Impulso de Pedro
Pude sentir cómo me sudaban las manos. ¿Qué te pasa, Pedro?
Parecés un
pelotudo, me dije. No podía creer las vueltas que había dado
antes de
tomar la decisión. Me gustaba decidir. Confirmé que me
sentía un imbécil
cuando las dudas me paralizaban. Confirmé que me
revitalizaba arriesgar.
Hacía tiempo que no me sentía tan vivo. Eso de consensuar
todas las
decisiones de la vida práctica no es bueno para la salud
mental de un
varón. Mi hombría necesitaba un impulso así. Una línea de
acción
autónoma. Necesitaba dar un paso sin pedirle permiso a mi
mujer.
Tenía que pasar por la oficina a buscar algunas cosas para
mi viaje
relámpago. Odiaba estar siempre disponible. Necesitaba
cortar lo antes
posible con esa situación. Mi teléfono sonó, me tensé al
pensar que podría
ser Laura. Nunca supe mentir. Necesitaba guardar el secreto
hasta la noche.
Alivio. No era ella, era Tincho.
—¿En qué andás, primo?
—Organizando mi partida express. Alex se bajó y vuelo a las
tres de la
mañana. ¿Vos estabas cuando dijo que a Marruecos viajaba él?
Hace un
mes quedamos en eso y el tipo me hace llamar HOY para
avisarme que
viajo a la madrugada. ¡Justo hoy!
—Ya sé todo. Llamé a Laura para saludarla por su
cumpleaños... Me
dijo que estabas en la bodega. El detalle es que yo “sí”
estoy en la bodega.
A mí no me podés mentir.
—¿Me estás investigando? ¿Qué te imaginaste? Me interesa...
—¿Vos ocultando algo? Me preocupa. —Lo oí casi espantado,
moral.
Cambió de tema—. Nunca había mirado con detenimiento las
cosas que
tenés en tu oficina. Por ejemplo, la mantita de avión
perfectamente doblada
en un estante... Jodeme que es la mantita famosa.
—Seguí fantaseando. Te veo a la noche.
Corté. Mencionar el cumpleaños de Laura me hizo acordar de
la torta.
La compro y después hago una pasada rápida por la bodega,
pensé. No
podía olvidarme la torta. Laura me iba a matar.
Llegué a la bodega, ya no había nadie. Busqué algunas cosas en
mi
escritorio de sub gerente y miré hacia la puerta del
escritorio de Alex.
Quizás ese viaje era la escala necesaria para mudarme de
oficina. Me
chupaba un huevo. La bodega empezaba a asfixiarme. Vi la
mantita del
avión que estaba ahí desde hacía cinco años. No podía creer
que Tincho la
hubiera visto recién ahora. Sonreí al comprobar que seguía
estando allí.
Ya me había acostumbrado a no verla. Ni sabía por qué la
tenía. Tampoco
sabría por qué debería tirarla. Era un buen trofeo de
guerra, supuse.
Para Tincho ese episodio fue mi despedida de soltero. A
veces sentía
que no había pasado nunca. Hasta llegaba a pensar que había
exagerado un
poco al contárselo a Tincho. Ya no distinguía qué parte
había sido real y
qué cosas había agregado yo mismo a ese relato. Quizás fue
todo una
fantasía, pensé. Un sueño que tuve durante ese vuelo. Sonreí
recordando
algunas imágenes. Podía recordar en detalle. Miré las yemas
de mis dedos
y las rocé unas sobre las otras. Había algo ahí guardado. En
mi tacto.
Podía revivir cada segundo de ese momento con esa mujer. La
manta del
avión era la prueba de lo que nos ocurrió en ese viaje a
Nueva York. Y los
noticieros. Tincho se había puesto a buscar en internet
archivos
periodísticos para comprobar si realmente se había producido
una
evacuación urgente en el aeropuerto JFK de Nueva York el 22
de
septiembre de 2008. No lo podía creer.
—¡Una vez que te animás a vivir, te ponen una bomba!
Después llegamos a la conclusión de que esa bomba me había
salvado
la vida. Lo peor que me hubiera podido pasar era
intercambiar teléfonos
con esa rubia. Estaba a meses de casarme. Un nombre, un
teléfono, una
noche juntos en Nueva York, hubiera podido desviar mi camino
para
siempre. Me hubiera gustado verla unas veces más. Podía
recordar su piel,
sus hombros, su mentón. Su sonrisa medio de costado. Esas
piernas. Ella
se sabía linda y sostenía un andar despreocupado, liviano. Y
esa boca,
delineada, carnosa, perfecta. De sólo pensarlo ya se me
estaba parando la
pija. Qué dura se me había puesto con ella. En ese baño. Qué
pendejo era.
