Divina

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jueves, 16 de julio de 2015

El Hombre Más Deseable Capítulo 3


Paula estaba tan quieta como un cervatillo asustado. Su boca temblaba bajo la de Pedro, y sus labios permanecían castamente cerrados. Pedro quería devorar cada palmo de su apetecible cuerpo, y tuvo que reprimirse para no sucumbir al salvaje arrebato de lujuria que lo urgía a poseerla allí mismo.

Sabía que aquello no estaba bien, que se estaba aprovechando de su amistad, y que corría el riesgo de arrepentirse para el resto de su vida. Pero no podía evitarlo. Tenía que besarla aunque fuese lo último que hiciera. 

Paula era cálida, dulce, suave, y él necesitaba su calor para llenar su gélido vacío interior, necesitaba su dulzura para paliar el amargo sabor del odio, y necesitaba su suavidad para envolverse con ella y encontrar ayuda. Deslizó la lengua por el borde de los labios, presionó un poco y, para su deleite, ella abrió lentamente la boca para recibirlo.

Lo hacía con inseguridad y timidez, apenas tocándole la lengua con la suya, y Pedro pensó que nunca le había negado nada. Aún no sabía por qué le había contado los secretos de su familia, pero sí sabía que le había gustado hacerlo. Igual que le gustaba lo que estaba haciendo ahora.


-Paula -murmuró-. Te necesito -la rodeó con los brazos sin dejar de besarla, y se estremeció de placer cuando ella lo abrazó también y le entrelazó los dedos en el pelo.

Entonces Pedro la presionó contra el sofá hasta que ella estuvo tumbada sobre los cojines. Acto seguido se acostó sobre ella y se frotó contra su muslo, mientras con una mano le tiraba de la blusa para sacársela de los pantalones. Con la palma le acarició la sedosa piel del vientre y la cresta de las costillas, hasta que alcanzó la base de un pecho. En ese momento se detuvo de golpe, temeroso de asustarla por ir tan rápido. Pero ella no parecía en absoluto asustada, de modo que deslizó los dedos bajo el sujetador. Lentamente, se llenó la mano con aquel montículo de carne femenina, y casi soltó un gemido al notar cómo se le endurecía el pezón.

Con cuidado retiró la otra mano que aún tenía debajo de ella. Todos sus sentidos estaban ya centrados en el premio final. Se desabrochó la camisa y se la bajó por los hombros. Cuando ella le acarició con sus pequeñas manos la piel desnuda del pecho, no pudo reprimir un fuerte gemido, animándola a seguir sin tener que hablar. De todos modos, no hubiera podido articular palabra. Todo lo que podía hacer era sentir.

Paula terminó de quitarle la camisa y la arrojó al suelo. Y entonces fue su turno. Le abrió la blusa con la misma pericia con la que se había desabrochado la suya, sin dejar de besarla y acariciarla. Ella arqueó la espalda, permitiéndole así que alcanzara el cierre del sujetador, y él dio gracias a Dios por haber perfeccionado una vieja habilidad del instituto. 

Con una sola mano le soltó el sujetador y tiró de ella para que pudiera deshacerse de ambas prendas. Entonces se retiró por primera vez y la devoró con la mirada.

-Eres tan hermosa... -susurró con voz ronca. Su imaginación no podría haber visualizado unos pechos semejantes-. Tan hermosa -repitió, alzando la mirada hasta sus ojos y deleitándose con el placer que vio en ellos. 

Entonces bajó la cabeza y tomó con la boca una de las dos puntas rosadas que se le ofrecían. Al principió lamió con suavidad, hasta que con un jadeo entrecortado ella lo animó a intensificar la succión. Aquella muestra de aceptación lo encendió más allá de todo control. Quería más. Necesitaba tener más. Rápidamente, le desabrochó los pantalones y se los quitó junto a las braguitas de un solo tirón.

Por primera vez, ella pareció asustarse un poco, encogiéndose de una manera casi imperceptible. La mayoría de los hombres quizá no lo habrían notado, pero Pedro quería que Paula se entregara por completo a él, que le entregara hasta la última gota de pasión que bullía en su interior. Le puso una mano sobre el vientre para tranquilizarla y volvió a persuadirla besándola en los labios. Poco a poco fue bajando la mano hasta que rozó los suaves rizos de su entrepierna.

