Vuelo a dos voces
PEDRO
Me había quedado dormido en el living. En el suelo. Salí
corriendo con
mi bolso de cuero y la caja con botellas de Impuro. Espero
que me las
dejen llevar, pensé.
Llegué lo más rápido que pude al aeropuerto. No entendía
cómo no le
había pedido a Tincho que me llevara. No me gustaba salir
corriendo. El
remisero me insultó por el cambio. Le dije que se quede con
el vuelto.
Podría habérselo dicho antes de que me insultara. Tenía que
transformar el
mal humor en lástima y convertirme en el ser más indefenso y
desesperado que pudiera llegar al mostrador de un
aeropuerto.
Me abalancé sobre la empleada de mi aerolínea, intenté que
la urgencia
no me mostrara prepotente. Apelé a la seducción y al buen
corazón de la
cuarentona que me miraba con sus labios cargados de rouge
fucsia. Tan
temprano y tan maquillada.
El vuelo estaba cerrado. Me lo dijo con ojitos de compasión.
Tanto
rímel escondía cierto goce al darme la peor noticia. Ese era
su poder. El
poder más temible de todos. El de los operarios que ocupan
roles
estratégicos. Roles de los que depende nuestro tiempo. Mi
tiempo.
—¡Es absolutamente imposible que yo no me suba a ese avión!
Ella me miró sorprendida. No intenté adivinar cuál fue la
interpretación
que le dio a mi frase lapidaria. Tomó su Handy. Buena señal,
respiré. Ella
avisó que faltaba un pasajero y yo corrí por las escaleras
mecánicas, las
puertas de embarque, migraciones. Todos me miraban mal. De
repente me
había convertido en el criminal que se quedó dormido por
hacer el amor
con su mujer en el día de su cumpleaños.
Llegué por fin a la cabina del avión. Una azafata me clavó
la mirada.
Todo el pasaje esperaba por mí.
—Gracias y disculpas. Mil disculpas.
—Yo te disculpo enseguida. Vos poné cara de tragedia y
aguantate las
miradas fulminantes. ¿Asiento?
—18. Pasillo.
Ella tomó mi ataché y caminó delante, guiándome hacia mi
asiento. La
seguí cabizbajo sintiendo la mirada de todos los pasajeros.
Debería abrir
las botellas de Impuro que traigo en la caja y convidarles a
todos, pensé.
La simpática azafata desfiló delante de mí contoneando sus
caderas.
Agradecí su performance. Me sentí menos expuesto detrás de
semejante
anatomía. Llegué a la fila 18. Deposité la caja de vino
debajo del asiento y
me dejé caer. Volví a respirar y me entregué al vuelo.
PAULA
Me sentía extraña. Todo era como un gran déjà vu.
Cuando creía que la maternidad había cambiado mi vida para
siempre, de
golpe estaba de nuevo ahí, sola y rodeada por gente de paso.
Recorriendo
el pasillo de una cabina de avión. Chequeando cinturones de
seguridad. Si
este trabajo no fuera en el cielo, sería tan vulgar, pensé.
Un pasajero me pidió ayuda para conectar los auriculares. Mi
vocación
de servicio se reducía a eso. A que los pasajeros se
sintieran bien asistidos
durante un vuelo. Me sentí mediocre. No entendía por qué
había extrañado
tanto mi trabajo. En realidad sí, entendía. Extrañaba volar,
irme lejos,
escuchar otros idiomas, cambiar de escenarios y de horarios.
Me sentí
descolocada y eso que todavía no había comenzado a empujar
el carrito
sanguchero. ¿Por qué mierda no estoy durmiendo en mi casa?
Pensé en mi hijo. Él me asfixiaba bastante últimamente. Su
mamá
necesitaba recuperar la identidad, su individualidad. ¿Y
cómo se sentía
libre mamá? Así. Empujando un carro con gaseosas, viandas y
cubiertos
de plástico.
