Extraño mundo de sensaciones
PAULA
El día en Tánger era mucho más irreal de lo que había sido
la noche. El
sol parecía correr un velo a la realidad para hundirnos en
un universo
lisérgico, alucinógeno. Sofía estaba feliz por volver a
compartir una posta
conmigo. Yo no estaba. Ni feliz, ni triste, ni contenta, no
estaba ahí.
Caminaba confundida entre encantadores de serpientes,
bordados
coloridos, zapatitos de genios de las lámparas. Me sentía
atrapada adentro
del sueño de otra persona.
Llegamos al Zoco y vi cómo la realidad estallaba ante nuestros
ojos.
Colores, texturas, aromas, idiomas. Extrañamiento, eso fue
lo que sentí.
Como si otra dimensión me hubiera absorbido. Ahí, en ese
momento, en
ese lugar, yo no tenía ni pasado, ni futuro, ni familia. Yo
ya no era yo, era
una figurita recortada y pegada en ese collage sobrecargado.
Toda la
ciudad era como una doncella joven y hermosa que se vestía
con sus
mejores galas para ofrecerse a los caudalosos occidentales.
Para tentarlos,
seducirlos. La ciudad quería encantarnos, enamorarnos. Pensé
eso y me
perdí viendo cómo los hombres del lugar observaban el
muestrario de
anatomía de Sofía. Le encantaba provocar. Eso siempre le
jugó en contra.
Los hombres le temen a la exuberancia.
—¡Qué pensamiento machista! —me gritó ella cuando le sugerí
que se
disfrazara de pudorosa.
Su aspecto la perjudicaba. Ella no quería levantarse tipos
de una noche.
—No podés hacerte la femme fatale y andar con el tul de
novia en la
cartera.
Sofía desfilaba entre puestos de especias, antigüedades y
frutos secos.
Su short de jean desflecado dejaba ver la comisura de sus
glúteos. Y su
musculosa blanca con estampa de corazón parecía un chiste
cubriendo su
corpiño negro que asomaba casi entero. Sofía les sonreía
mientras comía
higos secos, relamiéndose. Se sentía transgresora, poderosa.
Me divertía
ver ese contraste entre sus deseos profundos y sus impulsos
exhibicionistas. Me daba risa y ternura.
—¡Cubrite ese escote! ¡Estamos en otra cultura, respetá un
poco!
—Pobre gente, démosle una muestra de carne argentina. ¡Ven
un
hombro cada veinte años estos señores!
—Lo tuyo es pura vocación de servicio.
—¡Purísima!
Avanzamos hacia un puesto de ropa. Las telas bordadas eran
increíbles.
Sofía activó su teléfono y comenzó a filmarme como
presentando un
reality de viaje.
—¡La azafata que necesitaba volar!
—Hace años que no me compro nada para mí.
—¿Es un reclamo para Bruno? Explayate y le hacemos llegar el
videíto.
La distancia a veces ayuda para bajar a tierra a los
maridos.
—A él le encantaría que yo fuera de esas que destrozan la
tarjeta en un
shopping.
—¿Querés que te preste mi vida un rato? Yo me ocupo de su
tarjeta,
encantada.
—No me nace comprar si no estoy generando plata. Para Bauti
sí. Todo
para él.
—Empezó la madre sacrificada. Dale, seguí, contanos tus
penurias.
Mirá a cámara.
Me gustó un vestido corto, tipo enagua. Era turquesa con
unos bordados
sutiles con hilos y piedras rojas.
—¡Ni sueñes con no regatear! Ofrecele de la mitad para
abajo.
—Tampoco vamos a quedar como miserables.
El vendedor nos miraba. Yo buscaba euros. Sofía filmaba. Era
cierto
que hacía años que no veía algo que me generara ganas de
comprar. Algo
de mi deseo estaba adormecido. O quizás eran mis
prioridades. Me gustó
sentirme atraída por un objeto, querer tenerlo. Sofía no
dejaba de filmar.
De pronto la vi pálida. Se quedó dura mirándome. Titubeaba
como para no
ser escuchada. ¿Escuchada por quién? ¿Me quería sugerir un
piso para
comenzar a regatear?, me pregunté. El vestido era hermoso y
no me
interesaba subestimar el trabajo artesanal que habían hecho
sobre la tela.
—Menos de diez euros no le puedo ofrecer, Sofi. No seamos
pijoteras,
¡abundancia! ¡Pensá en abundancia!
Sofía me miraba por detrás de su telefonito sin dejar de
filmar. Hacía un
movimiento con su boca queriendo señalarme algo. Estiraba
sus labios
queriendo guiar mi mirada y abría grandes los ojos.
Giré la cabeza intentando descifrar los espasmos gestuales
de Sofi. Y
ahí estaba él. Justo. La persona que menos quería
encontrarme en la vida.
—¿La cortás con la camarita?
Él vino directo a nosotras. Estaba recién duchado,
perfumado, fresco.
Vestía bastante formal para estar en el Zoco de Tánger.
—Buen día.