El cuerpo entero se le tensó al tocarle el vello púbico. Quería introducirse en ella, saborear cada palmo de su fragancia y dulzura, pero sabía que ella no estaba lista para eso. Así que, simplemente, extendió un dedo a lo largo de los pliegues carnosos que protegían su paraíso secreto, y fue incrementando la presión hasta que su cuerpo se rindió y se abrió para recibirlo en aquel ardiente pozo de feminidad.

Pedro retiró la mano para desabrocharse los pantalones, y cuando volvió a caer sobre las caderas desnudas de Paula, cuyo calor corporal era más de lo que él podía soportar, ajustó su peso sobre ella y usó las rodillas para separarle las piernas.

Entonces ella permitió que se posicionara para tomarla, con sus brazos aún rodeándole el cuello y sus cabellos enmarcándole el rostro como una alborotada aureola. Él retiró la boca al tiempo que presionaba hacia delante, viendo cómo sus ojos se abrían y sintiendo la húmeda y dulce bienvenida de su cuerpo. Realizó varias incursiones superficiales, respirando en entrecortados jadeos, hasta que todo su autocontrol se hizo añicos y entonces avanzó en una fuerte embestida, introduciendo completamente su miembro en ella. Paula se retorció involuntariamente y soltó una exclamación.

Pedro se quedó helado. ¿Era... virgen? Nunca había pensado en esa posibilidad. Y, para ser sincero, tampoco podía. pensar en eso ahora. Necesitaba moverse, y necesitaba que ella se moviera con él. No se sentía capaz de esperar.

-¿Te he hecho daño? -le preguntó.
Qué pregunta tan estúpida. Por supuesto que le había hecho daño. Acababa de arrebatarle su virginidad con la misma delicadeza que un toro embravecido.

Pero entonces ella se movió bajo él y le acarició los hombros.

-Quiero que... sigas -sus palabras apenas fueron un susurro, y él se dio cuenta de que no había respondido a su pregunta. Pero su miembro erecto demandaba su completa atención, y el permiso que ella le daba era un potente afrodisíaco.

Murmurando una disculpa, agarró sus caderas y la besó con frenesí en la boca, ahogando los sonidos que ella emitía al recibir sus movimientos, cada vez más repetidos y profundos. Entonces lo rodeó con las piernas, y fue como si una tormenta estallara sobre sus cabezas. Pedro se convulsionó violentamente al sentir la liberación de su semilla, muy dentro de Paula, y se desplomó sin aliento sobre ella tras la tempestad pasajera.


-Paula -Pedro parecía aturdido. Yacía pesadamente sobre ella, que mantenía los brazos en torno a él, con los ojos cerrados, saboreando aquellos delicíosos momentos de unión física. Pero entonces, con un gruñido de frustración, él retiro su miembro de su interior y se apartó de ella.

Se quedó de pie, mirándola, y todo lo que Paula pudo hacer fue permanecer en exhausto silencio y contemplar por primera vez su magnífico cuerpo masculino.


-¿Por qué demonios no me dijiste que eras virgen? -le preguntó con un débil gruñido. Ella lo miró a los ojos y se encogió al ver su dura mirada.


-No pensé en ello -dijo en voz baja, moviéndose un poco para aliviar la molestia que sentía entre los muslos-. Sólo estaba... sintiendo.
Pedro soltó un resoplido, pero su ceño fruncido se tornó en una expresión más suave.


-Sí -dijo-. Sé a qué te refieres -con los nudillos le acarició la mejilla-. Pero, de haberlo sabido, habría sido más tierno.


-Estuviste perfecto -insistió ella con vehemencia-. Deja de preocuparte, ¿quieres?


-No -para asombro de Paula, se inclinó sobre ella, le pasó los brazos por debajo y la levantó contra su pecho desnudo. La sostuvo así un momento, examinándole el rostro, y entonces le rozó los labios con los suyos-. La próxima vez que hagamos esto, te enseñaré cómo debería haberse hecho. 

Ella no pudo evitar una sonrisa mientras le echaba los brazos al cuello e intensificaba el beso. Finalmente, él se retiró para permitirle respirar.


