Divina

Divina

miércoles, 1 de julio de 2015

Seducción total Capítulo 14



Estirando el brazo, abrió la puerta del porche y la hizo pasar a la cocina.


—Interesante que crea que tienes marido.


—Yo nunca le he dicho nada de eso —dijo Paula, sorprendida.


—Supongo que pensó que era lo más normal. Es una mujer interesante —dijo, con énfasis en el adjetivo.

Eso hizo sonreír a Paula.


—Es única.


—Buena palabra para definirla. ¿Qué tal tu día?


—¿Mi...? Oh, bien. ¿Qué tal te las has arreglado tú?


—Estupendamente —le aseguró él—. He conseguido cambiar un par de pañales, que se comiera toda la papilla y ha dormido dos siestas. Así que creo que ha sido un buen día.


—Bien —dijo ella, sinceramente complacida—. ¿Y no has tenido que llamar a Angie?


—No. Ni una sola vez.

Pedro tomó a la niña mientras ella sacaba dos vasos y servía dos tés con hielo. Después cortó una rodaja de limón y la exprimió en el vaso de Pedro, para después agitarlo con una cuchara larga. Lo dejó en la mesa delante de él.


—Te acuerdas.

Paula, que estaba llevándose el vaso a la boca, se detuvo.


—¿Acordarme de qué?

Él levantó el vaso como si estuviera haciendo un brindis.


—Mi té. Con limón.

Paula casi había recuperado su color natural después del beso en el porche, pero el rubor volvió en un instante a sus mejillas.


—Ha sido por casualidad —dijo ella.

Pedro se sintió embargado por una cálida y agradable emoción. Se acordaba.

Paula preparó espaguetis para cenar mientras él ponía la mesa y cambiaba a Olivia. Era extraño, pensó él. Pasar de ni siquiera saber dónde estaba a vivir con ella en menos de una semana.

Antes de encontrarla, imaginó, o mejor dicho esperó, que Paula continuara soltera y siguiera queriéndolo como él a ella. Y al pensar en el resto de su vida, supo que quería incluir a Paula en ella. Pero había imaginado que primero empezarían saliendo juntos para conocerse mejor y hasta que ella se sintiera más cómoda con él.

La situación no podía ser más distinta, pensó mirando la mesa, el bebé en la trona en un extremo y a Paula moviéndose con naturalidad por la cocina, esquivándolo como si él siempre hubiera estado allí.

Por supuesto que lo prefería, aunque jamás lo hubiera podido imaginar.
Durante la cena, Pedro le habló del otro padre con el hijo de ocho meses que había conocido por la mañana en el parque, y ella le habló de su día. 

Cuando terminaron de cenar, Pedro sentó a Olivia en la hamaca mientras ayudaba a Paula a recoger la mesa, y después dijo:


—Me gustaría invitar a mi padre para el Día de Acción de Gracias o para Navidad. ¿Tienes alguna preferencia?

Paula lo estaba mirando y abrió desmesuradamente los ojos.


—¿Para Acción de Gracias o Navidad? —dijo casi sin voz—. Para eso todavía falta más de un mes.

Pedro la miró sin entender.


—Sí. ¿Y?


—Dime, ¿cuánto tiempo exactamente piensas quedarte en mi casa? —preguntó ella, en un tono casi de temor.

Pedro la estudió con detenimiento unos segundos, creyendo que no la había entendido bien.


—No tengo ninguna intención de irme —dijo él, sin alterarse.


—Pero... no puedes quedarte a vivir con nosotras para siempre. ¿Y si quisiera... y si quisiera casarme o algo así?


—¿Con quién?

Pedro no habría podido reprimir la fiera agresividad de su voz ni aunque hubiera querido. No había visto nada que indicara la presencia de un hombre en la vida de Paula, pero eso no significaba que no lo hubiera. Por eso insistió.


—¿Hay alguien por quien deba preocuparme?


—No.

En cuanto dijo la palabra, Paula cerró bruscamente la boca, como si fuera consciente de que acababa de darle una importante ventaja estratégica.


—Bien.

Pedro dio un paso hacia ella, y ella retrocedió, pero se encontró con la mesa y no pudo seguir moviéndose. Él dio otro paso más hacia ella, hasta que quedaron prácticamente cara a cara. La sujetó por las muñecas y muy lentamente se inclinó hacia delante hasta que sus cuerpos quedaron unidos desde el cuello a las rodillas. Y al igual que la primera vez en la pista de baile, Pedro tuvo la sensación de que todo encajaba, de que todo estaba en su lugar.


—Si quieres casarte, perfecto. Pero el único hombre que te pondrá un anillo en el dedo seré yo.

