Divina

Divina

lunes, 27 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 13



Viernes 3 pm


PEDRO

Desperté entre las cajas y canastos de una empresa mudadora. Faltaban
algunas semanas para la mudanza pero como Laura siempre fue muy
precavida, había aprovechado mi ausencia para embalar el ochenta por
ciento de la casa.

Digamos que mi vuelta al hogar todavía no se había producido. Había
regresado a un departamento desmantelado e incómodo. Los chicos
estaban inquietos y nerviosos ante tanto movimiento y yo me sentía
extranjero en mi propia familia.

Laura estaba atendiendo a su paciente desengañada mientras yo
desayunaba con Ana y Alejo. Me gustaba compartir el desayuno con ellos,
untar las tostadas. En esas acciones cotidianas sentía que todo había vuelto
a la normalidad. Miré la hora, eran las nueve de la mañana. A las diez
quería estar en la oficina, resolver algunas cosas, responder mails,
mostrarme ocupado y salir tarde a almorzar diciendo que ya no volvería
hasta el lunes.

No me preocupaba ninguna cuestión logística. No me preocupaba
Laura. No me preocupaba que no me preocupase mi mujer. Me sentía
físicamente dividido pero no existía conflicto. Ni interno, ni externo.

Ansiedad, sí. Ansiedad existía. Ganas de verla también.
Faltaban seis horas que se pasarían en cámara lenta. Pero no importaba.
Estaba encendido, de buen humor. Despertar sabiendo que había llegado
ese viernes. Ese día. El día de nuestro encuentro, me llenaba de ánimo.

Laura entró a la cocina puteando por lo bajo, entre dientes. Venía del
consultorio. No entendí qué le pasaba ni contra quién puteaba. Me asusté.

—¿Pasó algo?

—Somos tan obvias las mujeres a veces. “No puedo tirar veinticinco
años de casada a la basura.”

—¿Eso dijo tu paciente crónica?

—Eso es lo normal. Es lógico. Casi ninguna esposa se separa por haber
descubierto una infidelidad. Pero lo tremendo es que dejen terapia. De
manual. Decide seguir, negar, y prefiere no hablar más del tema, ¡ni con su
analista! Justo cuando más necesita hacer terapia. Anuncian tormenta, llevá
paraguas.

La miré en silencio. Se sirvió una taza de café. Laura tenía la capacidad
de hablar de sexo, cuernos, muertes, depresiones y en la misma frase
meterte un “llevá paraguas”.

Aproveché que ella ya estaba libre de pacientes. Despedí a los chicos.
Agarré el piloto, y me fui. Sin paraguas.

En la oficina no hice mucho más que mirar esa frazadita que seguía ahí.
En ese estante. Como sabiéndolo todo. Y pensé en lo loco que era todo. No
controlamos nada. Te casás, tenés hijos, te comprás la casa que soñaste
para tu familia, y en un segundo, ¡zaz! A la mierda.

Me sentía seguro, calmo, valiente. Ya había decidido no dar marcha
atrás. En nada. La mudanza se iba a producir. Mi encuentro con Paula
también se iba a producir, ¿y después? Que la vida decidiera. Como había
decidido hasta ahí.

Al mediodía partí hacia la Costanera Sur. Caminé por Puerto Madero, vi
varias parejas almorzando, y pensé en cuáles de todas ellas serían
legítimas. De repente, me sentí integrado a una realidad paralela que antes
me pasaba frente a los ojos sin ser capaz de percibirla.

Imaginé que lo mismo pasaría con las drogas. Tomás merca en un baño
y a partir de ahí ves que la mayoría de los hombres con los que compartís
negocios, reuniones, almuerzos, hacen lo mismo. Recordé eso que
siempre decía Tincho. Él tenía un radar. Se pasaba la vida mirando los 360
grados que lo rodeaban. Esa es yiro. Esos están en una primera cita. Mirá
ese levante. Mirá el viejo con la pendeja, se nota que están de trampa,
decía.