-¿Ahora? -preguntó ella.
Pedro soltó una ronca carcajada y empezó a andar hacia el vestíbulo.


-Para ser alguien que nunca había permitido que ningún hombre...


-¡Calla! -le puso una mano en la boca-. Era virgen hasta hace unos minutos, ¿recuerdas?

La sonrisa de Pedro se torció un poco.


-Nunca lo olvidaré -respondió, en un tono ligeramente adusto.

Pedro la llevó al dormitorio que ella le indicó, sorprendido de lo femenina que era la habitación. No sabía por qué lo sorprendía tanto y, al recordar cómo se había quedado estupefacto al verle el pelo suelto por primera vez, se avergonzó de haberse hecho una idea tan errónea sobre ella. En el hospital, Paula era tranquila, meticulosa y eficiente. El la había tomado como una mujer... más bien sosa, alguien que nunca había hablado de sí misma y que siempre lo había animado a hablar de él. Y él se había aprovechado de esa generosidad.

Pero ahora, miró con interés a su alrededor para absorber el ambiente y empaparse de la verdadera mujer que tenía. en brazos. Paula se apretaba contra su pecho, totalmente entregada a él, y Pedro sólo podía pensar en que ojalá aquella noche no acabara nunca.

Pero tenía que pensar en otra cosa. Paula había sido virgen. Y él había estado tan obsesionado con poseerla que no se le ocurrió pensar en usar protección hasta que fue demasiado tarde. ¿Y si hubieran creado una nueva vida?

Un hijo. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Siempre había querido tener hijos; hijos a quienes pudiera darles la infancia que él nunca tuvo. Pero lo que sintiera no importaba. Él era un caballero, tal y como lo había educado su madre, y, como todos los Alfonso, con un fuerte sentido de la responsabilidad.

Pensó en su madre, una adolescente con dos hijos gemelos, totalmente sola en una ciudad desconocida. Mucha gente tal vez pensara que al abandonar a sus hijos estaba eludiendo sus responsabilidades, pero él no lo veía así. De hecho, fue un acto de honor, pues su madre sabía que no podría cuidar de ellos y esperaba que fueran adoptados por una buena familia. Una familia con los recursos de los que ella carecía.

Bueno, él tenía recursos de sobra, por lo que ningún hijo suyo sufriría carencias de ningún tipo. La mujer que llevaba en brazos tal vez se quedara embarazada de él, así que se casaría con ella. ¡Así de simple! Se casarían tan pronto como fuera posible.

No estaba dispuesto a que la gente se pusiera a hacer cuentas y a sacar conclusiones equivocadas. De un modo u otro siempre había sido el centro de los cotilleos, y no iba a permitir que a su hijo le pasara lo mismo.

«No tienes padre, ¿verdad? Apuesto a que tu madre nunca estuvo casada». Pensamientos como ése empezaron a acosarlo. No, su hijo jamás escucharía ese tipo de cosas.

Mientras miraba a Paula, se dio cuenta de que era una solución estupenda. Ni siquiera podía imaginarse las razones por las que se había mantenido virgen tanto tiempo, pero no podía tomarse su entrega a la ligera. No, si Paula había decidido hacerle ese regalo a él, y sólo a él, tenía la obligación de tratar ese regalo como el tesoro que había sido.

Además, tenía treinta años. Nada complacería más a su madre que verlo casado y que le diera nietos a los que mimar.

Y seguro que a su madre le gustaría Paula. Bastaba con una mirada para apreciar su bondad. Era la mujer perfecta para compartir su vida, pensó lleno de satisfacción. Y también sería una madre maravillosa para sus hijos. Ya había visto lo fantástica que era con los recién nacidos en el hospital.

Dulce, tranquila y aun así competente.

Se removió en sus brazos y él volvió a la realidad.

Vio cómo tragaba saliva, y cómo la aprensión se refleaba en su mirada. -Gracias -dijo, acariciándole la mejilla-. No... no pretendo que esto sea más de lo que es. No quiero que te sientas obligado ni incómodo.

-¿En serio? -le preguntó él con una ceja arqueada.

-No -se apresuró a decir-. No es que...

-Paula.

Ella se interrumpió y lo miró a los ojos.