Me deprimí. Quedarme en mi casa encargándome del jardín y la
pileta
tampoco era lo mío, ¿qué era lo mío? ¿Mostrar dónde se
encontraban las
salidas de emergencia?
Muchas veces fantaseé con que ocurriese un accidente para
burlarme de
todos los pasajeros que te ignoraban cuando dabas las
instrucciones. En
todos mis años como azafata nadie jamás prestó atención. Si
pasara algo,
ninguno sabría qué hacer con la máscara de oxígeno, ni con
los chalecos
salvavidas, ni con los toboganes de emergencia. Era todo una
gran
mentira. Una farsa. Somos muy hipócritas. Ni los pasajeros
prestan la
suficiente atención, ni nosotras nos tomamos en serio lo que
decimos
cuando iniciamos un vuelo. Yo soy tan hipócrita que siento
que tengo una
profesión de nivel cuando todos sabemos que soy una camarera
de a
bordo. Soy tan hipócrita que me siento libre e independiente
por subirme a
este avión a repartir sanguchitos mientras mi hijo queda al
cuidado de mi
suegra.
Un hombre me llamaba desde su asiento. Me pidió colaboración
para
elegir una música que lo ayudara a dormir. Me sentí algo
torpe. La
pantallita touch de los asientos era toda una novedad para
mí. Lo ayudé, le
sonreí, y me aparté abriendo la mirada. Recorrí los rostros
de los
pasajeros con una mirada periférica. Eso me gustaba. Sentir
que tenía el
control. Que estaba atenta a todo. Al acecho.
De pronto, mi corazón pegó un salto y quiso salir por la
boca. Las
piernas se me aflojaron. Estaba ahí. Sentado. Dormitando.
Era él. El
mismo. Ese que me había hecho acabar en medio de una
evacuación. Ese
que quedó grabado en un tatuaje para siempre. El
protagonista del
momento más excitante de mi vida. De esa otra vida. De esa
vida que había
existido hacía mucho tiempo, o no tanto. Esa era otra Paula
Aunque, de
golpe, yo estaba sintiendo lo mismo que aquella vez. Mi
cuerpo era el
mismo. La excitación era insoportablemente igual. No podía
ser. Aquello
pertenecía a otra historia. ¿Qué hace acá? ¿Cómo se atreve?
Esto no puede
estar pasando, es una pesadilla. La peor pesadilla.
Caminé lo más rápido que pude para zambullirme en el galley.
Estaba al
borde del desmayo. Me sentía fría. O caliente. Sentía un
irresistible calor
en el cuerpo y un frío mortal en las manos. Sofía me miraba
alarmada.
—¿Estás bien?
No pude pronunciar una palabra. Ni hacer un gesto. Ni
ensayar un
argumento. No pude pensar. Ni imaginar. Ni encontrarle una
explicación a
esa aparición. Preferí anular lo que vi. Olvidarlo.
Bloquearlo. Le hice una
mueca a Sofía, desestimando. No podía esconderme en el
galley durante
todo el vuelo. Sofía preparó el carro. Debía salir a escena
nuevamente.
Agradecí tener un carro sanguchero que me sirviera de
escudo, de
barricada, de escondite. Decidí perder la vista en cada vaso
de agua que
sirviera. Concentrarme en las bandejas con comida. Me
propuse no abrir
la mirada. No cruzar una sola mirada con nadie. Quise
volverme invisible.
Tenía la esperanza de que él no me recordara. Sí. Ese era el
mejor
pensamiento que podía tener. Que no me reconociera. Que
ninguno de los
dos recordara esas sensaciones. Esos gemidos. Esos fluidos.
Basta Paula,
no recuerdes. No pienses. Esa cogida nunca existió. Nunca
debió existir.
Sos feliz. Sos otra. Basta, me dije.
Tomé coraje y empujé el carro compenetrada en mis tareas
prácticas.
Me limité a servir en silencio mientras Sofía ofrecía
opciones para beber.