Yo nunca había prestado atención, pero de pronto, me descubría ahí, a la
luz del día. De ese día nublado. Cubierto. Queriendo develar los misterios
que el sexo trama cada día en una ciudad tan grande.

Sexo. Aventura. Adrenalina. Son tantas las vidas que uno puede vivir al
mismo tiempo en una ciudad con tanta gente. Mi teléfono sonó, era
Tincho, el doctorado en trampas.

—¿Necesitás que te haga la segunda con Laura? Mandame mensaje si se
te hace tarde.
—Dale, te aviso.

—En serio. Invento lo que sea.

—Tranquilo, no sé qué puede llegar a pasar.

—Te falta mucha imaginación a vos.

—Te llamo.

Tincho seguía culposo por aquel exabrupto telefónico pero ya me había
aceptado en su logia de piratas expertos y prolijos. Habíamos salido a
tomar algo la noche anterior. Fue como un bautismo, una iniciación. Hasta
me había confesado que se estaba cogiendo a mi secretaria el hijo de puta,
¡con razón entraba y salía de mi oficina como si fuera suya!

—El amor conyugal se alimenta con canitas al aire, primo.

Ese fue su consejo, me dio una palmada en la espalda y brindamos con
un Johnny Walker platino. Le prometí uno azul si todo salía bien.

—Estás liberado —me dijo cuando terminé el tercer farol.

Dejé de pensar en la noche anterior y me vi ahí, clandestino, sigiloso.
Atravesé Puerto Madero y llegué a la glorieta frente al río. Esa era la
indicación que le había dejado escrita a Paula. No podía perderse, era la
única glorieta y yo me había encargado de estar ahí una hora antes para
reservarla.

Me senté, miré al cielo. Estaba denso y cargado, a punto de explotar en
una tormenta de esas violentas que cada tanto hacen colapsar a Buenos
Aires.

Volví a pensar en Tincho. Me vi ahí sentado, nervioso, ansioso,
esperando. Paula no era una canita al aire.



PAULA

Dejé a Bauti en el jardín y partí a la casa de Sofía. Hacía tiempo que no la
visitaba en su departamento. Ese departamento que durante tantos años
compartimos. Con el mismo futón en el que había dormido con mis
novios esporádicos y amantes fluctuantes. La misma mesita de pino
pintada por mí. Las lámparas de papel. Un dos ambientes luminoso y sin
pretensiones que ahora me resultaba algo vintage. Los azulejos celestes
del baño. Los muebles de fórmica de la cocina integrada. Quedaba en
Beruti y Austria, en pleno Palermo interior. Así le decíamos nosotras y
continuaba siendo la zona predilecta de jóvenes del interior que venían a
buscarse un destino a la Capital.

Recordé que los miércoles íbamos a un bar con pool que quedaba ahí,
en la otra cuadra de casa. Y los jueves era el día del boliche de unos
misioneros. Los viernes íbamos a uno frente a la facultad de ingeniería.
Esos eran los puntos de encuentro con otros exiliados.
Sofía y yo nos conocimos en la escuela de vuelo. Ella también estaba
recién llegada. Había llegado un día antes desde su pueblo natal, Coronel
Suárez. Vivíamos en residencias para mujeres cuando decidimos buscar
un departamento para compartir.

La primera vez que vi a Bruno había sido en la puerta de ese mismo
edificio. Él era el encargado de mostrarnos el departamento. Era un
sábado de verano. Horrible, agobiante. Sofía siempre dijo que Bruno se
enamoró de mí en ese mismo momento. De hecho aceptó que no
tuviésemos garantía de Capital. ¿Quién puede aceptarte en Buenos Aires
una garantía de Cipolletti?, repetía Sofía, sospechando de su generosidad.

Lo cierto era que habían pasado muchos años, muchas renovaciones de
contratos, hasta que por fin le acepté una salida a Bruno. La inmobiliaria
era de su padre y ese departamento había sido de su mamá. Era una de las
tantas propiedades familiares que Bruno administraba.