Paula abrió la boca. Se quedó con la boca abierta sin poder reaccionar.


—¿Casar... me... contigo? —balbuceó.


—Sí.

Maldita sea, tampoco tenía que reaccionar como si la idea la repugnara, se dijo él.


—De eso nada.

El rechazo instantáneo lo sacudió de la cabeza a los pies, pero Pedro no estaba dispuesto a mostrarlo.


—¿Por qué no? Compartimos una hija.


—Esa no es razón para casarnos.


—Para mí lo es —dijo él, haciendo un esfuerzo para no alterarse—. Los dos nos criamos en la misma comunidad, tenemos muchos recuerdos en común. Y se lo debemos a Olivia. Le debemos un hogar sólido y estable donde aferrarse —dijo él,—. ¿Nunca has deseado que tu infancia hubiera sido un poco diferente?


—N... no —titubeó ella.

Sacudió la cabeza y evitó su mirada, y Pedro deseó con todas sus fuerzas saber qué era lo que se escondía detrás de los intensos ojos azules.


—¿Por qué no? —preguntó él una vez más—. Dime tres buenas razones para no casarte conmigo.

Paula permaneció en silencio, con la cabeza baja, sin mirarlo.


—No puedes, ¿verdad?

Pedro todavía le sujetaba las manos, y lentamente las levantó y las colocó alrededor de su cuello. Paula no lo abrazó, pero tampoco bajó los brazos cuando él le soltó las manos y deslizó los brazos alrededor de su cuerpo, pegándola más a él.


—Estamos bien juntos, Paula —dijo él, bajando la voz—, y lo sabes tan bien como yo. Nos conocemos muy bien. Lo nuestro podría funcionar.

Con una mano le tomó la barbilla y le alzó la cara. Despacio, apoyó los labios en los de ella. La boca femenina era cálida y los labios maleables bajo los suyos, y lentamente ella fue respondiendo hasta besarlo con el mismo fervor que él recordaba de la única vez que hicieron el amor.

La respuesta femenina despertó en él, el deseo que siempre estaba ahí y Pedro gimió en lo más profundo de la garganta a la vez que la apretaba más a él y buscaba en su boca.

Paula se colgó de él, y le dio todo lo que él pedía. Pedro deslizó una mano bajo el suéter femenino. La piel era cálida y sedosa, y un deseo aún más fuerte lo sacudió por completo.


—Cásate conmigo —musitó en su boca.


—Esto no vale —dijo ella, separando la boca unos centímetros para poder hablar.

Pedro la besó en la mandíbula.


—Lo único que me preocupa es formar una familia los tres.

¿Era su imaginación o el cuerpo femenino se tensó ligeramente?

Lo que no fue producto de su imaginación fue la siguiente reacción de Paula, que se separó de él y se colocó bien el suéter.


—Dame tiempo para pensarlo —le dijo—. Estamos hablando del resto de mi vida — añadió, con voz tranquila.

Pero era un tono de voz que Pedro conocía perfectamente. Cuando Paula se plantaba ante algo, no había forma de moverla, como no fuera utilizando dinamita. Y en ese momento él tuvo la sospecha de que ni siquiera eso sería suficiente.


—Del resto de nuestras vidas —le recordó él—. De las vidas de los tres.


—Lo sé —asintió ella—. Déjame pensarlo.


—¿Cuándo puedo esperar la respuesta?

Paula abrió las manos.


—No lo sé. Podemos volver a hablar... cuando volvamos de California. ¿Te parece bien?

Pedro asintió a regañadientes. La respuesta no le gustaba, pero no quiso continuar insistiendo para no enfadarla de verdad. No podía arriesgarse a que Paula tomara la decisión de no querer compartir el resto de su vida con él. —Está bien.

El fin de semana siguiente Pedro preparó el viaje a California, y el viernes de la semana posterior salieron a mediodía en dirección al aeropuerto.

Al principio del vuelo Olivia se mostró un poco nerviosa, pero después de un biberón se tranquilizó y quedó dormida durante un buen rato en brazos de su madre. Mientras la contemplaba con adoración, Paula sonrió divertida al ver la barbilla firme de la pequeña, igual que la de su padre.

Pedro. La sonrisa se desvaneció al recordar la proposición de matrimonio, si es que se podía llamar así, y el puño que le apretaba el corazón se cerró aún más. Pedro quería casarse con ella para formar una familia con su hija, y porque los dos se conocían y sabía que podrían hacerlo funcionar. Pero no había dicho nada de amor.

