No fue dificil instalarse en el modesto y diminuto apartamento. Paula había llevado muy poco con ella. Los dos días siguientes los tenía libres, y pasó mucho tiempo navegando por internet en la biblioteca pública, buscando hospitales y lugares donde vivir.
Al tercer día, tras otra noche en vela, se vistió y condujo hacia el hospital.
Tenía los nervios a flor de piel, y a cada segundo se ponía peor. ¿Vería a Pedro? ¿Qué haría él? Tal vez nada. Se había alegrado de que ella se marchara, de eso no había duda.
Estaba caminando hacia el mostrador cuando él salió del ascensor. Miró a ambos lados, y cuando la vio, una adusta sonrisa torció ligeramente sus labios.
-Esposa.
Ella estuvo a punto de sollozar al sentir una ola de pena. Pedro parecía cansado, pero su aspecto era tan arrebatador como siempre.
-¿Dónde has estado? -se había detenido delante de ella, y sus ojos eran tan fieros como su tono de voz.
-He encontrado un sitio para vivir -respondió con toda la tranquilidad que pudo.
-Ya tienes un sitio para vivir, por si lo has olvidado-bajó la voz mientras una enfermera pasaba junto a ellos-. Tenemos que hablar.
-Ahora no -dijo ella negando con la cabeza, luchando con todas sus fuerzas para mantener la compostura.
-¿Cuándo?
-Doctor Alfonso a Urgencias. Doctor Alfonso a Urgencias -bramó una voz por el altavoz que estaba justo sobre la cabeza de Paula.
-¡Maldita sea! -espetó Pedro consultando su busca-. Tengo que irme. No te vayas del hospital sin mí, a menos que vayas a casa.
Paula se quedó mirándolo. ¿A casa? Pero, antes de que pudiera pensar nada más, apareció la enfermera jefe por el pasillo.
-Acompañé al doctor Alfonso a Urgencias -le dijo-. Tenemos a una madre con trillizos prematuros y hemorragia.
Paula puso los ojos como platos. Inmediatamente, los problemas personales quedaron relegados por detrás de su empeño profesional. Su obligación ahora era salvar vidas. Sin decir palabra, se volvió y se dirigió hacia el ascensor, pero Pedro la tocó en el brazo y le señaló el letrero luminoso de salida.
-Por las escaleras será más rápido.
Ella asintió y lo siguió por los escalones a toda prisa. La mujer estaba en una camilla, mientras el personal se ponía las batas y las máscaras. En cuestión de minutos, el ambiente fue una mezcla de tensión y profesionalidad.
El tocólogo había llegado unos momentos antes, y decidió practicar una cesárea en cuanto vio los primeros signos de peligro. A Paula se le encogió el corazón cuando oyó que los bebés sólo llevaban veintisiete semanas de gestación. De todas partes del hospital llegó más personal con suministros y equipo, y pronto los bebés fueron extraídos: un niño muy pequeño que no respiraba, una niña algo mayor que sí lo hacía, y otra niña, aún más pequeña que el primero, que también presentaba problemas respíratoríos. Pedro se hizo cargo del niño y supervisó a los dos pediatras que se ocuparon de las niñas. La mayor fue estabilizada y llevada a la unidad de pediatría, pero la otra siguió presentando complicaciones.
Dos horas después, consiguieron estabilizar a la pequeña, pero su estado era precario y nada más podían hacer salvo observar y esperar. Paula vio la preocupación en los ojos de Pedro, pero él seguía esforzándose por salvar al niño.
Tres horas más tarde, el bebé estaba tan estable como era posible, dada su condición. Pedro estaba exhausto y con expresión adusta, y Paula vio cómo se marchaba a hablar con los padres, decaído y rendido. Era obvio su temor de que al menos uno de los bebés no sobreviviera.
Paula fue a lavarse y a recoger sus cosas, completamente agotada. Pensó con vehemencia que nadie podría haber luchado más por esos bebés. Nadie. El pecho le dolía por los sollozos reprimidos.