Y yo ahí. En el departamento de mi suegra. En mi hogar de soltera, con
mi amiga y hermana de la vida, decidiendo si ir o no a encontrarme con
mi amante.

—Yo lo retiro a Bauti. Llamá al jardín y avisá.

—¿Y si Bruno se entera?

—No tiene por qué enterarse. Lo llevo a una plaza y cuando terminás,
me llamás.

—Se está por largar a llover, ¿qué plaza?

—Lo traigo para acá. Me tomo un remís.

—Le tendría que pedir a él que lo busque.

—¿A qué hora deberías estar en el lugar?

—En dos horas. ¿Qué hago? ¿Voy? ¿Y si él no va?

Sofía vino desde la kitchenette con una bandeja de madera verde
manzana, también pintada por nosotras.

—¿Qué más puso en el papelito?

—Viernes 3 pm. Costanera Sur. Glorieta. Te espero.

—¡Tiene que ir!

Sofía posó la bandeja con la tetera humeante en la mesita ratona y el
aroma del té me invadió por completo.

—¡Es de menta! Me traje una bolsita de Tánger, no puedo parar de
tomarlo.

La menta no olía igual en Buenos Aires. O, por lo menos, no me
causaba el mismo efecto. Un sudor frío comenzó a recorrer mi frente.

Sentí las manos heladas. El ambiente se llenó de luciérnagas. Me desvanecí
pero esta vez no era de placer.

Me estiré hacia atrás en el futón, con los ojos cerrados. Sofía se puso
como loca, me levantó las piernas y empezó a los gritos.

—¡No te vas a desmayar ahora! ¡Algo dulce!

Ella estaba a dieta y no tenía ningún tipo de harinas ni azúcares en los
casi cuarenta metros cuadrados del departamento.

—¿Edulcorante sirve?

Le señalé mi cartera. Solía tener alguna golosina para Bauti. Sofía
revolvió y tomó el sobre de azúcar que yo había guardado en esa misma
cartera, antes de nuestro viaje a Tánger. Me lo vació completo en la boca.
Tomé un sorbo de té de menta intentando reponerme. La menta me
transportaba directamente a todas esas sensaciones que había vivido en
aquel extraño continente. Mi cuerpo se descompensó luchando contra mi
mente que intentaba anular cualquier tipo de recuerdo. Mi cuerpo se
resistía a olvidar. Se desvaneció luchando para revivir sensaciones.

—¿Estás bien? Es la presión, ¿no?

Ya estaba mejor. Abrí los ojos y traté de sentarme para que Sofía se
tranquilizara.

—“Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo”
—leyó la frase del sobrecito y sonrió resignada—. ¿Te das cuenta? ¡Nunca
vamos a tener paz!

—Me voy a casa.

—¡Te acompaño! ¡No podés manejar así!

—No. Necesito estar un segundo sola, escucharme. Pensar.

—¡Pensar no, decidir!

Me paré con cuidado. Estaba débil, movilizada. Sofía me miró fijo. Ella
y yo sabíamos que mi cuerpo solía ser muy claro conmigo, muy sincero.
Sofi me dejó ir, pero antes buscó un papelito que tenía cerca de su
computadora, y me lo dio.

—Por si no llegás. Es el nombre completo de Pedro . Lo busqué en la

lista. Pasillo 18. Si hoy no vas, podés googlearlo.


Tomé el papel. Por primera vez vi su nombre junto a su apellido. 
Pedro Alfonso Zolezzi. Me reí, sus iniciales parecían una ocurrencia digna de un
escritor de telenovelas. P.A.Z.

Me fui lo más rápido que pude. Podría haber ido directo a la cita, pero
dudé. Me senté al volante y arranqué. Sin decidir a dónde ir. Me dejé llevar
por la intuición y el andar de la camioneta que me llevó hacia el bajo, ahí
fue cuando me choqué con la encrucijada: ¿Costanera Sur o General Paz?