¿Podría casarse con él, sabiendo que no la amaba como ella deseaba? Oh, era cierto que sentía afecto por ella, de eso no le cabía la menor duda. Y también era evidente que la deseaba. Pero él también amó y deseó a su hermana Melanie en el pasado, y Paula sabía que su hermana siempre sería la dueña de su corazón. Sin embargo ella, Paula, nunca había esperado tener ningún tipo de relación más personal con él, y mucho menos casarse y ser la madre de sus hijos. Por eso, se dijo, no podía quejarse.

Cuando el avión inició el descenso, Paula miró por la ventana. Allí estaba Mission Bay, con las aguas azules que brillaban bajo la luz del sol y el campo de golf de La Jolla. La universidad, la base naval, el zoo. Y el faro, en lo más alto de un acantilado.

La autopista del norte estaba atascada con el tráfico que se apresuraba por salir de la ciudad, todos conduciendo a la velocidad típica de California. Ella estaba impaciente por volver a conducir allí.

Y antes de darse cuenta, allí estaban. Pedro había alquilado un coche para el largo fin de semana puesto que no tenía coche propio. Hasta ahora nunca lo había necesitado. Cuando visitaba a sus padres, siempre utilizaba uno de los coches de la familia.

Cuando llegaron a su antiguo vecindario, Paula se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

El aspecto seguía siendo el mismo de siempre. Jardines pequeños a la sombra de árboles en flor; triciclos, bicicletas y patines en los jardines frontales y en los senderos de las casas; flores de vivos colores que decoraban los porches y las entradas.

Desde el final de su calle se podía ver el océano, Paula lo sabía. Y cuando Pedro llegó al final de la calle sin salida y giró para poder detener el coche junto a la acera de la casa de su padre, Paula estiró el cuello para mirar por encima del alto acantilado.

La playa, a la que se llegaba por una serpenteante cuesta desde la cima de la colina donde estaban, no se veía, pero sí el vasto horizonte que se extendía tras ella. En aquel momento el océano tenía un tono azul oscuro y profundo, y estaba salpicado de hileras de espuma blanca que salpicaban en todas direcciones. Una oleada de nostalgia la golpeó como una ola, rompiendo sobre ella y empapándola.

¡Cómo había echado de menos aquella vista! ¿A quién quería engañar? Lo suyo no era la Costa Este. A ella le encantaba el Pacífico, y quería que Olivia creciera con recuerdos cargados de la playa de guijarros erosionados y redondeados con un agua tan fría que siempre que te bañabas te castañeteaban los dientes. Quería llevar a su hija a la bonita playa de Laguna Niguel, donde ella había ido todos los años al menos una vez a pasar el día en una especie de mini vacaciones familiares. Quería contarle historias sobre su abuela, y sobre su tía Melanie...

Pero aquí era más difícil, pensó tragando saliva. Aquí estaban todos los recuerdos de su hermana y de su madre, y era mucho más difícil ignorar el dolor y continuar adelante. Ése fue uno de los principales atractivos del trabajo de Nueva York. Pero ahora el pasado del que había huido la había alcanzado, y por culpa de su propia estupidez, tenía una deuda con Pedro: dejar de huir y permitirle conocer a su hija.

Paula dirigió la mirada hacia su antigua casa, cuatro puertas más allá, preguntándose quién viviría allí ahora. ¿Tendrían algún animal de compañía? 

El caniche de su madre, Boo-Boo, se dedicó a escarbar agujeros por todo el jardín hasta que se hizo demasiado viejo y quedo sin fuerza. Entonces se tuvo que limitar a pasar el día tendido en el porche ladrando a los niños que pasaban por la acera en sus bicicletas.

¿Habría niños en la casa? Desde fuera no se podía saber. La puerta del garaje estaba cerrada y no había bicicletas y juguetes en el jardín frontal. 

Y un alto seto impedía ver el jardín de atrás. ¿Seguiría estando allí el limonero que plantó su madre?


—Eh.

La voz de Pedro la sacó de su ensimismamiento. Él estiró la mano y le rozó ligeramente la espalda.


—¿Te encuentras bien? —le preguntó, preocupado.


—Sí, estoy bien —respondió ella, y cuadró los hombros—. Es una sensación extraña, venir aquí y no poder ir a casa.

Pedro asintió con la cabeza.


—Me lo imagino, aunque nunca lo he experimentado.
Aunque en cierto modo las cosas para él también habían cambiado.


—¿Han cambiado mucho las cosas ahora que no está tu madre? —preguntó ella.
Pedro se encogió de hombros.


—No mucho. Mi padre siempre echó una mano con las tareas de la casa y la comida, así que no es un inútil.


—Pero la dinámica cambia —dijo ella, que lo sabía perfectamente.