De repente amé mi trabajo simple, sencillo, directo. Me
convertí en una
maquina. No necesitaba pensar en nada ni invocar ninguna
imagen del
pasado. Cualquier recorte de mi memoria me desestabilizaba.
Avancé en
piloto automático, metiendo y sacando bandejitas del carro.
Quería
terminar rápido y hundirme en el galley hasta el aterrizaje.
Fuimos
avanzando. Yo más precisa y eficiente que nunca mientras nos
acercábamos al asiento de Él. Sofía no sabía nada. Nunca lo
conoció. Hice
bien en no contarle que está acá mismo, pensé. Sofía era muy
mala
disimulando. Llamaría demasiado la atención y me delataría
cruzando
miradas cómplices. Estábamos a dos filas de él. Lo vi
dormido y eso me
alivió.
—Usted solicitó un menú vegano, ¿verdad? —preguntó Sofía a
una
pasajera con rasgos orientales.
La voz segura y chillona de Sofía logró despertarlo. ¡Puta
madre Sofía
y tu vicio de llamar la atención! Él se incorporó dando un
sobresalto. Sus
ojos quedaron justo de frente a mí. Me vio. Me clavó la
mirada. Dejé de
respirar. De pensar. De existir. Me paralicé en un blanco
abismal. Y volví
mi vista a una bandeja. Se la entregué a Sofía para que
fuera ella quien se
la ofreciera. Miré a otro pasajero, busqué un objetivo, un
horizonte, una
acción clara y allí dirigí mi atención.
—¿Para beber prefiere agua, jugo, vino? —pregunté a otro pasajero.
Él tomó su comida de manos de Sofía y quedó en silencio. No
supe si
me miró. Yo ya no lo miraba. Sofía estaba más rosada. Más
brillante. Era
obvio que él le había gustado. ¿A quién no? Quizás, lo mejor
que me
podría pasar era que Sofía se lo cogiera, pensé. Sofía
podría enamorarse
perdidamente de él. Paula ¿De verdad querés que tu mejor
amiga se coja
al anónimo que te hizo gozar como nadie? ¿Querés que se case
con él,
también? ¿Querés compartir asados, viajes, vacaciones? Mi
cabeza iba
muy rápido. Hasta podría haberme imaginado con Bruno, Sofía
y ese
desconocido deseando convertirme en swinger. Podría haberme
imaginado a Sofía ofreciéndome un trío con “Atentado”. A
Sofía le
encantaba triangular. Sofía era muy osada pero siempre le
había costado
acabar. En eso éramos diametralmente opuestas. Yo podía
acabar hasta
andando en bicicleta. ¿Quería que Atentado curara a Sofía de
su
anorgasmia? No. Claro que no quería eso. No quería nada. No
quería estar
ahí. Terminé mi imprescindible tarea de azafata internacional
y huí como
una rata hacia la otra punta del avión.
Me desarmé al atravesar la cortinita que nos separaba del
resto del
mundo. Necesitaba agua. Tomé agua de una botellita hasta
terminarla.
Sofía llegó atrás sin registrar nada. Eso me tranquilizó. No
mostré ningún
indicio.
—Impecable lo tuyo. Como si hubieras estado empujando carros
en tu
casa estos tres años.
—Sofi, necesito decirte algo.
Me sentía mal, estaba temblando. Un frío seco invadió todo
mi cuerpo.
—¿Qué te pasa? ¡Estás helada!
La miré, tragué saliva e intenté ser lo más silenciosa
posible.
—Escuchame y no pongas caras, ni hagas gestos, ni
comentes...
—Me asustás, ¿qué te pasó?
—¿Te acordás del tipo de Nueva York? El tipo del baño. De
esa vez, ¿te
acordás?
—¿“Atentado”? ¿Cómo no me voy a acordar? ¡Me arrepentí toda
la vida
por haberme perdido ese viaje!
—Está acá. Está en el avión.
Sofía no pudo contener un grito agudo pero breve. Le cubrí
la boca de
un manotazo y la neutralicé. Por suerte conservaba mis
reflejos. La callé y
le pedí silencio absoluto.