Doblé hacia mi casa. Hacia el norte. Mi norte. No quería mentirme, no
podía hacerlo. Sabía que no era ni el deseo ni la intuición lo que me estaba
guiando. Era el miedo. Temblaba de miedo mientras veía el tatuaje en mi
muñeca que me pedía desear. El tatuaje del deseo parecía borrarse frente a
mi decisión. Obligué al deseo a desaparecer. Fijé la mirada en el
parabrisas y seguí la ruta que me llevaría a casa.

Un millón de fotos de Pedro  se me pasaron por la cabeza. Un millón de
fotos de mí misma rompiendo todas las promesas que alguna vez me hice.

Traicionando todos mis juramentos. Bloqueando mis instintos. Llegué a
mi habitación, me miré al espejo y me di vergüenza. Vi una adolescente
asustada, reprimida, inexperta. ¿A qué le tenés tanto miedo, Paula?, me
pregunté. ¿A que Bruno no sea el hombre de tu vida? ¿A dejarte llevar por
una calentura que arruine la vida que armaste? ¿Y te pensás quedar con la
duda?

Si Bruno no era el hombre de mi vida, tarde o temprano lo iba a saber.
Y si Pedro  era la persona que aparecía en mi camino para reconfirmar la
vida que había elegido, o cambiarme el rumbo, no podía dejarlo plantado.

Esos impulsos eran insoportables. ¿Para qué carajo volví?, me dije. Yo
tenía la capacidad de cambiar de parecer en un segundo, de jugar con los
opuestos como si estuviera montada arriba de un sube y baja.

Me cambié de ropa. Estaba lloviendo. Necesitaba sentirme cómoda.
Nueva. Dejar el miedo atrás. Me puse un vestidido, botas de goma y un
piloto que había comprado en una oferta justamente en alguno de esos
viajes a Nueva York.

Me maquillé para ocultar mi cara de pánico. Tomé aire. Necesitaba
verlo. Necesitaba enfrentar la situación. Bajar a tierra, tomar las riendas.

En menos de quince minutos estaba lista para salir. Le envié un mensaje
de texto a Bruno pidiéndole que retirara a Bauti del jardín. Le dije que
estaba con Sofía y no iba a llegar. OK amor, respondió sin ningún tipo de
consulta o cuestionamiento.

Ya eran casi las 3 pm. Supuse que si Pedro  había acudido a la cita,
estaría dispuesto a esperar. La Panamericana estaba más fluida que nunca.

Era una buena señal. Tomé Lugones y miré la hora, eran las 15 en punto,
no estaba mal. Me llené de coraje. Me sentí orgullosa.

Me imaginé cogiendo con él en algún telo del centro. Vi esa imagen y
me sentí peligrosa. Impredecible. Un auto con balizas en medio de la
avenida detuvo el tránsito. El carril se volvió angosto y comenzamos a
circular a paso de hombre. No quise estresarme. Respiré hondo. Ya no
pensé en un telo. Respiré y solté el volante. Los autos estaban detenidos
por completo. Quizás era lo mejor que pudiera pasarme. Confié en que
estaba ocurriendo todo, absolutamente todo, lo que tenía que suceder.

Miré mi celular. Pensé en que quizás estaba bien enviarle un mensaje a
Pedro . Dudé. No tenía su teléfono. Pero tenía su nombre y su apellido en
ese papelito que acababa de darme Sofía, y que como buena amateur había
dejado en el tablero de mi camioneta. Abollé el papel y me lo guardé en el
bolsillo. Entré a Facebook desde mi teléfono y lo busqué. Mi corazón
empezó a galopar una vez más. Sabía que estaba abriendo una puerta hacia
lo desconocido. Hacia el espacio más temido: su vida privada.

Pedro Alfonso Zolezzi. La portada de su página se desplegó ante mí
como un pasacalle. Vi su sonrisa enorme. En la foto aparecía junto a una
nena que soplaba una velita con el número 4 y sostenía a otro nene, más o
menos de la edad de Bauti, en sus brazos.

