Divina

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sábado, 18 de julio de 2015

El Hombre Más Deseable Capítulo 6



Fue un comentario bastante torpe, pero los ojos de Paula se iluminaron, y su vacilante sonrisa se ensanchó de tal modo como si él le hubiera cantado una oda a su belleza.

-Esto es Melrose Manor -anunció Pedro, deteniéndose frente a una hermosa mansión.

-¿Melrose Manor? Estás de guasa... ¿La misma casa que salió por televisión 
hace unos años?

-Mi madre tiene un extraño sentido del humor -dijo él asintiendo.
Caminaron por el ancho sendero de piedra hacia la puerta, pero antes de que Pedro pudiera alcanzar el pomo, las dobles hojas se abrieron.

-¡Ya era hora de que llegarais!

Una mujer esbelta y rubia apareció en el umbral. Parecía demasiado joven para ser la madre de Pedro, pero el parecido entre ambos era muy grande.

-Madre, quiero presentarte a Paula Chaves, mi novia.
Paula le ofreció la mano, que fue rápidamente agarrada entre dos cálidas palmas.

-Hola, Paula. Encantada de conocerte. Yo soy Miranda. Por favor, pasa -la condujo a través de un amplió vestíbulo hacia un bonito salón, donde se volvió y abrazó a Pedro-. Gracias por haberla traído. Ahora vete para que podamos hablar.

-Querrás decir para que puedas interrogarla -dijo él con una sonrisa-. Pues de eso nada -tomó a Paula de la mano-. Tiene veintiséis años, una dentadura sana y voy a casarme con ella antes de que puedas asustarla. Es todo lo que necesitas saber.

Todos se echaron a reír, se sentaron y Miranda les ofreció algo de beber. Era encantadora, y tan modesta que Paula no se podía creer que fuera una de las mujeres más ricas del país.
Pero, tras unos minutos de charla introductoria, Pedro carraspeó y se dirigió a su madre:

-¿Has sabido algo más de Zolezzi?

-Eh... no -Miranda parecía atónita, y Paula supuso que era porque Pedro había sacado un tema familiar delante de una desconocida.

-¿Podríais decirme dónde está el cuarto de baño? -se levantó, pero Pedro la agarró de la mano y la hizo volver a sentarse junto a él.

-Madre, ella sabe lo de la... llamada.
Miranda lo miró con ojos muy abiertos y luego se volvió hacia Paula.

-Por favor, tienes que entender lo importante que es mantener esto...

-No se lo habría contado si fuese una cotilla, madre -intervino Pedro. Se levantó y puso una mano sobre el hombro de Paula-. No tenemos secretos, pero no tienes que preocuparte. Nadie se enterara de nada por Paula.- Paula bajó la mirada. No, no tenían secretos. Mentalmente, cerró el resquicio de la puerta de su pasado. No había nada que recordar. Nada.

-Debes de estar muy unida a Pedro -le dijo Miranda-. ¡No puedo creer que me hayas ocultado a esta chica hasta haberos comprometido! -le criticó a su hijo-. Podríamos haber ido conociéndonos.

Paula se removió incómoda mientras le sonreía a la madre de Pedro. Pero, antes de que pudiera hablar, Pedro volvió a intervenir.

-Sabes que nunca me ha gustado compartir. El tiempo que pasamos juntos es muy escaso debido a nuestros horarios de trabajo, y me gusta tenerla para mí solo.

Antes de que pudiera seguir hablando, Paula le puso una mano en el brazo y se dirigió a Miranda Alfonso.

-Lamento oír vuestros problemas. ¿Has decidido ya lo que vais a hacer?
Miranda soltó un suspiro, abatida, y juntó las manos.

-Mantengo la esperanza de que si ignoro este asunto, acabará pasando -hizo una pausa y miró a Paula-. ¿Pedro te lo ha contado todo?
Pedro asintió antes de que Paula pudiera responder. Una lágrima se deslizó por la mejilla de su madre.

-No quería que nadie lo supiera jamás.