—¡Marcámelo, por favor! ¡Me muero! ¡Años tratando de
imaginarlo!
—Controlate. No es una buena noticia.
—¿Estás loca? ¿Cómo no va a ser una buena noticia? ¡Años
hablando de
él! ¡Es el hilo rojo, te lo dije!
—¡Callate! ¡Ningún hilo rojo! Terminala.
—¿Cuál es?
—Fila 18.
—¿Pasillo? ¡Me muero! ¿El bombón? Lo fiché ni bien entró. Es
el que
llegó tarde. Casi pierde el vuelo, ¿te das cuenta?
—¿Si me doy cuenta de qué?
—¡Del destino!
Sofía miró hacia el sector donde se encontraba él. La vi
emocionada,
eufórica y eso me tensó más. Me molestó su reacción. Su
entusiasmo. Su
alegría.
—No seas infantil, haceme el favor.
—¿Lo saludaste? ¿Te saludó?
—¡No me reconoció!
—¿Cómo no te va a reconocer? ¡Estás igual! Es imposible que
no te
reconozca.
—Capaz no se acuerda. No sé. Olvidate del tema. No sé para
qué te
conté.
Terminé la conversación acomodando las cosas del carro con
rabia,
con bronca. No toleraba la estupidez de Sofía. Sus fantasías
absurdas.
Sofía se había quedado en el tiempo, yo no. Necesitaba
volver a mi eje.
Ese hombre no significaba nada en mi vida actual. Estaba
segura. Era una
mujer segura. Feliz con su presente. ¡No cambiaría nada de
mi vida! ¡No
volvería el tiempo atrás! ¡Nada del pasado puede hacerme
tambalear!, me
dije.
PEDRO
Es ella. Es ella, me miró y no pude decir ni hacer nada,
pensé. No moví
ni un músculo. Me quedé helado. No probé bocado. No me
importaba.
Había quedado como un pelotudo. Soy un pelotudo. ¿Cómo puedo
tener
reacciones tan tardías? ¿Dónde se fue? Tengo que decirle que
me acuerdo
de ella. Tengo que reaccionar. ¿Si voy y la encaro ahí, en
su cuartito de
azafatas?, me pregunté. No sabía cómo mierda se llamaba ese
reservado
misterioso del que entraban y salían. Necesitaba mostrarle
que la reconocí.
Que sabía perfectamente quién era. Que la recordaba en
detalle. Que
podría dibujar exactamente la distancia que separaba su
hombro de su
mentón. Se me paró la pija de sólo pensarlo. Ella tenía que
acordarse de
ese día. O quizás las azafatas estaban acostumbradas a que
un pasajero se
las garchara de parado en un aeropuerto.
No tenía nada de malo ir y saludarla. ¿Qué decís, Pedro? Sos
un
pelotudo. No es una amiga de la infancia ni una compañera
del secundario.
Es la mina que te cogiste a las apuradas en medio de un
falso atentado. No
sabés ni su nombre. Olvidate. Vas a hacer el ridículo, me
dije, intentando
convencerme.
Mi cuerpo se había despertado. Como si se me hubiesen
abierto los
poros. Todo estaba ahí, latente. Me la cogería ahí mismo
detrás de la
cortinita. Entre alfajores y botellas de gaseosa. Qué día,
Pedro, qué día.
Desde que volviste a mirar la mantita de aquel vuelo estás
como un perro
en celo, pensé. Me gustaba. Estábamos volando en el mismo
avión. Todo
valía ahí arriba. Me chupaba un huevo todo. Hacía años que
no sentía eso.
Me chupaba un huevo lo que pasaba en la tierra y me la
imaginaba a ella
chupándome la pija. ¿Qué hubiera pasado si esa puta alarma
no sonaba?
¿Quién se hubiera atrevido a separarnos? Quizás nos llevaban
presos por
tener sexo en un lugar público. Hubiéramos seguido
abotonados cogiendo
con desesperación en el asiento de atrás de un patrullero,
me respondí.
