos en detalle, intentaba descifrar algo. Ella se moría porque yo dejara de
presionarla y le mirara las tetas.

—Necesito consultarle algo a tu compañera.

Me miró nerviosa. Como si hubiese pronunciado una palabra trágica.
Como si hubiese amenazado a alguien de muerte. Asintió, tragó saliva y
salió.

Todo indicaba que esta azafata sabía algo. Todo se volvía más denso,
más tenso, más extraordinario. Esperé unos segundos y la vi venir.

Caminaba nerviosa. No lograba sostener la mirada en un punto. Sus
pupilas iban y venían como fuera de eje. Sabiéndose desnudada por mis
ojos. Se deslizaba entre los asientos como flotando. Sus piernas firmes y
brillantes. Esos muslos marcados que alguna vez me habían apretado
contra ella. Ese escote, el mismo que alguna vez me había invitado a
perderme. Ella se sintió desnuda caminando hacia mí y pude sentir cómo
su respiración se recortaba. Se acercó a mi asiento sin mirarme. Se agachó
apenas. Una bocanada de perfume me transportó inmediatamente a ese
baño. Ese perfume era una burbuja que me salvaba del olor a desinfectante
del baño público. Se me vino a la cabeza el olor a café de vainilla que lamí
en sus tetas. Su cuerpo, su olor, sus ojos, todo era familiar, igual. Pero ella
insistía en parecer otra.

—¿Necesitabas algo?

—Sos vos.

La miré desenmascarándola. Los dos sabíamos quiénes éramos.
Dejemos de jugar a las escondidas, pensé, mientras esperaba su respuesta.
Ella me miró pensativa. Como haciendo memoria. Como buscando algo
familiar en mis rasgos. Si pudiera penetrarla acá mismo, sé que la haría
recordar al instante, me dije.

—¿Perdón? ¿Nos conocemos?

Su respuesta me anuló. Me sacó de juego.

—Disculpame. Quizás me confundí...

Ella asintió y se fue despreocupada. Ajena a todo, liviana. Moviendo el
culo parado entre decenas de pasajeros somnolientos.

Me sentí un ridículo. Un calentón obsesivo que todavía recordaba un
polvo de parado en un baño público. ¿Será porque fue la única vez que le
metí los cuernos a mi mujer? Esas cosas no se olvidan. Son hitos en la
historia de un hombre. Como medallas. Nadie puede morir fiel a su
esposa. Todo hombre necesita una buena encamada para contar. No era
una cuestión de machismo. Era una cuestión natural. Biológica. La
virilidad necesita reafirmarse. Yo había tenido una cogida para el
campeonato en ese aeropuerto, con esa misma mujer. Aunque nadie sabía
el peor de los detalles: Una falsa alarma me había dejado con la leche
adentro. Quizás por eso todo se reactivaba al verla. Necesitaba terminar.

Acabar. Ella había acabado tantas veces que quizás eso le permitía
vaciarse, olvidarse. No podía ser. No era posible.
Yo podía ser un pelotudo. Un inexperto. Un amateur de la trampa. Pero
ella, ¿qué era? ¿Quién era? Se me ocurrieron algunas opciones: una
mentirosa profesional, una negadora crónica, o era muy, pero muy, puta.

PAULA

Caminé como pude. El pasillo parecía alargarse a mi paso. Temí caer
desmayada antes de llegar a mi trinchera. Sofía corrió la cortinita y me
miró con los ojos grandes. Esperaba un gesto, una señal de alivio.

—¿Y?

—Ya está. Tema cerrado.

Sofía me miró sin entender. Crucé la meta. Desaparecí de la vista de él y
de todos. Me agarré de donde pude y me desarmé. Temblé como nunca en
la vida, mis piernas se aflojaron, respiré hondo. Mi cuerpo me estaba
demostrando, una vez más, que era mucho más honesto que mis palabras.


No hay comentarios:

Publicar un comentario