-Dudo que ignorarlo vaya a ser la solución –dijo Pedro con dureza, apretando la mano de Paula-. ¿Has hablado con el tío Ryan?

-No -a Miranda se le saltaron las lágrimas-. No soporto pensar en ello, y mucho menos hablarlo. Estoy segura de que conoce al padre de los gemelos. Se quedará horrorizado.

-Tienes que hacerlo -le dijo Pedro firmemente, aunque él parecía tan trastornado como ella-. Y luego tienes que hablar con la policía. El chantaje es ilegal.

Paula se quedó conmocionada al pensar que el antiguo amante de Miranda tal vez siguiera viviendo por allí.

-¡No! No podemos involucrar a la policía. Ya he manchado bastante el nombre de los Alfonso; no os arrastraré a la publicidad que esto podría generar -alzó las manos en un gesto de desesperación-. Supongo que tendré que pagarle a Horacio. Si me niego, irá derecho a... -la voz le tembló y Paula se movió automáticamente, rodeándola con los brazos-. Y yo no podría verlo. Él nunca me perdonaría.


-Si no quieres que mi madre se entrometa en los planes de boda, dímelo ahora -le dijo Pedro más tarde, mientras volvían a casa.

-No, no -se apresuró a decir ella-. Me encantaría contar con la ayuda de tu madre.

-¿Y tu madre no querrá participar? La pregunta la pilló desprevenida.

-Mi madre murió.

-Lo siento -dijo él tras un breve silencio-. No lo sabía.

-No te preocupes -se esforzó por mantener una voz firme-. Tenía problemas de salud, y hace un par de años contrajo neumonía en el hospital.

-Es la desgracia de la profesión médica -dijo él con una mueca-. Mandar a las personas al hospital para que sanen, y allí contraen la neumonía.

-Exacto -corroboró ella. Se produjo otro silencio-. De verdad me gustaría contar con la ayuda de tu madre -dijo finalmente, para evitar más preguntas sobre su familia.

-Ayuda... -repitió él con tono sarcástico-. Será como si nosotros fuéramos el asfalto y mi madre la apisonadora. Estaremos en el altar antes de saber lo que se te viene encima.

En el altar... Paula aún no podía creerse que Pedro fuera a casarse con ella. Aquello no le podía estar sucediendo.

Pero así era. Y en cuanto llegaron a casa, Pedro se encargó de demostrarle lo real que era. La llevó directamente al dormitorio y allí le quitó las horquillas del pelo, la desnudó y la tumbó sobre la cama. A continuación se desnudó él mismo y se acostó sobre ella, tras ponerse la protección que finalmente había comprado esa tarde.

Paula lo rodeó con piernas y brazos mientras él la penetraba con rapidez. Y todas sus preguntas se transformaron en el más puro éxtasis al entregarse por completo a sus exigencias. Pedro parecía arder de frenética necesidad, y en pocos minutos ambos encontraron una sublime satisfacción. Pero entonces, a diferencia de la primera noche, Pedro se apartó de ella inmediatamente y se tumbó de espaldas cubriéndose los ojos con un brazo.

Aquel movimiento asustó a Paula. Era como si se hubiera colgado el letrero de «No molestar». Ella se sintió incómodamente desnuda y expuesta, así que se cubrió con la sábana y se quedó en silencio a su lado, preguntándose qué hacer o qué decir. ¿Habría hecho algo mal? ¿O acaso él ya se estaba aburriendo con ella? Se respiraba una tensión palpable en el ambiente, y aunque ella deseaba preguntarle qué pasaba, estaba claro que él no quería hablar. La situación se hizo de lo más incómoda, hasta que Paula pensó que se pondría a gritar si el silencio no se rompía enseguida.

Finalmente, Pedro soltó un prolongado suspiro y se apartó el brazo de los ojos. Tiró de Paula hacia él, y pareció sorprenderse de encontrar la sábana entre ellos.

-Duérmete -le dijo con un gruñido.

Paula sentía que algo iba mal, pero como él la estaba abrazando se relajó contra su voluntad. Estaba agotada después de trabajar cuatro días seguidos, así que, antes de que se diera cuenta, los párpados se le cerraron y se durmió.