Necesitaba encararla. Pensé que si lograba tenerla parada
frente a mí iba
a poder darme cuenta si se acordaba de tantos detalles como
yo. O quizás
se le había borrado mi cara. ¿Cuántos pasajeros de cuántos
vuelos habían
pasado en estos cinco años? Me chupaba un huevo si se
acordaba de mi
cara. Quería que recordara esos orgasmos bestiales que tuvo
conmigo. De
eso no podía olvidarse. Era una ametralladora de orgasmos.
Uno tras otro.
Acababa como si fuera la última vez en su vida. Ella hizo
que la puta
alarma sonara. Su éxtasis nos podría haber hecho explotar a
todos.
Miré hacia la punta del avión. Los aviones tienen forma de
pija, pensé.
Nunca lo había pensado. Todo se acababa de volver erótico,
carnal. Vi que
la cortina del cuartito de las azafatas se movía al final
del pasillo.
Aparecieron unos ojos espiando. Era la otra azafata la que
me miraba.
Algo pasaba. ¡Levantate y andá, Pedro!
PAULA
Quería que se terminara ese vuelo ya. Quería que el avión
explotara en el
aire y cayéramos todos al océano. Que nos claváramos en la
tierra y
desapareciéramos de mapas y radares.
—Mira para acá. Te va a ojear.
—No lo mires.
—¡Ahí viene!
—¿Cómo que viene? ¡Decile que vuelva a su asiento!
—Ni loca.
Sofía no ayudaba. No evadía. Me ponía más nerviosa. Yo
quería
terminar con esa farsa lo antes posible. No era ni gracioso
ni
emocionante. Estábamos exagerando. Que ese tipo y yo
estuviésemos en el
mismo vuelo era absolutamente intrascendente.
Sofía me miró pálida. Sin reacción. Tendré que resolverlo
sola, me dije.
Decidí salir y dar la cara.
—Disculpe pero tiene que volver a su asiento. Entraremos en
zona de
turbulencias.
Él me miró sorprendido. Logré neutralizarlo.
—¿Cómo?
—Que vuelva a su asiento, por favor.
—Es que me gustaría consultarte...
—Oprima el botón de llamada si necesita algo de un auxiliar.
Le sostuve la mirada. Neutra, gélida, imperturbable.
Él volvió sobre sus pasos también sosteniéndome la mirada.
No se
resignaba. Me estaba provocando. Me desafiaba. ¿Qué mierda
le pasa?
¿Qué se piensa? ¿Qué carajo quiere?, me pregunté.
PEDRO
No podía creer que me hubiera mandado al rincón como si
fuera un
chico. Estaba tensa, conteniendo. Quizás no quería hablar
cerca de su
compañera. Quizás la comprometía. Me dijo que la llamara
desde el
asiento. Me dijo que oprima el botón para llamarla, ¿dijo
eso? Sí, dijo eso.
Perfecto, pensé. Oprimí el botón de llamada. Fingí
naturalidad. Y esperé.
Esperé intentando parecer lo menos ansioso posible.
—¿Lo puedo ayudar en algo? —me dijo la azafata agachándose
sobre
mi asiento. Poniéndome sus tetas de bandeja. No era ella.
Era la otra, la
compañera. No entendí nada. Me había mandado al asiento, me
había dicho
que la llamara con el puto botón. ¿Y me manda a su
compañera?, me
pregunté. Me quedé mudo. ¿A qué estaba jugando? La simpática
azafata me
sonreía con una mueca tan forzada que estaba a punto de
quedarse tiesa. La
miré a los ojos intentando descubrir alguna pista. Alguien
estaba
invitándome a jugar y yo no estaba entendiendo las reglas.
La miré a los
ojos sin pestañear. Ella parpadeó insistentemente llenándose
las mejillas
de restos de pintura negra. Sus pestañas estaban
apelmazadas. Le miré los
ojos en detalle, intentaba descifrar algo. Ella se moría
porque yo dejara de
presionarla y le mirara las tetas.
