Paula se
despertó despacio, se estiró, buscó el reloj y dejó escapar un gemido de
preocupación. Olivia.
Saltó de
la cama, se puso una bata y corrió a la habitación adyacente. Sintió que se le
paraba el corazón al ver la cama de Olivia perfectamente hecha y ni rastro de
su hija. ¿Dónde…?
En ese
momento, vio la nota que había encima de la almohada y corrió a leerla:
Olivia
está abajo con María.
Sintió
que el pánico disminuía.
En diez
minutos se duchó, se puso unos pantalones de vestir y una blusa informal, metió
los pies en unas sandalias de tacón y bajó al comedor. Olivia alborotaba
alrededor de la benevolente María.
—Pedro
dijo que no la despertáramos —dijo el ama de llaves mientras echaba café en una
taza, le ofrecía un enorme abanico de posibilidades para desayunar y torcía
levemente el gesto al ver que Paula sólo quería fruta y yogur.
—Es media
mañana —dijo Paula con una sonrisa—. Mi reloj biológico necesita tiempo para
ajustarse.
—Pedro ha
dicho que podemos ir a un parque después de comer —dijo Olivia mientras Paula
se sentaba a la mesa.
—¡Qué
bien! —¿qué otra cosa podía decir?
Cualquier
posibilidad de que Pedro desapareciera todos los días en su despacho de la
ciudad parecía descartada. Así que no iban a tener ninguna libertad. Podían
olvidarse de ir a un parque temático como turistas normales. Nada de salir de
compras sin pensarlo antes.
Estaban
en Madrid. Allí ella tenía relación con la familia Alfonso, y eso suponía
guardaespaldas en cuanto salieran de la seguridad de la casa.
Ya no le
había gustado antes, y mucho menos en ese momento. Además, estaba Olivia, que
no tenía ni idea de su auténtica identidad… aún. Una niña vulnerable que no
había sido preparada para que siempre estuviera al tanto de posibles peligros,
ni para que obedeciera ciegamente a las personas que se ocupaban de su
seguridad, ni le habían enseñado las más básicas técnicas de supervivencia. Era
una carga demasiado pesada para una niña tan pequeña, además de cosas que no se
aprendían deprisa.
Odiaba
admitir que Pedro había acertado al llevarlas a su casa. Podría aprovechar esas
tres semanas como un curso de adiestramiento.
No tenía
sentido seguir lamentando que el destino hubiera hecho que Federico y Luisa
hubieran sabido de la existencia de Olivia. La vida estaba llena de
coincidencias, algunas casi improbables… y tenía que asumirlo.
Paula se
terminó el desayuno y tendió una mano a su hija.
—¿Vamos a
explorar?
Primero
la casa, después la finca… con Carlos siempre a una distancia razonable cuando
salieron fuera de la casa. El recinto estaba rodeado de muros, puertas
electrónicas y sofisticados sistemas de seguridad.
Las dos
recorrieron los senderos que atravesaban el inmaculado césped, los jardines de
hermosas flores de brillantes colores.
—Es
precioso —dijo Olivia, señalando emocionada—. Una piscina. ¿Puedo bañarme?
—Cuando
yo esté contigo —dijo con firmeza Paula.
—¿O Pedro?
Paula asintió con la cabeza y sufrió un ataque de preocupación maternal al pensar
en la niña sin vigilancia cuando ella no estuviera.
Después,
se relajó un poco. Durante los siguientes dos años, los viajes de Olivia
estarían bastante restringidos… ¿pero cómo conseguiría aprender a dejarla
marchar? Estaría atacada de los nervios desde que su hija subiera al avión
hasta que volviera a Australia.
—Es una
casa muy grande —afirmó Olivia visiblemente sorprendida por el lujo de las
salas que atravesaban.
Paula le
enseñó todo el primer piso y después subieron corriendo por las escaleras al
segundo.
—Me gusta
más nuestra zona —dijo la niña agarrando la mano de su madre—. Sobre todo mi
cuarto.
Pedro se
unió a ellas a la hora de comer y, por el atuendo informal que llevaba, era
evidente que había estado trabajando en el despacho de la casa. Unos vaqueros
negros, camisa blanca desabrochada en el cuello y remangada hasta los codos…
Parecía un ángel negro con el pelo más descolocado de lo habitual, como si se
lo hubiera peinado con los dedos, o se lo hubiera revuelto por la exasperación.
Y si era así, ¿por qué?
En los
primeros días de su matrimonio, se habría acercado a él, habría tomado su
rostro entre las manos y lo habría besado. Habría sentido los brazos de él
alrededor de su cintura y habría profundizado el beso y se habría regocijado
con la excitación de él.
Un tiempo
en que pensaba que nada podía amenazar su amor. ¡Qué ingenua había sido!
—¿Voy a
tener que dormir la siesta?
—Ajá
—dijo Paula con una sonrisa notando la decepción que había en la expresión de
su hija—. Todo el mundo duerme la siesta después de la comida.
—¿Incluso
los mayores? —abrió los ojos muy sorprendida y miró a Pedro—. ¿Tú también?
—Algunas
veces, si estoy en casa y no tengo mucho trabajo —su sonrisa le transformó las
facciones y Paula experimentó una sensación familiar en su interior al recordar
las siestas que habían compartido y en las que dormir no había sido el
objetivo.
El comentario
de Pedro convenció a la niña. Olivia, obediente, agarró la mano de su madre y
juntas subieron las escaleras.
Olivia se
quedó dormida en unos minutos y Paula se fue a su habitación para descansar
hojeando una revista.
Era media
tarde cuando Carlos acercó el todoterreno a la puerta principal. Con Olivia en
el asiento de atrás, entre Pedro y Paula, se dirigieron a un parque.
El
entusiasmo de la niña por cada cosa nueva parecía no tener límites. Paula la
veía explorar y llamar con frecuencia a Pedro para enseñarle una mariposa, una
abeja, una hermosa flor.
Al final
del día, cenada y bañada, Olivia se metió en la cama. Pedro le leyó un cuento y
después le dio un beso en la frente, le deseó buenas noches y se marchó de la
habitación.
Paula
puso la luz tenue, probó el intercomunicador y, cuando se dio la vuelta, la
niña ya estaba dormida. Si hubiera podido, se habría subido la cena en una
bandeja a su cuarto, pero eso podría haberse interpretado como una huida y no
quería que Pedro se diera cuenta de la grieta que había en su armadura
femenina.
En lugar
de eso, se dio una ducha, se puso un elegante traje de chaqueta, se soltó el
pelo, se puso un mínimo de maquillaje y bajó a cenar con Pedro.
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