Pedro yacía en la oscuridad, dominado por una sensación cercana a la desesperación. La pequeña mujer que dormía en sus brazos lo estaba volviendo loco. ¿Qué tenía que no podía dejar de pensar en ella? La había sacado muy pronto de casa de su madre porque no podía esperar para volver a poseerla, y nada más cruzar la puerta se había abalanzado sobre ella como un lobo hambriento sobre su presa. Aquel insaciable apetito sexual era algo que nunca antes había experimentado. No era un sentimiento cómodo, y no le gustaba. No le gustaba en absoluto. De haber estado en casa de Paula, se habría levantado y marchado, para así recuperar el espacio vital que parecía haber perdido.

La miró, dormida entre sus brazos con los cabellos derramados sobre él, encadenándolo a la cama, y al percibir su olor a jabón y a fragancia sexual sintió que volvía a excitarse.

Pero no se movió ni la reclamó, como deseaba hacer. Decían que el rechazo era bueno para el alma, y él haría bien en seguir el consejo, ya que no iba a dejar que lo gobernaran sus hormonas ni su entrepierna. Desde niño había sido el miembro fuerte de la familia, aquél en quien los demás se habían apoyado.

No aquél que necesitaba apoyarse en los demás. Gabrielle había dependido de él para que cuidara de ella después del colegio, hasta que su madre volvía a casa después del trabajo. Pedro había encontrado un trabajo a tiempo parcial, para que su madre no tuviera que preocuparse por los gastos de su educación universitaria. Su madre, aun después de decidir mudarse a San Antonio para estar cerca de Gabrielle, de su marido, Esteban, y de su nueva hija, no había querido mudarse sin él. No porque no pudiera cuidar de sí misma, sino porque se había convertido en una costumbre consultar a Pedro antes de tomar una decisión importante. Y así, Pedro se construyó una casa lo bastante cerca de ella, pero lo suficientemente apartada para preservar su independencia.

Nunca había necesitado que nadie lo cuidara. Y aunque se sentía muy cómodo con las atenciones y preocupaciones de Paula, no significaba que fuera a cambiar de actitud. Se despreciaba a sí mismo por la debilidad que había mostrado, contándole sus problemas familiares, y estaba decidido a no volver a hacerlo.

A la mañana siguiente, se fue al hospital y dejó a Paula durmiendo.

Se sintió extraño al salir de casa sabiendo que ella se quedaba en su cama, recordando su pelo sobre la almohada y sus labios ligeramente entreabiertos. Antes de salir se había acercado para despedirse, una mera cortesía para hacerle saber que se iba. Pero cuando se sentó en el borde de la cama, ella estiró los brazos hacia él y la sábana se deslizó por sus pechos. Pedro se encontró a sí mismo presionándola contra la almohada y acariciándole la piel. Durante un minuto estuvo debatiéndose entre si hacerle el amor o marcharse, pero entonces recordó su decisión de no dejarse gobernar por sus hormonas, y salió a toda prisa de allí, antes de cometer otra estupidez.

Fue un día bastante tranquilo en el hospital. Acabó temprano por la tarde y volvió a casa, donde Paula le preparó un rápido almuerzo. Luego, la llevó a una joyería en el North Star Mall. Su prima Vanesa se la había recomendado años atrás, cuando él le compró a su madre un collar por Navidad.

Paula se mostró vacilante a la hora de elegir los anillos, pero cuando él le hizo probarse unos cuantos, acabó eligiendo un solitario clásico y elegante que se ajustaba perfectamente a su dedo. Pedro se imaginó aquellos dedos sobre su cuerpo, haciendo las cosas que él le había enseñado. Su respuesta corporal fue inmediata, y se obligó a no pensar más en el sexo durante aquel día.

Para él, Paula compró un anillo sencillo de oro. Luego, volvieron a su apartamento y empezaron a empaquetar las cosas para trasladarlas a casa de Pedro. Ella se mostró reacia a que la ayudara, pero cuando vio que se iba a marchar, le dijo que empezara con las cosas del salón mientras ella se ocupaba de la ropa.