—Voy a estar por allá viendo las lámparas de Aladín. Quién
te dice... Si
froto y froto... —Sofi se esfumó en una milésima de segundo.
Me quedé muda. Lo miré buscando la mejor respuesta. ¿Tenía
que
seguir fingiendo que no lo recordaba? ¿Le confesaba la
verdad? ¿Le decía
que me había arruinado la vida en el mismo momento en que lo
vi sentado
en el asiento 18 de mi primer vuelo después de años sin
viajar?
Por suerte el vendedor de mi vestido nos interrumpió.
Seguramente vio
en mis ojos que el deseo por aquel vestido se acababa de
apagar ante un
estímulo mayor.
—No te dejes engañar —me dijo él, señalando al vendedor con
cierto
aire experto.
—¿Decís que diez euros es una estafa?
—Estafa. Los dos lo sabemos, ¿no?
Nos quedamos mirándonos fijo. Lo único que quería era dejar
de verlo,
de respirar, de transpirar. Bajé la vista y clavé los ojos
en el turquesa del
vestido. Perdí la vista entre canutillos, me sentí una
tonta, una nena, una
imbécil.
—Mentiste.
—No. No mentí.
Él me miró y tuve que volver a sostenerle la mirada. Una
patada de
electricidad me daba justo abajo del ombligo cuando nos
mirábamos así.
Como una descarga.
No dijo nada. Sus ojos me interrogaban y yo no podía
sostener mi farsa.
Me vi desnuda ante él, sin armas, sin estrategia. No podía
escapar, no
podía seguir callada. Salté con un artilugio de oratoria
berreta.
—No nos conocemos. Nunca llegamos a conocernos.
—Yo creo que sí.
—“No te dejes engañar” —respondí manoteando una de sus
últimas
frases que me sirviera de escudo.
—Yo creo que nos conocimos bastante. Quizás para vos un
encuentro
así, como el que tuvimos, es habitual.
No existía escudo que me protegiese de esas palabras. Me
estaba
acusando. Mi insistencia con minimizar aquel episodio en
Nueva York me
colocaba rápidamente en el estante de las putas sin memoria.
Dignas por
su falta de rencor. Ingratas hasta el desprecio por su
relativización de los
hechos. Nadie olvida una buena cogida. Ni una mala. El sexo
tiene una
memoria aparte.
—¿Habitual? Necesité buscar algo más amable en el fondo de
sus
ojos, de sus pensamientos.
—Me despertás cierta intriga.
—“Intriga”.
—¿Vas a seguir repitiendo todo lo que diga?
Él sonrió y recién ahí pude respirar. Reímos juntos.
Viajamos en el
tiempo con esa risa.
—Es que no tengo mucho para decir.
—Estoy acá por trabajo. Tengo reuniones durante el día pero
si me
aceptás la invitación, esta noche...
—¿Tu nombre?
Su propuesta me mareó, necesitaba un anclaje. Ponerle nombre
era una
buena forma de madurar. Él me miró y sonrió asintiendo. Nos
mirábamos
con torpeza, con pudor, pero a la vez nos sentíamos tan
cercanos. Esos
cuerpos que se erizaban con la cercanía alguna vez habían estado
entrelazados, impregnándose.
—Claro. Mi nombre. Pedro, ¿el tuyo?
—Paula.
Nos miramos en silencio. Poniéndole palabras a nuestros
cuerpos.
Completándonos.
—Mi hotel se llama La Tangerina.
—Lo conozco. Alguna vez me alojé ahí. Es una casualidad que
no me
haya tocado esta vez.
—Casualidad.
Pude sentir un pequeño alivio y lo agradecí. Pensé en la
tragedia que
hubiera significado compartir el hotel.
—A las ocho estoy ahí.
Me descolocó su determinación. De pronto me vi, paralizada,
intentando
asimilar que acababa de aceptar una cita.
Pedro me guiñó sonriendo y señaló al vendedor de bordados.
—En serio, regateale —miró al marroquí con picardía del
argentino
viajado—. Cinq euros s’il vous plaît pour Miss particulier.
Me gustó escuchar su francés. Me gustó verlo resolver mi
transacción.
Él se alejó liviano, orgulloso, macho.
Me quedé en shock. Pálida. Yo era la presa; él, el
depredador. Y ya me
había cazado.
—¡Me morí!
Era Sofía apareciendo no sé de dónde y enarbolando su
teléfono como
una paparazzi amateur.
—¡Apagá eso! Vamos, me falta el aire.
—¡Fue de película! ¡Te juro! ¡Igual a la escena de
Casablanca!
—No vi Casablanca y esto no es una película, terminala.
Vamos.
—Él la encontraba en el mercado y la trataba de prostituta
por no
decirle todo lo que había sufrido... Y ella le rompía el
corazón.
—No estoy para romperle el corazón a nadie, ¡vamos!
Pagué los cinco lastimosos euros del vestido y salí casi
corriendo.
