Después
vino la llamada una noche que no había ido a trabajar y durante la cual Olivia
había informado a su padre de que «mamá estaba mala» a pesar de que Paula movía
la cabeza diciendo que no de un modo frenético.
—Papá
quiere hablar contigo —dijo la niña tendiéndole el teléfono.
—Ahora
no, cariño, estoy ocupada. Pero Pedro debió de oírlo.
—Ponte al
teléfono, Paula. Juró entre dientes y vio los ojos de Olivia abiertos de par en
par, así que aceptó hablar.
—Pedro.
—Olivia
dice que no estás bien.
—Estoy
bien —dijo fríamente.
—¿as ido
al médico?
—Soy
farmacéutica, ¿recuerdas? Tengo un conocimiento razonable sobre las dolencias y
las medicaciones adecuadas.
—¿Estás
embarazada? La pregunta le sorprendió, aunque, pensándolo bien, no tenía por
qué.
—Estoy
bien —reiteró Paula evitando contestar. Devolvió el auricular a Olivia y salió
de la habitación con el pretexto de dejar en otro sitio la ropa que había
doblado. Podía oír la voz de Olivia de fondo. Empezó a preparar el baño de la
niña y se entretuvo hasta que su hija entró.
—¿Por qué
no quieres hablar con papá?
—Nos
comunicamos por correo electrónico —explicó mientras le quitaba la ropa.
Le llevó
unos días reunir el coraje suficiente para concertar una cita con el
ginecólogo. No sabía si reír o llorar durante la exploración.
—Enhorabuena,
estás a mediados del primer trimestre.
El resto
del día lo paso en una nube. Dejó a Olivia con Anna y se fue a la farmacia con
la esperanza de poder convencer a John de que le dejara salir un poco antes. A
eso de las nueve sonó el timbre. Paula miró a la puerta y se quedó paralizada.
Se dirigía hacia ella la última persona en que habría pensado: Pedro, con una
camisa blanca sin cuello, unos vaqueros negros y una chaqueta también sin
cuello.
¿Por qué
estaba allí? ¿Por qué en ese momento?
La sangre
empezó a correrle por las venas a toda velocidad. Era una reacción que no podía
controlar.
La miró a
los ojos. Parecía peligroso. Paula sintió una mezcla de temor y regocijo,
esperanza y consternación. Pedro no miró a John cuando habló, aunque sus
palabras fueron sólo para él.
—Mi
esposa deja el trabajo, ahora mismo.
—No
puedes aparecer aquí y… —dijo conmocionada por la sorpresa.
—Te
marchas.
—Ni lo
sueñes.
—Puedes
caminar o que te lleve, es irrelevante.
—Espere
un momento… —intervino John. Pedro lo atravesó con la mirada.
—Entiendo
que considere a Paula una amiga, pero esto es algo entre mi esposa y yo —volvió
de nuevo su atención a Paula—. Te sugiero que vayas a por las llaves.
—No.
Al
instante siguiente dio un alarido cuando se la echó al hombro y señalando a la
rebotica preguntó:
—¿Sus
cosas están ahí?
¿Qué
sucedía entre los hombres? ¿Un código de señales, un reconocimiento mutuo?
Fuera lo que fuera, fue consciente de que John entraba a por su bolso y se lo
daba a Pedro.
—Gracias
—dijo Pedro caminando hacia la puerta—. Estaremos en contacto — salió al
exterior, se detuvo al lado de una limusina, dijo algo al conductor y la metió
en el asiento trasero.
—¿Qué
demonios te crees que estás haciendo? —dijo furiosa mientras él le ponía el
cinturón de seguridad antes de abrocharse el suyo propio.
—Llevarte
al hotel.
—No, eso
sí que no —dijo con gesto de incredulidad—. Conductor, lléveme a Applecross —le
dio la dirección de la calle, pero vio unos ojos conocidos en el retrovisor—.
¿Carlos?
—Lo
siento, cumplo órdenes.
Se volvió
a Pedro y alzó la mano para darle una bofetada… pero él la agarró en el aire y
le sujetó la mano.
—Olivia
está dormida, Anna está encantada de quedarse con ella toda la noche y tienes
una bolsa de ropa en el maletero.
—¿Por
qué?
—Creo que
se explica por sí mismo.
—No
puedes hacer esto.
Carlos se detuvo ante la entrada de uno de los hoteles más
lujosos de la ciudad, abrió el maletero, sacó dos bolsas y se las dio al
conserje.