-Es una lástima que no quieras que me sienta obligado, porque es así como yo quiero que tú te sientas.

La vio dudar y pensó que estaba conteniendo la respiración.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que quiero casarme contigo.

-¿Qué? -puso una expresión tan horrorizada que Pedro casi se echó a reír.

-Cásate conmigo.

Paula empezó a retorcerse en sus brazos mientras él se sentaba en el borde de la cama, sujetándola en su regazo hasta que dejó de moverse y volvió a apoyar la cabeza en su hombro.

-Esta noche... -le dijo-, no ha sido algo casual para ti. Y no hemos usado protección. Es probable que te haya dejado embarazada.

-Pero... pero no tienes que... ¡No puedes casarte conmigo! -parecía completamente aterrorizada, tensa y rígida contra él.

-Sé que no tengo que hacerlo, pero quiero hacerlo -inclinó la cabeza y le buscó la boca para darle un beso tan intenso como apaciguador. Cuando ella se relajó un poco, él volvió a apartarse-. Di que sí.
Ella lo miró durante unos momentos y cerró los ojos.

-Estás loco. No soportarías estar casado conmigo.

La certeza con la que lo dijo lo desconcertó, pero entonces se dio cuenta de que no había dicho que fuera ella la que no soportaría estar casada con él. -Lo he pensado -le dijo, cubriéndole un pecho con la mano-, y creo que nos llevaríamos muy bien. En la cama nos compenetramos a las mil maravillas, y fuera también.

Paula se puso colorada.

-Ésas no son razones de peso para casarse -declaró, pero sin apartarle la mano.

-Es mejor que nada. Piénsalo y verás que tengo razón. ¿Con cuántos hombres has hablado como conmigo?

-Con ninguno. Pero, Pedro, creo que no lo has pensado bien. Tú eres un Alfonso.

-¿Ya quién le importa cuál sea mi apellido? -maldita sea, ¿qué problema tenía? Debía casarse con él-. Di que sí -insistió, masajeándole el pezón con los dedos-. Estaremos muy bien juntos. Y si estás embarazada, me darás una gran alegría.

Paula volvió a cerrar los ojos y respiró hondo.

-Sí.

Por el tono de la respuesta, a Pedro le pareció que estaba accediendo más a una ejecución que a una boda, pero el alivio que sintió fue tan grande que no hizo ningún comentario. Se levantó, con ella abrazada a él, y se dio la vuelta para tumbarse en la cama. Le esparció el pelo por la almohada y entró en el cuarto de baño a agarrar una toalla y empaparla de agua caliente.

Al volver al dormitorio, lo divirtió encontrar cómo se había cubierto con una sábana y aún más que protestara cuando él se la quitó y empezó a lavarla. -Voy a verte cada día -le dijo-. Así que ya puedes ir olvidándote de tanta modestia.

-No puedo -dijo ella, cubriéndose la cara con las manos. Él se echó a reír y dejó la toalla a un lado.

-No puedo creer que me hayas ocultado este pelo durante cuatro años -murmuró, tumbándose junto a ella y hundiendo la cara en la fragante melena. Paula no dijo nada, pero él sintió que estaba sonriendo. Había hablado muy poco desde que se levantaron del sofá, y Pedro tuvo un momento de pánico al pensar que tal vez le hubiera hecho daño. Se inclinó sobre ella y le tomó un pecho en la mano.

-¿Estás segura de que estás bien? He sido demasiado duro.

-Estoy bien -dijo ella, y una vez más se puso colorada.

-¿Por qué te ruborizas tanto? -le preguntó con una sonrisa.

-No lo sé -respondió sin mirarlo a los ojos.

-¿Sabes? Hay muchas cosas que podríamos hacer si de verdad quieres ruborizarte...

Había esperado que con aquel comentario ella ocultara el rostro y se riera, pero Paula le clavó la mirada, con sus verdes ojos brillando de deseo.

-Muéstramelas.


A Pedro le vibró todo el cuerpo de anticipación, y sintió un tremendo alivio al darse cuenta de que no le había hecho daño ni la había asustado. Pero esa vez se aseguraría de que compartieran todo el placer. Sería él quien lo hiciera todo por ella.

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