No me importó nada. Qué locura. Mejor agarro lo que vine a
buscar y me
voy a casa antes de que se me derrita la torta de Laura, me
dije.
Llegué a casa y me topé con una paciente de Laura. Ella odiaba
que sus
pacientes vislumbraran algo de su cotidiano. Los psicólogos
son como los
magos, intentan que su vida privada sea un misterio para sus
clientes. Lo
del consultorio en casa no daba para más. Me disculpé
sabiendo que no era
mi culpa. A la mañana, Laura me había dicho que iba a
tomarse el día
libre. ¿Cómo podía haber imaginado yo que iba a salir una
paciente a esa
hora de la tarde? La mujer salió con el rostro deformado por
el llanto y
gafas oscuras. Laura la despidió diciéndole que la esperaba
mañana.
—Imposible que canceles todos los pacientes.
—Fue una urgencia, problemas conyugales.
—Imagino la urgencia, si tiene que volver mañana.
Jamás entendí esa necesidad de la gente por contarle sus
problemas a un
desconocido. La besé, le mostré el paquete de la torta de
crema, merengue
y frutos rojos, volví a decirle “¡Feliz cumpleaños!” y nos
pusimos a
preparar todo para el festejo de la noche.
Alejo y Ana estaban en el jardín. Teníamos un rato sin
chicos para dejar
todo listo. Nuestros únicos invitados eran Tincho y Mora. Mi
primo y su
mujer. Después del casamiento empezaba a reducirse tu grupo
de amigos.
Los solteros iban quedando excluidos. Las mujeres eran las
que
organizaban los programas, con lo cual, los amigos que
seguías viendo
eran sólo aquellos cuyas mujeres se habían hecho amigas de
tu esposa.
Después llegaban los hijos y empezabas a invitar a los que
tenían chicos
que pudieran jugar con los tuyos. Mora no tenía mucho que
ver con Laura
pero a las dos les divertía ese contraste. Y tenían un hijo.
La ecuación
cerraba. A Laura le encantaba refregarle su estructurada
vida y su
intachable formación profesional. Mora era una bartender
retirada. Mucha
noche encima y bastante experiencia en todo tipo de vicios.
La única mujer
que podría haber atrapado a un fugitivo y fiestero como
Tincho.
Mi primo y yo decidimos que esa era una buena noche para que
nuestras
mujeres probaran un malbec especial. Desde hacía años
trabajábamos
juntos en la bodega con el sueño de abrir una marca propia.
Una bodega
boutique. Acabábamos de lograr un primer producto y eso no
era poca
cosa. Tincho era muy exigente con la calidad y el sabor y yo
era un
obsesivo del desarrollo de marca, el packaging, el negocio.
Buena dupla.
A nuestro primer malbec lo bautizamos “Impuro”. Lo servimos
a la
temperatura justa y esperamos atentos la reacción de las
chicas.
—Me gusta. Es carnoso y amable a la vez —dijo Laura.
—¡Qué sugerente, Lau! ¿Decís que mi vino te hace acordar al
miembro
de mi primo? ¿Carnoso y amable? —acotó Tincho, el más impuro
de los
cuatro.
Laura se tensó. Incómoda como de costumbre.
—Es un vino sexy. Y el nombre es todo: Impuro —opinó Mora,
la
audaz.
—Me gusta esa cualidad para un vino: “sexy”. Deberíamos
sugerírsela a
los sommeliers —dije yo.
Mora besó a Tincho felicitándolo. Siempre sensual. Laura
parecía no
reaccionar. O mejor dicho, estaba pensando, analizando, la
reacción más
conveniente.
Tincho se ocupó del anuncio oficial.
—Primer ejemplar de la bodega boutique Los Primos. ¿Qué les
parece?
Yo seguía mirando a Laura. Sentía que necesitaba su
aprobación y eso
me irritaba.
—Me encanta... Como hobbie, claro —respondió ella. Con esa
mezcla
de optimismo y miedo que la caracterizaba.
—Somos profesionales del vino, mi amor. No es un hobbie.
Tincho es
un enólogo consagrado.
—Y Pedro te vende hasta un tinto avinagrado. ¿Vamos a seguir
haciendo negocios para otros?
—Tráiganme un solo caso de una bodega boutique que sea
rentable —
nos desafió.
—Los dueños son siempre millonarios —respondió Mora, más
adepta a
los riesgos por supuesto.
—¡Eran millonarios antes de poner la bodeguita! —retrucó
ella. Mi
mujer. Experta en filtrar cierto dejo de subestimación
cuando algo no la
convence del todo.