—Te
llamaré por la mañana —dijo Pedro a Carlos mientras sujetaba la puerta para que
Paula saliera.
—Te odio
—dijo con una voz que era poco más que un susurro mientras la llevaba por el
vestíbulo—. Suéltame la mano —exigió cuando llegaron al último piso.
—Pronto.
Lo miró
furiosa y permaneció en silencio mientras abría la puerta y la llevada dentro
de la habitación. Dejó las dos bolsas, colocó la tarjeta de no molestar en la
puerta y cerró con la cadena de seguridad.
—Será
mejor que tengas una buena razón para comportarte como… —se quedó un momento
sin palabras— una bestia salvaje —añadió vehemente.
—¿Por qué
no te sientas? —preguntó sin dejar de mantener el control.
—No
necesito sentarme. Pedro se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una
silla.
—¿Algo de
beber? ¿Quizá una taza de té? Estaba siendo demasiado amable, así que le dedicó
una mirada venenosa.
—Ve al
grano, ¿de acuerdo?
—¿Para
que después puedas marcharte?
—¿Qué es
esto? —los ojos le brillaban de furia—. ¿Un duelo a muerte?
—Tienes
una imaginación desbordante.
—Me estás
reteniendo aquí en contra de mi voluntad.
—¿Estás
embarazada de mí? —la miró con ojos de depredador. Paula se quedó sin palabras,
le llevó unos segundos poder decir:
—¿Has
volado desde Madrid para preguntarme eso?
—Si
recuerdas —dijo casi indolente—, rehusaste contestarme por teléfono.
—Eres
increíble.
—Estás
esquivando la pregunta.
—¿Qué
pasa si digo que no?
—No
supondrá la más mínima diferencia.
—¿Con
respecto a qué? —exigió casi sin escapatoria.
—A cómo
vamos a acabar. Así que había llegado el momento decisivo.
—Es
cuestión de semanas que estemos divorciados.
—No, he
dicho a mis abogados que presenten una demanda de reconciliación —informó Pedro
quedando muy satisfecho por la conmoción que vio en el rostro de ella—. Las
copias de las noticias aparecidas en los medios de España constituyen una
prueba.
—Pero eso
era sólo un montaje —protestó ella.
Pedro
sacó algo de la bolsa, un paquete delgado, abrió la solapa y le tendió el
contenido.
—Me
gustaría que vieras esto.
Paula se
dijo que no le interesaba, pero las fotografías atrajeron su atención y no pudo
evitar contemplar la mansión de dos plantas con vistas a algo que parecía un
lago. Le devolvió las fotos tras mirarlas.
—¿Por qué
me enseñas eso?
—La
primera foto es de una casa en Peppermint Grove, las demás de una en Cottesloe
y otras de la Playa de Cottesloe.
Fincas
caras, muy caras, pensó ella.
—Hemos
quedado para verlas mañana.
—¿Perdón?
—Ya lo
has oído. No entendía nada. ¿Por qué estaba interesado en fincas en Perth? La
miró y tuvo que contenerse para no abrazarla. Las últimas semanas habían sido
un infierno. Había comido en la oficina, apenas había dormido y había vivido
prácticamente al revés para mantener contactos con las agencias inmobiliarias
de Perth. Había elegido tres propiedades tras verlas por Internet y había
volado a Perth, consultado abogados, visitado las tres fincas, organizado que
Anna se quedara con Olivia y hecho que Carlos lo llevara a la farmacia para
reunirse con la razón de todo aquello: Paula.
—Podemos
discutir toda la noche —empezó Pedro con deliberada paciencia— o puedes
escucharme hasta que haya terminado.
Lo miró y
vio el cansancio en su rostro. Ella estaba extenuada por el embarazo. Decidió
escuchar. —Tienes mi corazón, cariño. Por un momento Paula casi se olvidó de
respirar. —Siempre lo has tenido —añadió Pedro—. No ha habido nadie más desde
el día que te conocí.
Ella
abrió la boca, pero sólo para volverla a cerrar cuando él hizo un gesto con la
mano.
—Por
favor… escúchame. Hay cosas que necesito decir. No todas buenas.
No tenía
nada que perder, absolutamente nada, así que se limitó a inclinar la cabeza.
—Penélope
te puso las cosas difíciles conspirando con Estrella para causar problemas.
¡Eso era
cierto!
