Notó cómo él sé movía y se apartó para mirarlo.
En respuesta, Pedro sacó del bolsillo un pequeño paquete envuelto con papel de regalo y se lo puso en el regazo.
-¿Qué es esto? -preguntó ella tocando la brillante cinta.
-Un regalo para mi mujer -dijo él, acariciándole el hombro. Sus ojos irradiaban más calor que nunca.
-¡Pero yo no te he comprado nada! -exclamó ella, consternada. No se esperaba eso.
-Paula -la tomó de la barbilla y le hizo mirarlo a los ojos-, ¿acaso no sabes que tú eres el mejor regalo que podría recibir jamás? -ella trago saliva, conmovida por esas palabras-. Ahora, ábrelo -levantó la caja y se la sostuvo bajo la nariz-. ¿No sientes una mínima curiosidad?
Muy lentamente, Paula desató la cinta y rasgó el envoltorio. Al abrir la caja vio un objeto envuelto en papel de seda sobre un colchón de terciopelo azul. Con cuidado retiró el papel...
Y allí, brillando en su palma, había un gatito de cristal en miniatura. Estaba en posición juguetona, envuelto por las hebras de una bola labrada en oro.
Paula ahogó un grito y entonces rompió a llorar.
-¿Qué pasa? -Pedro le quitó la figura de la mano y, tras colocarla de nuevo en la caja, apretó a Paula contra su pecho-. ¿No te gusta? ¿Quieres que lo devuelva?
-No, no es eso -dijo ella entre sollozos-. Es precioso. Es sólo que... me has recordado mi colección. Este año ha sido el primero de vida en el que no he recibido un gatito por mi cumpleaños. No importaba dónde estuviera o con quién estuviese casado; mi padre jamás lo olvidaba. Y tampoco le importaba que yo le respondiera simplemente con una nota de frío agradecimiento -suspiró y acarició la figura con un dedo-. Ha sido un gesto precioso, Pedro. Y no te imaginas cuánto significa para mí. Gracias.
-De nada -respondió él besándola en la frente-. pero míralo de esta manera: tu padre le ha pasado el testigo a tu marido. Los gatitos de cristal son una tradición que deben mantener los hombres de tú vida.
Ella no pudo contener un sollozo, lamentándose por los años que le había negado a su padre. Pedro percibió su angustia y la estrechó entre sus brazos.
-Él lo sabe, Paula. Aunque no esté aquí, sabe que te importa.
-Eso espero -respondió ella, apretándose contra su pecho.
Los dos guardaron un placentero silencio mientras la barca se deslizaba sobre las tranquilas aguas del río. Paula metió la figura en la caja, y Pedro se la guardó en el bolsillo.
-Solía jugar con los gatitos cuando era pequeña. Mi madre siempre me regañaba, supongo que porque temía que los rompiera. Pero después de que mi padre se marchara, dejó de preocuparse por las figuras.
-¿Demasiado ocupada tratando de llegar a fin de mes?
-No, mi padre tendría sus defectos, pero nunca dejó de apoyarnos económicamente -se encogió de hombros-. Después de su marcha, mi madre no se movió de la cama. A veces se levantaba para preparar la cena, pero casi siempre lo olvidaba. Ahora sé que estaba deprimida, pero entonces sólo podía pensar en que mi padre tenía la culpa.
-Tuvo que ser horrible -dijo él acariciándole el brazo.
-Lo fue. Con el tiempo mi madre fue mejorando, pero nunca volvió a ser la misma -hizo un esfuerzo por animarse y no estropear la maravillosa tarde que Pedro había planeado-. Pero todo eso pasó hace mucho, y ahora tú me has hecho más feliz de lo que nunca creí posible.
-Estupendo -dijo él, y la besó con pasión-. Quiero que seas feliz.
Dejaron el bote donde lo habían tomado, y caminaron por la orilla en silencio, agarrados de la mano. Al llegar a los exuberantes jardines del hotel, Pedro la levantó en brazos y la llevó así hasta la habitación, ignorando las protestas de Paula, que, muerta de vergüenza, fue incapaz de mirar a nadie. De vuelta en la suite, Pedro volvió a hacerle el amor una y otra vez, y en cada ocasión lo hacía como si fuera la primera.
Finalmente, Paula se quedó dormida entre los brazos de su marido.
A la mañana siguiente, Pedro se introdujo lentamente en ella, despertándola con un delicioso clímax que se acompasó a la perfección con el suyo propio. Luego, se ducharon juntos y pidieron el desayuno al servicio de habitaciones, antes de volver a casa.
Dos días después, se pasaron por casa de Miranda para devolver el velo. Paula sentía un hormigueo en el estómago cada vez que pensaba que ahora era una Alfonso.
-¿les gustaría quedarse a cenar? -les ofreció Miranda-. Pero no se sientan obligados si tienen otros planes o si quieren estar solos -tomó las manos de Paula-. Te prometo que no seré una de esas suegras entrometidas que no dejan escapar a sus hijos.
Paula se echó a reír.
-¡La verdad es que esa imagen no encaja contigo ni con Pedro!
Tomaron una cena ligera en la cocina, mientras Miranda les pedía todos los detalles de la luna de miel. Paula dejó que hablara Pedro, consciente de que ella sólo conseguiría ruborizarse si pensaba en esas veinticuatro horas mágicas en las que Pedro había parecido ser un hombre que amaba a su esposa.
Estaban acabando de comer cuando se oyó el timbre de la puerta. -No esperaba a nadie -dijo Miranda, sorprendida. Hizo ademán de levantarse, pero Pedro se levantó primero y la detuvo.
-No te muevas, madre. Yo abriré.
Fue hacia el vestíbulo y abrió con decisión la puerta. Dos personas esperaban en la entrada; un hombre con un elegante sombrero vaquero de color marfil, y una mujer aferrada a su brazo, con un vestido rosa corto, muy corto, y ajustado.
-Buenas tardes. ¿En que puedo ayudarlos?
-He venido a ver a Miranda Alfonso -la voz del hombre era profunda y ligeramente temblorosa. A Pedro le resultó familiar, pero, como médico, sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas. Sin embargo, algo en aquel hombre lo escamaba.
-La señora Alfonso no puede recibirlos en este momento -respondió con tranquilidad-. Les sugiero que llamen mañana para pedir una cita.
Empezó a cerrar la puerta, pero la mujer avanzó y lo agarró del brazo.
-Seguro que la señora Alfonso querrá vernos, señor.
-Calla, Sole -el hombre tiró de ella hacia atrás y puso una bota en la puerta antes de que Pedro la cerrara-. ¿Le importaría avisar a Miranda, señor? Será sólo un minuto.
-Escuche, vaquero -dijo Pedro en un tono amenazadoramente tranquilo-. Pueden irse de aquí por las buenas o...
-¿Pedro? -su madre apareció tras él-. ¿Quién es?
El vaquero puso una expresión de seguridad en sí mismo mientras clavaba la vista en Miranda.
-¡Miranda! Acabo de llegar a la ciudad y quería pasar a saludarte -se volvió y miró con apreciación a Pedro-. Así que tú eres Pedro. Siempre me pregunté en qué clase de hombre te habrías convertido.
-Horacio -Miranda dio un paso adelante, y Pedro la rodeó instintivamente con un brazo. La cabeza le daba vueltas de puro desconcierto.
Aquel hombre con el rostro deteriorado y una encantadora sonrisa era su padre. El hombre que no se había molestado en ponerse en contacto con su familia desde que Pedro tenía un año.
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