Quise salir rápidamente del debate. No necesitaba la
aprobación de
Laura.
—Tincho, contá por qué se llama Impuro.
Tincho olió su creación sin dejar de mover la copa.
—Noventa y siete por ciento uvas malbec y tres por ciento
uvas
cabernet. El placer nunca puede ser cien por ciento puro. Si
hay algo que
no tiene nada que ver con el disfrute, es la pureza.
—Y con vos tampoco tiene nada que ver... ¡La pureza digo!
—Laura.
Jocosa pero provocativa.
Nos reímos para descomprimir luego de ese comentario y le
pedí a
Tincho que me acompañara a buscar la torta. Me siguió hasta
la cocina. Yo
estaba ansioso. Necesitaba que el momento del brindis
llegara rápido.
Necesitaba darle a Laura la noticia más importante que tuve
en años.
Mi primo se encargó de descorchar un champagne mientras yo
me
ocupaba de la torta y las velitas. Laura cumplía treinta y
seis, dos años
menos que yo. De esos treinta y seis años ya habíamos pasado
trece juntos.
—¿Me vas a contar dónde estuviste todo el día o te vas a
seguir
haciendo el misterioso?
—Controlá tus pensamientos impuros. Me voy a llevar unas
botellas a
Tánger. Alguna ventaja le tengo que sacar a este viajecito.
Necesitaba dejarme llevar por mis deseos. Esa necesidad me
venía
acompañando desde la mañana. Y de repente pensé que el
inesperado viaje
a Tánger podía ser muy provechoso.
—¡Sé prolijo! Te llegan a rajar de la bodega y Laura te echa
de tu casa.
En el fondo de la heladera vi otra torta con su envoltorio
impecable.
También de la panadería cool que tanto le gustaba a Laura.
También de
crema, merengue y frutos rojos. A la mañana, antes de salir
de casa, le
había dicho a Lau que yo me ocupaba de la torta. Obviamente,
Laura se
había anticipado, como siempre, y por las dudas se había
encargado ella
misma de procurarse una torta de cumpleaños. Era de suponer.
Mi mujer
jamás en la vida iba a quedarse sin un plan B.
Encendí las velas y salí hacia el living cantando el feliz
cumpleaños
para mi esposa. Estaba ansioso. Quería que soplara las velas
para darle mi
gran noticia. Esperé que los demás la saludaran. Los chicos
ya estaban
dormidos. Era el momento ideal. Apoyé la torta y empecé a
hacer sonar
una copa.
—¡Atención todos!
—¡No me asustes! —dijo Laura, previniéndose.
Mora y Tincho me miraron interesados, curiosos.
—Les quiero dar una primicia... Tu regalo de cumpleaños.
Ella me miró aterrada. Lo inesperado la sacaba de eje.
Siempre tuvo una
tendencia natural a pensar lo peor.
—Hoy tomé una decisión necesaria, impulsiva, pero una buena
decisión.
—¡Miedo! —fue lo único que dijo Laura, paralizada.
—¡Me sirve esa actitud! ¡Bien, primo!
—¡Señé una casa!
Tincho y Mora estallaron en un festejo auténtico,
espontáneo. Laura no.
Laura se quedó impávida. Intentando procesar.
—¿Cómo que la señaste?
—Ya está, mi amor. Hace un año que vemos casas pensando
cuándo
podremos mudarnos. ¡Ya está, podemos! Hice una oferta. Si
aceptan, nos
mudamos.
Intenté sonar convincente, decidido. Así me había sentido
durante todo
el día. Necesitaba dejarme llevar por ese impulso. Sentirme
seguro.
Sentirme macho.
—Pero todavía tenemos que vender este departamento —dijo la
hembra
preocupada por sus crías y la estabilidad de su hogar.
—Ya hice los números, Laura.
Respondí con la contundencia del caso. Con la contundencia
que puede
transmitir un casi gerente de comercio exterior de una
empresa exitosa a
una psicóloga part time. ¿Qué parte de mis decisiones
financieras podían
ponerse en duda?
—¡Una vez que se tira a la pileta no lo corras con el patito
inflable! —dijo Tincho, haciéndome sentir más pelotudo—. Pileta me imagino que tiene,
¿no?
—Por supuesto. Y parrilla. —No podía dejar de mirar a mi
mujer.
—¡A ver cuándo me das una sorpresa así vos! —Mora a Tincho,
trasladándole el título de pelotudo.
Laura seguía en shock. Yo odiaba percibir su desconfianza,
su boicot.