Del otro lado aparecía ella, una sonriente mujer que completaba la foto.
En la información decía con letras claras: Casado con María Laura
Martínez Alfonso. Un nudo me estranguló el estómago. Los dos sorbos de
té de menta que había tomado en casa de Sofía se me subieron hasta la
garganta. Y no pude dejar de mirarlos. En detalle. A los cuatro. Eran una
familia feliz y hermosa como todas las familias que viven dentro de
Facebook.

No pude interpretar mi malestar. Que él estuviese casado no era una
sorpresa. Ni que tuviera hijos. Pero las imágenes perturban, y mucho.
Ese era él. El hombre que me había hecho gozar como nadie en un baño
público. En un hotel. En un desierto. Ese era el hombre, esos eran sus
hijos, y esa era la mujer que dormía con él desde hacía tiempo.

Todo era un espanto. Oscuro. Sórdido. Imaginé la escena invertida.
Imaginé mi propia portada de Facebook y mis fotos con Bruno y Bauti.
Repulsivo, hipócrita, berreta. Aproveché el tapón en el tránsito y bajé de la
camioneta. Quisé tomar un poco de aire pero fui directo a vomitar en la
banquina. Como una borracha queriendo expulsar el veneno de la noche
anterior.

Uno de los policías que organizaba el tránsito vino por mí, atento. Le
dije que estaba bien. No quería la compasión de nadie. Ni la atención.
Quería desaparecer. Quería que la lluvia cayera sobre la foto más patética
de mí misma ¡y me borrara del mapa!

Me subí a la camioneta, di un portazo y retomé mi camino sin desviar el
rumbo. El limpiaparabrisas barría furioso el agua que caía sobre el vidrio,
yo deseaba que me barriera por dentro. Todo era tan confuso, tan desesperante. 
Odiaba sentirme fuera de eje y a esa altura ya no sabía ni por qué
estaba camino a esa puta glorieta en la Costanera Sur.

Llegué al lugar y sin bajarme del vehículo empecé a buscarlo. Vi la
glorieta y vi a un hombre sentado ahí. Sin paraguas. Empapado y calmo.

Inmutable como el ojo de una tormenta. Estacioné, bajé, y sin que me
viera, caminé hasta sentarme en un banquito de cemento.

Mis pies se clavaron en el suelo. Entendí que no tenía que acercarme.
Distancia, mantené la distancia, me dije.
Lo vi esperando, en paz. Recién ahí supe qué sería lo mejor: dejarlo así.
En paz.

Mi teléfono sonó y casi grité del terror. Era Sofía.

—¡Amiga! ¿Qué hacés? ¿Dónde estás?

—Acá.

Y lloré. En silencio. Sofía se emocionó del otro lado. Pude sentir que su
esperanza moría junto a la mía. No pude decirle mi verdad.

—No vino.

—¿Qué? ¡No te puedo creer! Capaz se le complicó.

Las dos hicimos un silencio. Esa era mi amiga. La que sabía callarse
sólo en esos momentos. La que lloraba mi dolor.

—Todo bien. Mejor.

—Seguro. Sí. Mejor.

Corté y lo miré por última vez. Di media vuelta, y me alejé.
Caminé sola. Dándole la espalda. Le di la espalda a todo lo que hubiera
podido pasar si nos hubiésemos visto una vez más.
Avancé bajo la lluvia a paso lento. Si Pedro  y yo estábamos destinados a
encontrarnos, él hubiera podido alcanzarme. Me hubiese visto. Quizás
gritaba mi nombre a lo lejos. Quizás llegaba hasta mí y me tomaba del
hombro. Y me convencía. Y los dos nos convencíamos de algo. Pero no.
Sólo lluvia y distancia. Una distancia tan sana como abismal. Nada más.

El abismo de nuevo. Sin ningún hilo rojo imaginario que pudiera
unirnos. O mejor dicho, intentando cortar cualquier tipo de hilo que
quisiera insistir en reencontrarnos.


Ya está, Paula. Ya está, susurré.


FIN!!

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LO ADMITO YO TAMPOCO QUERIA Q TERMINARAN ASI .. PERO BUEH !! 

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