—Pensaba que
podríamos superar las peleas resultantes, pero tú pensaste que nuestro
matrimonio estaba condenado a muerte.
—Me fui
porque quedarme resultaba imposible.
—Estaba
enfadado —siguió Pedro—. Ignoraste mis llamadas y no respondiste a ninguno de
mis mensajes. Al cabo de un año, Ramón sufrió una neumonía y después un ataque
al corazón. Después se le diagnosticó el cáncer y tuve que tomar el control.
Se sintió
culpable.
—Dado tu
rechazo a cualquier forma de contacto, no me quedó más remedio que aceptar que
quisieras empezar una vida por tu cuenta —hizo una pausa y apretó la
mandíbula—. Hasta que intervino el destino y Federico y Luisa tuvieron que
hacer una visita imprevista a Perth, te vieron en la feria y descubrieron que
tenías una hija. Sin duda mi hija.
Paula
revivió ese momento como si hubiera sido el día anterior.
—Juré
vengarme. Hacer todo lo posible para que tuvieras que volver a Madrid… y
después seducirte. Destrozar tus sentimientos y pisotearlos.
Paula
sintió una oleada de dolor que le recorrió todo el cuerpo, pero que se suavizó
al ver la mirada que había en los ojos de él.
—Pero no
fui capaz. La mujer que tenía en mi cabeza ya no existía. La realidad era una
mujer de la que estaba enamorado, una hermosa muchacha íntegra y con un
generoso corazón que se enfrentaba a mí y a sus propias emociones… como yo
luchaba contra las mías —hizo un gesto de cinismo—. Irónico, ¿verdad? Cuando
iba a vengarme… pierdo. Como Ramón quería que sucediera.
—¿Ramón?
—Mi
abuelo veía más que nadie. Había visto lo que había en tu corazón y conocía el
mío —lo que vino después era lo doloroso—. El secuestro de Olivia fue el
catalizador. Sólo podía ofrecerme a mí mismo para que te quedaras conmigo —alzó
una mano y luego la dejó caer—, pero no era bastante —Paula vio dolor en sus ojos
y volvieron los remordimientos.
—No
quería que Olivia creciera rodeada de guardaespaldas y temerosa de otro
secuestro.
—Tampoco
es lo que yo quiero —reconoció tranquilo—. Uno ya es demasiado. Eso me llevó a
tomar la decisión de venir a vivir aquí.
—¿En Perth?
—lo miró incrédula—. ¿Cómo puedes…?
—Muy
fácil. Federico está a cargo de la oficina de Madrid. Yo ya he alquilado una
oficina en la ciudad y mañana iremos a ver esas casas.
Era
demasiado para digerir en tan poco tiempo. Le tomó las dos manos y se las llevó
a los labios. —Te amo. Quédate conmigo, vive conmigo. Déjame amarte el resto de
mis días, para siempre.
Eran sólo
palabras, pero salían del corazón, del alma… y eran todo lo que necesitaba
escuchar.
Paula se
soltó las manos y le acarició el rostro, después se puso de puntillas y lo
besó.
—Sí
—respondió sencillamente y sintió que la tensión abandonaba el cuerpo de Pedro
cuando la abrazaba.
—Creo que
esto merece una celebración.
Pedro se
acercó al teléfono y pidió una botella de champán. Cuando se la llevaron, la
abrió, sirvió el líquido chispeante en dos copas y le ofreció una.
—Por
nosotros.
Ella alzó
la copa y tocó ligeramente la de él. Luego, abrió los ojos súbitamente
consternada.
—¿Qué
pasa?
—Yo… —no
habría nunca un momento mejor— no debería tomar nada más que un sorbo —dijo y
vio cómo los ojos de él se abrían desmesuradamente.
—¿Por
qué?
—Tengo
que cuidarme, estoy en el primer trimestre. El rostro de él se llenó de
alegría, de amor, de toda una gama de emociones.
Podría
haber muerto después de ver con qué ojos la miraba. A ella, sólo a ella. Pedro
le puso la mano abierta encima del vientre.
—¿No te
importa? ¿Cómo iba a importarle? Había afrontado sola el embarazo de Olivia,
esa vez Pedro estaría a su lado en todo momento.
—Me
encanta.
—Me das
todo lo que necesito, amor mío. Todo. El champán se quedó sin fuerza. Un sacrilegio,
pero había cosas más importantes de las que ocuparse.
Como
quitarse la ropa suavemente, besarse largamente… y hacer el amor toda la noche...
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