Vivíamos bien. Manteníamos un buen nivel de vida. Queríamos
que
nuestros hijos crecieran con más espacio. Verde, pasto,
parrilla, pileta.
Estábamos en condiciones de dar ese salto. La casa con
jardín era el salto
que todo matrimonio joven necesitaba dar. Tomar cerveza fría
cerca de
una pileta propia parecía ser la clave del éxito. Yo ya me
había amigado
con esa clase de gustos. Había que saber llevar una vida
tilinga. No era
para cualquiera. A Laura le encantaban esos gustos de
tilinga y yo me
permitía reírme de mí mismo descubriéndome dueño de esos
deseos tan
bastardeados. Disfrutaba de poder darle esos lujos a mi
familia. Mis viejos
no habían podido. Mis abuelos menos. Yo sí. Soportar quince
años en una
misma empresa tenía que tener sus beneficios.
La noche fue más breve que de costumbre. En pocas horas
tomaría un
avión a Tánger. Despedimos a Mora y Tincho que se fueron con
Gael en
pijama. Esa era una gran clave de matrimonios modernos.
Estés donde
estés, a cierta hora de la noche le clavabas el pijama al
pibe. Te lo llevabas
dormido y listo para meterlo en su cama. Mantener una vida
social
medianamente activa, teniendo hijos, requería logística,
estrategias,
secretos. Despedimos a nuestros invitados, siempre amables,
relajados,
familiares. Y me puse a ayudar a Laura a levantar los restos
del festejo.
—¿Por qué no dormís un par de horitas?
—Duermo en el avión.
—Parezco idiota, ¿no? Soy pésima para las sorpresas.
—Estuve bastante bien. Tenés que reconocerlo, ¿no sospechaste
nada?
No sabés lo que fue mi día. Un shot adrenalínico.
Desayunarme con el
viaje relámpago. Adelantar la operación con la inmobiliaria.
Me cerraba
el banco, tenía que llevar la seña, había otro que quería
ofertar...
—Jamás hubiera sospechado. Podrías tener una amante
tranquilamente y
yo segurísima de que estás en la oficina.
Me sentía satisfecho, realizado. Hacía tiempo que no me
dejaba llevar
por un impulso. En realidad, no había sido un impulso. Pensé
bastante esa
operación. Hacía tiempo que no tomaba una decisión, era eso.
Una
decisión solo. Por mi cuenta. Libre. Había decidido,
accionado, acababa de
asumir un riesgo. Puta madre. Hasta me había olvidado del
placer que me
daba llevar las riendas.
—Patricia, mi paciente, la que te cruzaste. Hoy descubrió
que el marido
tiene una amante. Una sola, fija, la misma desde hace años.
Jamás le
encontró nada raro, nunca sospechó. Hasta hoy. Bastante
prolijo el tipo.
Admirable.
—¿Querés ver fotos de la casa?
—No me quiero ilusionar.
—¡Ilusionate, Laura! ¡Ya está! ¡Por una vez en la vida I LU
SIO NA TE!
Me miró angustiada. Yo no podía creer que le costara tanto
disfrutar. Me
sentía potente, seguro. Sentía que la podía proteger. Que
podía darle lo
mejor a ella y a mis hijos. El vino me había encendido.
Estaba caliente.
Quería que cogiéramos ahí mismo, en el piso del living.
Comencé a
desnudarla sin mucha delicadeza. Sin preámbulos. Directo. No
había
tiempo.
—Vamos a la cama. Llegan a aparecer los chicos y me muero.
—Todos alguna vez vimos a nuestros padres garchando.
—¡Ahí empiezan todos los traumas!
La callé cubriéndole la boca con mi mano. Le despejé el
cuello y se lo
besé. Bajé por él hacia el hombro. Ese sector del cuerpo
siempre fue mi
debilidad. Laura se relajó, por fin, y se entregó. Nuestros
cuerpos se
entendían de memoria. Crecimos juntos. Nuestras pieles
estaban menos
tensas pero más humectadas. Los dos nos cuidábamos, nos
gustaba
gustarnos, vernos lindos, calentarnos. Empezamos a hacer el
amor suave,
tiernos, silenciosos. Ella se emocionó y me miró con amor.
Seguíamos
juntos después de tantos años. Habíamos perdimos cierta picardía.
Sentí que
teníamos mucho que recuperar de nuestra intimidad.
Me lo propuse para mi
vuelta del viaje.
Laura acabó con un gemido ahogado, silencioso. Se conmovió y
me
abrazó como agradeciendo, por fin, mis impulsos más vitales.
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nueva adaptacion .......
excelente comienzo
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