—Necesito consultarle algo a tu compañera.
Me miró nerviosa. Como si hubiese pronunciado una palabra
trágica.
Como si hubiese amenazado a alguien de muerte. Asintió,
tragó saliva y
salió.
Todo indicaba que esta azafata sabía algo. Todo se volvía
más denso,
más tenso, más extraordinario. Esperé unos segundos y la vi
venir.
Caminaba nerviosa. No lograba sostener la mirada en un
punto. Sus
pupilas iban y venían como fuera de eje. Sabiéndose
desnudada por mis
ojos. Se deslizaba entre los asientos como flotando. Sus
piernas firmes y
brillantes. Esos muslos marcados que alguna vez me habían
apretado
contra ella. Ese escote, el mismo que alguna vez me había
invitado a
perderme. Ella se sintió desnuda caminando hacia mí y pude
sentir cómo
su respiración se recortaba. Se acercó a mi asiento sin
mirarme. Se agachó
apenas. Una bocanada de perfume me transportó inmediatamente
a ese
baño. Ese perfume era una burbuja que me salvaba del olor a
desinfectante
del baño público. Se me vino a la cabeza el olor a café de
vainilla que lamí
en sus tetas. Su cuerpo, su olor, sus ojos, todo era
familiar, igual. Pero ella
insistía en parecer otra.
—¿Necesitabas algo?
—Sos vos.
La miré desenmascarándola. Los dos sabíamos quiénes éramos.
Dejemos de jugar a las escondidas, pensé, mientras esperaba
su respuesta.
Ella me miró pensativa. Como haciendo memoria. Como buscando
algo
familiar en mis rasgos. Si pudiera penetrarla acá mismo, sé
que la haría
recordar al instante, me dije.
—¿Perdón? ¿Nos conocemos?
Su respuesta me anuló. Me sacó de juego.
—Disculpame. Quizás me confundí...
Ella asintió y se fue despreocupada. Ajena a todo, liviana.
Moviendo el
culo parado entre decenas de pasajeros somnolientos.
Me sentí un ridículo. Un calentón obsesivo que todavía
recordaba un
polvo de parado en un baño público. ¿Será porque fue la
única vez que le
metí los cuernos a mi mujer? Esas cosas no se olvidan. Son
hitos en la
historia de un hombre. Como medallas. Nadie puede morir fiel
a su
esposa. Todo hombre necesita una buena encamada para contar.
No era
una cuestión de machismo. Era una cuestión natural.
Biológica. La
virilidad necesita reafirmarse. Yo había tenido una cogida
para el
campeonato en ese aeropuerto, con esa misma mujer. Aunque
nadie sabía
el peor de los detalles: Una falsa alarma me había dejado
con la leche
adentro. Quizás por eso todo se reactivaba al verla.
Necesitaba terminar.
Acabar. Ella había acabado tantas veces que quizás eso le
permitía
vaciarse, olvidarse. No podía ser. No era posible.
Yo podía ser un pelotudo. Un inexperto. Un amateur de la
trampa. Pero
ella, ¿qué era? ¿Quién era? Se me ocurrieron algunas
opciones: una
mentirosa profesional, una negadora crónica, o era muy, pero
muy, puta.
PAULA
Caminé como pude. El pasillo parecía alargarse a mi paso.
Temí caer
desmayada antes de llegar a mi trinchera. Sofía corrió la
cortinita y me
miró con los ojos grandes. Esperaba un gesto, una señal de
alivio.
—¿Y?
—Ya está. Tema cerrado.
Sofía me miró sin entender. Crucé la meta. Desaparecí de la
vista de él y
de todos. Me agarré de donde pude y me desarmé. Temblé como
nunca en
la vida, mis piernas se aflojaron, respiré hondo. Mi cuerpo
me estaba
demostrando, una vez más, que era mucho más honesto que mis
palabras.
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