En cuanto se hubo arreglado, fue a la oficina de personal. Había sido un día horrible, y no sólo por las complicaciones del parto. Ese día se había dado cuenta de que no podía trabajar con Pedro. Estar tan cerca de él, sentir su dolor y no poder consolarlo... la mataría.
El jefe de personal se sorprendió cuando ella le pidió el traslado a otra unidad. Una de las enfermeras de la unidad de oncología infantil iba a darse de baja por maternidad, y aunque sólo sería una sustitución temporal, le iría bien a Paula. En seis semanas podría encontrar otro sitio, y, de cualquier modo, se marcharía de San Antonio.
Después de darle las gracias al jefe de personal, se encaminó hacia su coche. El sol se estaba ocultando, y la creciente oscuridad invernal encajaba muy bien con su estado de ánimo.
Entonces vio a Pedro, apoyado contra, su pequeño coche rojo, y ralentizó aún más el paso. El no levantó la vista; se quedó inmóvil, con las manos en los bolsillos, hasta que ella llegó a su lado.
-Hola -lo saludó con suavidad,
-Hola -respondió él sin levantar la mirada. El cansancio y la derrota se marcaban en sus rasgos.
Ella lo conocía, sabía cómo debía de sentirse tras un día así, y no pudo evitar acercarse y ponerle una mano en el antebrazo. Quizá él no la quisiera como esposa, pero habían sido amigos una vez, capaces de compartir sus
sentimientos por ese trabajo que amaban y a veces odiaban. Y ella amaba a Pedro; tanto, que le partía el corazón verlo sufrir.
-¿Estás bien?
-No -la miró por fin, y el dolor que se reflejaba en sus ojos dorados la golpeó como un puño-. No, no estoy bien. Hoy he tenido que decirles a unos padres, en dos ocasiones, que sus hijos estaban en estado crítico, y que aun en el caso de que sobrevivieran tendrían serias complicaciones. Ha sido un infierno. Todo lo que podía pensar era en cómo me sentiría si eso le pasara a un hijo nuestro.
Ella le acarició el brazo a través de la manga.
-No es...
-Vas a decirme que no es culpa mía -la interrumpió él, apartándole la mano-. Y tienes razón. Pero sí es culpa mía que me hayas dejado -la agarró antes de que ella pudiera evitarlo-. Lo siento. Por favor, vuelve a casa.
-Pedro, yo...
-No hables -la apretó contra su pecho y, tras unos segundos de resistencia, ella dejó de luchar. Él le hizo apoyar la cabeza contra su hombro, y ella aspiró la fragancia de su loción, mezclada con su puro olor masculino. Era como estar en el Cielo, y al mismo tiempo, en el Infierno. ¿Cómo podría soportar abandonarlo?-. Lo siento -volvió a decir él-. No debería haber dicho las cosas que te dije sobre mi padre.
-Tenías razón -dijo ella, apretada contra su pecho-. No tenía ningún derecho a hablar con él.
-No, no tenía razón -la sujetó con más fuerza. Lo llamé después de darme cuenta de que te habías marchado, y tuvimos una... conversación civilizada.
-Me alegro -dijo con voz temblorosa. Le costaba controlar sus emociones.
Oír que Pedro había hablado con su padre era lo último que esperaba. Aspiró hondo, llenándose los pulmones una vez más con su fragancia masculina, y sintió que el corazón se le partía en dos. Que Dios la ayudara, pero no quería marcharse...
-No me has respondido -dijo él.
-¿Mmm?
-Te he pedido que vuelvas a casa.
¿Podría quedarse con él y amarlo como lo amaba, aun sabiendo que el sentimiento no era mutuo?
Pedro se retiró unos centímetros, y le hizo alzar el rostro para poder ver su expresión. Paula se sorprendió de ver la vulnerabilidad en sus ojos, y se dio cuenta de que él tenía miedo de que ella fuera a rechazarlo.
¿Podría quedarse con él? ¿Podría amarlo sabiendo que no la amaba? La respuesta era clara. Ella lo amaba. Sintiera o no él lo mismo, ella no podía alejarse como tampoco podía extirpar el amor que colmaba su corazón. Tal vez no la quisiera, pero ella no podía negarle lo que él necesitaba, y la necesitaba a ella.
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