Algunos de los momentos más tristes de su vida fueron los fines de semana y vacaciones que había pasado en casa durante el primer año en la universidad, después de la muerte de su madre. Las cosas entre Melanie y ella no eran igual que antes. Las dos sufrieron intensamente, pero en lugar de unirlas el dolor la separó y Paula cada vez tenía menos ganas de volver. 

Era más sencillo quedarse en la universidad y sumergirse en la vida de estudiante que volver a casa y meterse en el mundo de callado dolor que Melanie y ella compartían.

En lugar de ir a la universidad de Berkeley, Melanie decidió cursar sus estudios en la universidad laboral de su ciudad natal, y nunca llegó a alejarse de los recuerdos del pasado. A veces Paula se preguntaba si Melanie no sentía cierto resentimiento hacia ella por eso, a pesar de que fue ella misma quién decidió quedarse a vivir allí.

Paula también sufrió, pero la vida continuaba y llegó un momento en que se exigió hacer lo mismo.


—Supongo que tú sabes muy bien cómo cambian las familias —dijo él, en voz baja.
Paula asintió.


—Cuando tu madre murió, las cosas cambiaron. Pero cuando murió Melanie, todo tu mundo se desmoronó, ¿no? —dijo él.

Paula estuvo a punto de perder el control y romper a llorar. La comprensión de Pedro no le estaba facilitando el regreso. Pero hizo un esfuerzo y tragó saliva.


—Sí, perder a mi madre fue duro, pero perder a Melanie... Sé que su muerte no fue el catalizador para el cambio radical de mi vida, pero a veces da la sensación de que una cosa llevó a la otra.

Pedro tensó la mandíbula, y Paula se dio cuenta de que tenía los dientes totalmente apretados.


—Supongo que sí —dijo él, como si le arrancaran las palabras de la boca.
Paula lo miró, preguntándose qué demonios le pasaba.


—¿Te encuentras bien? —preguntó, a la vez que desataba la sillita de Olivia.

Eso pareció devolverlo a la realidad.


—Sí —dijo él, con expresión anonadada, dándose cuenta de que Paula llevaba a una Olivia dormida apoyada en el hombro—. Vamos a presentarle a la Bella Durmiente a su abuelo.

Paula tenía el estómago hecho un nudo mientras seguía a Pedro hacia la puerta del porche lateral, la que la familia siempre utilizaba. Pedro abrió la puerta y la invitó a pasar. Entrando tras ella, dijo:


—Hola, papá. ¿Dónde estás?


—Hola —respondió una voz grave muy similar a la de Pedro desde la zona de la cocina.

Pedro rodeó a Paula y se dirigió hacia el pasillo que llevaba a la cocina, y un momento después apareció su padre.


—Vaya, menuda sorpresa. Pensaba que ibas a estar en la Costa Este al menos un mes. Los dos hombres se abrazaron.

Paula se quedó de piedra, incapaz de moverse. ¿Cómo que una sorpresa? ¿Acaso Pedro no le había contado nada sobre Olivia?


—... aquí hay alguien que quiero que conozcas —le estaba diciendo Pedro a su padre.

Los dos hombres se dirigieron hacia ella. Horacio, el padre de Pedro, puso expresión de extrañeza al verla.


—Paula Chaves. No sabía que habías vuelto. ¡Cómo me alegro de verte! ¿Y quién es ésta? —preguntó rebosante de alegría—. Ni siquiera sabia que te habías casado, y ahora eres madre.

Inmediatamente se hizo un silencio tenso.


—Oh, qué caray —dijo por fin Horacio frotándose la cara con la palma de la mano—. Olvida lo que he dicho. Ya sé que hoy en día no es necesario estar casada para ser madre.

Cojeando ligeramente, Horacio se acercó a Paula, y ésta recordó que la cojera era resultado de la artritis que sufría. Cuando el hombre llegó junto a ella, miró a la niña dormida que llevaba en brazos.


—Es una preciosidad —dijo, a la vez que acariciaba la mejilla del bebé con la punta del dedo—. Tiene el mismo color rubio que los Chaves —comentó, con una risita.

Paula asintió y se obligó a sonreír.


—Cuando nació, todas las enfermeras se reían porque lo tenía totalmente de punta.

Pedro se aclaró la garganta.


—Papá, ¿podemos sentarnos?
Horacio se irguió y dirigió una mirada preocupada a su hijo.


—Está bien. ¿Traes malas noticias?
Pedro sacudió la cabeza.


—No, creo que esta noticia te va a gustar.
Llevó Paula hacia el salón y allí se sentó junto a ella en el sofá.



—No es fácil decir esto, así que lo voy a decir directamente. Paula y yo.... Bueno, la niña se llama Olivia y yo soy su padre.

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