Decir corriendo sería demasiado, no tenía fuerzas para
tanto. Salí lo más
rápido que pude. Necesitaba tomarme todo el aire del
universo de una sola
bocanada. Sofía me siguió. Creo que seguía filmando. Filmaba
y me
interrogaba.
—¡Le aceptaste la invitación! ¡Te escuché!
—Me da curiosidad conocerlo. Quiero saber qué tan tonta fui
enganchada tanto tiempo con un desconocido.
—¡Lo suficientemente tonta como para tatuarte en su honor!
Sofía tomó un primer plano de mi muñeca. De repente yo
estaba
escapando de una escena de Casablanca y ella parecía el
fotógrafo que
mató a Lady Di. Quería que le reconociera algo que ni ella
ni yo
estábamos en condiciones de asumir.
—No me tatué por él.
—Menos mal que no sabías ni el nombre, si no en vez de Deseo
te
hubieras tatuado.... ¿Te dijo cómo se llama o preferís que
le diga
“Pasillo”? ¿Me vas a contar o lo busco en la lista de
pasajeros? ¿Sabe que
lo habíamos bautizado “Atentado”?
—No. No le conté. Y este tatuaje no tiene nada que ver con
él... Fue una
promesa conmigo.
—Entonces cumplí tu promesa.
Recién ahí hizo su primer silencio. Ya estábamos afuera del
mercado.
No me faltaba el aire pero mis brazos seguían temblando.
Sofía se apiadó
de mí, cambió de tema y me invitó a pasear. Creo que
percibió mi estado.
—Sé que es un cliché lo que voy a decir, pero ¿no te sentís
adentro de
las mil y una noches? Deberíamos pedir deseos. Estos lugares
son mucho
más propensos a cumplir fantasías.
Sofi avanzó cerrando los ojos y extendiendo sus brazos, como
conectándose. Enamorada de algún nuevo Dios.
—¿Por qué lo decís?
—No sé. La mística. La gente. Seguro rezan mucho, meditan
mucho,
deben tener línea directa con el cielo, ¿sentís la
vibración?
Y sí, sentía una vibración, claro. Pero era mi propio suelo
que se estaba
abriendo bajo mis pies. Una grieta infinita se abría y yo
quedaba en el
medio. Con un pie de cada lado. Me reí y respiré mirando el
horizonte. Me
vendría bien una caminata a orillas del mar. Caminamos en
silencio. Yo
casi no había dormido y la vigilia me agudizaba todo. Estaba
sensible,
susceptible, movilizada.
—La mezcla de olores me marea un poco.
—Mareo de tierra se llama eso. Apareció “Pasillo” y te dejó
turula. Te
pegó un sacudón de piso... Igual te admiro. Haciéndote la
dura con un tipo
que te garchaste en un baño público. A mí no me saldría, la
cara me vende.
No me puedo hacer la señora si ya te chupé la pija...
¿Habías alcanzado a
chupársela? ¡Cierto que sonó la alarma! Pobrecito, los
huevos como dos
piñatas tendría...
—Basta. No me gusta nada todo esto.
—Es tu ascendente escorpio que te lleva a enfrentarte con lo
más hondo,
lo oculto, ¡qué bueno reencontrarse con un “pendiente”!
—Si estás soltera, sí. Buenísimo.
—Legalmente seguís siendo soltera.
Sofía me miró con una complicidad criminal. Para la ley no
había delito
si yo me acostaba con Pedro. ¡Qué carajo me importaba la
ley! Amaba a
Bruno. Tenía un hijo. No me casé, sí, esa parte era cierta.
Nunca fui de las
que soñaban con casarse. Mi amor era más genuino que
cualquier
institución matrimonial. Amaba la vida que tenía con Bruno,
amaba a mi
hijo más que a mi propia vida. Y odiaba ver el goce en los
ojos de mi
mejor amiga. Ella estaba disfrutando con mi sufrimiento, con
mi culpa.
Era una morbosa. O peor, una envidiosa esperando que mi
feliz vida
matrimonial se derrumbase.
—No entiendo tu emoción. Te juro.
—¡Relajate! Como pasar, no pasó nada. Reíte un poco. A nadie
le
amarga un dulce decía mi abuela.
La fulminé y descubrí que la envidiosa era yo. Por primera
vez en la
vida estaba envidiando la superficialidad de Sofía. Me quedé
pensando. Lo
que me intranquilizaba era lo que todavía no había pasado.
Lo que en el
fondo, en lo más profundo de mis deseos, deseaba que
ocurriera en ese
viaje.
Ella caminó delante de mí degustando especialidades
autóctonas y
echando sus quejas al cielo.
—¡Qué injusto fuiste en el reparto de vidas, Dios mío!
¿Higos con
miel?
Respiré hondo y la miré. Por primera vez la veía plantada y
calma en la
orilla de la estabilidad mientras yo seguía a las vueltas en
mi remolino.
Dando manotazos, arrastrada por mi contradicción. Ya no
sabía si girar
para el lado que giraba todo en mi hemisferio o dejarme
llevar por la
fuerza que movía todo hacia el lado opuesto
Excelentes
ResponderEliminar