Pedro empaquetó sus CDs y su equipo estéreo, sonriendo al ver los clásicos del rock and roll. Luego, empezó a guardar los libros de las estanterías, de nuevo sorprendido por los títulos que Paula había elegido. Parecía gustarle mucho la ciencia ficción, además de libros de enfermería y la historia de la Guerra Civil. Pedro empezaba a darse cuenta de lo compleja que era su novia, pero aún no tenía ni idea de lo que la movía.

¿Por qué se esforzaba tanto por pasar desapercibida? Bajo su discreta apariencia, se ocultaba una mujer a la que le gustaba soltarse el pelo, que conducía un deportivo rojo y que disfrutaba con música rock y con novelas fantásticas. Una mujer que respondía tan apasionadamente a su tacto, que a Pedro le resultaba difícil pensar que le había mantenido oculta su sensualidad durante cuatro años.

Con cuidado, envolvió una colección de más de dos docenas de gatos de cristal, realizados por un famoso joyero especializado en miniaturas. Cuando fue a la cocina para beber algo, sostuvo una de las figuras en alto.

-Menuda colección. ¿Llevas mucho tiempo haciéndola?

-Oh, sí -respondió ella mientras se ponía de puntillas para agarrar dos vasos-. Una por cada año de mi vida.

-¿Son regalos?
Ella asintió, concentrada en llenar los dos vasos de hielo y agua.

-Mi padre compró la primera el día que nací. Cada año me daba una por mi cumpleaños.

Había dicho que sus padres estaban divorciados, y él tenía la impresión de que su padre había desaparecido de su vida. Pero seguro que estaba equivocado. Su padre debía de haberse preocupado mucho por ella, para haber mantenido una colección así durante tantos años.

Siguió envolviendo las figuras y entonces descubrió las fotos. Estaban en una caja de zapatos al fondo del aparador del comedor, tras un bonito juego de copas antiguas. Al verla, la sacó para meterla en una caja mayor, y distraídamente abrió la tapa para ver el contenido.

Fotos.

Pulcramente apiladas boca abajo con pequeñas etiquetas indicando la fecha. Se remontaban hasta el año de su nacimiento, y Pedro no pudo resistir echarles un vistazo.

Allí estaba ella, una niña mofletuda sentada en una cesta de manzanas, riendo de alegría. Era condenadamente linda. ¿Serían así sus hijos?
Otra la mostraba en brazos de una mujer sonriente que debía de ser su madre. El parecido era asombroso. Su madre tenía la misma mata de pelo que Paula, y su aspecto era despreocupado y atrayente. Seguro que si Paula se relajara, tendría el mismo aspecto que su madre, pensó Pedro, dándole la vuelta a la foto y leyendo la nota: Alejandra con Paula,1 año.

En otra foto se veía a su madre con un vaquero ataviado con un sombrero de color claro. Lo miraba con verdadera adoración. El hombre miraba sonriente a la cámara, muy seguro de sí mismo. Tenía un brazo alrededor de su mujer, que se abrazaba a su cintura, y el dedo pulgar enganchado en el bolsillo del pantalón, en una pose muy presuntuosa. Algo en él molestó a Pedro, aunque no supo por qué. Aquel tipo parecía muy arrogante, y Pedro se preguntó si sería el padre de Paula. Parecía serlo, pero en el dorso de la foto no había nada escrito.

Otras fotos mostraban la infancia y el crecimiento de Paula. Su primer día de colegio, el día en que mostró orgullosa un nuevo hueco en su dentadura, en otra posando con un enorme perro blanco... Foto tras foto, la preciosa niña se iba convirtiendo en una hermosa joven. Pero entonces, justo al llegar a la adolescencia, las fotos se acabaron de golpe. Lo único que seguía eran los retratos convencionales de la escuela y varios recortes de periódico, prueba de que había estado en la lista de honor del instituto.

Incluso entonces se había recogido el pelo. En los recortes se la veía de pie en la segunda o tercera fila, semioculta por los otros estudiantes, y mientras todos los demás miraban sonrientes a la cámara, Paula tenía la cabeza agachada, como si estuviera mirando al suelo. Haciéndose invisible. 

¿Por qué? Ella le había dicho que sus padres se habían divorciado cuando tenía doce años, y Pedro se dio cuenta de que las fotos se acababan justo a esa edad.

¿Qué había pasado entre sus padres para transformar a una niña alegre y risueña en una adulta seria y humilde?

Estaba tan absorto con las fotos que no la oyó entrar en la habitación.

-Vaya, veo que has empaque... -la voz se le rasgó al ver lo que estaba mirando-. Has descubierto mi turbulento pasado, ¿eh? -intentó sonreír, pero la sonrisa no alcanzó a sus ojos. Rápidamente, fue hacia él y empezó a meter las fotos en la caja.

-¿Son tus padres? -le mostró la foto del hombre y la mujer que había visto antes.

-Sí -se limitó a decir, sin ni siquiera mirar la foto.

-Entonces tenemos algo en común -le dijo-. Mi padre era un vaquero. Aunque era más un jinete de rodeos.

-Mi padre, Miguel, trabajaba en un rancho cerca de Abilene, donde yo crecí. Así que había crecido cerca de Abilene. Era más de lo que había sabido antes.

-¿Dónde está ahora tu padre? -le preguntó, entrecerrando los ojos al ver cómo le temblaban las manos.

-Murió hace ocho meses -respondió sin mirarlo.

Ocho meses. Y su madre había muerto hacía pocos años... Y ella nunca le había dicho una palabra sobre ellos.
Le quitó la caja de las manos y colocó la tapa.

-¿No me habías dicho que se separaron cuando tú tenías doce años?

-Yo... sí, tenía doce años. Fue hace mucho tiempo-la voz le temblaba, y él quiso abrazarla y ofrecerle consuelo, pero sintió que ella no lo aceptaría en esos momentos.

-Tuvo que ser muy duro -repuso con calma. Ésa era la clave. La clave para comprender a su Paula, tan precavida, tan prudente y tan discreta.

Pero no quería preocuparla para que no se apartara de él. Por el modo tan asustadizo con que se comportaba, podría llegar a romper el compromiso si la presionaba demasiado. Pedro no sabía por qué estaba tan seguro de que el divorcio de sus padres la había convertido en la mujer que era. Y tenía intención de averiguarlo.

Pero aquel día no. Rápidamente, selló la caja y la puso en lo alto de la pila que esperaba junto a la puerta. Paula estaba de espaldas a él. Se acercó y la rodeó con los brazos, inclinándose para rozarle el cuello.

-¿Lista para llevar todo esto a tu nueva casa? -su intención era que las caricias fueran reconfortantes, pero cuando ella suspiró y se relajó contra él, el interés sexual despertó los sentidos de Pedro.

-Su... supongo -dijo ella. Inclinó la cabeza para ofrecerle mejor acceso, y él deslizó las palmas hasta cubrirle los pechos, palpando los endurecidos pezones bajo la camisa.

Esperó a que le dijera que se detuviese, que tenían trabajo que hacer, pero cuando ella presionó su pequeño y duro trasero contra él y lo agarró por los antebrazos, dejó escapar un gemido y, deslizando una mano por su cuerpo, le levantó la falda hasta sentir la piel satinada de su vientre. Entonces metió la mano por dentro de sus braguitas y encontró para su deleite que estaba húmeda y preparada. De un tirón hizo que ambos estuvieran tumbados en la moqueta. Ella separó las piernas para recibirlo, mientras él intentaba liberarse de los pantalones y se ponía el preservativo que llevaba en la cartera. Cuando la penetró, ella arqueó la espalda y soltó ese ruidito que Pedro empezaba a reconocer. Entonces empezaron a moverse al compás, cada vez más rápido, hasta alcanzar las cotas más elevadas y ardientes de la pasión.



No fue hasta mucho después cuando él recordó que se había jurado no pensar más en el sexo aquel día.

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